Mujercitas. Knowledge house

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cumplirán con su deber, combatirán a sus propios demonios y saldrán adelante, de modo que cuando vuelva estaré más orgulloso que nunca de mis mujercitas».

      Llegados a ese punto, ninguna pudo contener el llanto. A Jo ya no le daba vergüenza que vieran el grueso lagrimón que tenía en la punta de la nariz, y Amy ocultó el rostro en el hombro de su madre, sin importarle que se le estropeara el peinado, y dijo entre sollozos:

      —¡Soy una egoísta! Pero me voy a esforzar por mejorar para que papá no se sienta defraudado cuando vuelva.

      —Todas lo haremos —exclamó Meg—. Yo me preocupo demasiado por mi aspecto y no me gusta trabajar, pero voy a cambiar.

      —Yo intentaré ser lo que él llama una «mujercita», y procuraré no ser tan tosca e indomable y cumpliré con mis obligaciones en casa en lugar de querer estar siempre en otra parte —explicó Jo, convencida de que dominar su temperamento era una misión mucho más ardua que la de mantener a raya a unos cuantos rebeldes sureños.

      Beth no dijo nada. Se enjugó las lágrimas con el calcetín azul marino que estaba haciendo y empezó a tejer con ahínco; poniendo manos a la obra se afanó en la tarea que tenía más cerca, mientras prometía para sí que sería todo aquello que su padre esperaba encontrar cuando, al cabo de un año, llegase el momento feliz de su regreso.

      La señora March rompió el silencio que había seguido a las palabras de Jo diciendo con su habitual tono alegre:

      —¿Recordáis que de pequeñas solíais jugar al Progreso del peregrino? Nada os gustaba tanto como que os atara hatillos a la espalda, os diera sombreros, bastones y rollos de papel y os dejara recorrer la casa desde la bodega, que era la Ciudad de Destrucción, hasta la buhardilla, donde creabais vuestra Ciudad Celestial con todo lo que habíais recogido.

      —¡Sí, era muy divertido! Sobre todo cuando luchábamos contra los leones, nos enfrentábamos a Apollyón y atravesábamos el valle donde vivían los duendes —recordó Jo.

      —A mí me gustaba el momento en el que se nos caían los fardos y rodaban escaleras abajo —apuntó Meg.

      —Para mí, lo mejor era cuando llegábamos a la azotea, donde estaban las flores, el cenador y todas aquellas cosas hermosas, y cantábamos llenas de alegría a pleno sol —recordó Beth con una sonrisa, como si reviviera el momento.

      —Yo no recuerdo mucho, pero sí que la bodega y la entrada oscura me daban miedo, y me encantaban el pastel y el vaso de leche que nos tomábamos al llegar arriba. Me animaría a volver a jugar si no fuese porque ya soy muy mayor para eso —dijo Amy, que empezaba a hablar de renunciar a las cosas infantiles a la madura edad de doce años.

      —Nunca se es demasiado mayor para algo así, querida, porque se trata de un juego en el que, de un modo u otro, estamos inmersos siempre. Todos llevamos cargas, tenemos un camino por recorrer y nuestro anhelo de hacer el bien y alcanzar la felicidad nos guía para superar los contratiempos y los errores que nos separan de la paz que impera en la Ciudad Celestial. Ahora, mis pequeñas peregrinas, imaginad que el proceso ha vuelto a empezar, no como juego sino de verdad, y veamos hasta dónde sois capaces de progresar en el tiempo que vuestro padre pasará fuera de casa.

      —¿Hablas en serio, mamá? ¿Cuáles son nuestras cargas? —preguntó Amy, que se lo tomaba todo en sentido muy literal.

      —Acabáis de nombrarlas vosotras mismas hace unos instantes, excepción hecha de Beth. Creo que ella no tiene ninguna —explicó la madre.

      —Claro que tengo; la mía es limpiar el polvo, lavar los platos, envidiar a las jóvenes que tienen un piano y tener miedo de la gente.

      La carga de Beth les pareció a todas tan graciosa que tenían ganas de reír, pero no lo hicieron por no herir sus sentimientos.

      —Hagámoslo —propuso Meg, pensativa—. A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar ser buenas y el juego puede ayudarnos porque, aunque todas queremos serlo, no siempre resulta fácil, y a veces se nos olvida y no nos esforzamos lo suficiente.

      —Esta tarde estábamos en el Pantano del Desaliento y mamá nos sacó como el personaje de Auxilio lo hace en la obra. Deberíamos tener una guía, como Cristiano. ¿Qué podemos hacer al respecto? —preguntó Jo, entusiasmada con la idea de añadir un poco de ficción a su monótona vida cotidiana.

      —Mañana, al levantarte, mira bajo tu almohada y encontrarás la guía que pides —contestó la señora March.

      Mientras la vieja Hannah recogía la mesa, comentaron el plan. Luego, las cuatro se sentaron junto a sus costureros y cosieron sábanas para la tía March. Era un trabajo que les solía parecer tedioso, pero en esa ocasión nadie protestó. Siguiendo la propuesta de Jo, dividieron en cuatro partes las largas costuras y les asignaron nombres como Europa, Asia, África y América, y de ese modo lo pasaron muy bien, sobre todo cuando hablaban de los países por los que las llevaban sus puntadas.

      A las nueve, dejaron la labor y, como tenían por costumbre, cantaron un poco antes de acostarse. Solo Beth era capaz de lograr que el viejo piano sonara bien. Ella sabía cómo acariciar las teclas amarillentas y crear un acompañamiento agradable para las sencillas canciones que entonaban. La voz de Meg sonaba como una dulce flauta y, junto con su madre, se encargaba de dirigir el coro. Amy desafinaba como un grillo y Jo se perdía en ensoñaciones y estropeaba las melodías intercalando una corchea o un silencio donde no debía. Cantaban antes de acostarse desde que aprendieron a balbucear la canción infantil «Brilla, brilla estrellita», y se había convertido en una costumbre familiar. La señora March tenía muy buena voz. Lo primero que oían al despertar era a su madre cantar por toda la casa, como una alondra, y el último sonido de la noche era su cálida voz entonando la misma canción, pues para ella, sus hijas nunca serían lo bastante mayores para dejar de disfrutar de esa entrañable canción de cuna.

      2

       FELIZ NAVIDAD

      Aquella gris mañana de Navidad, Jo fue la primera en despertar. No había calcetines colgados en la chimenea y por un instante sintió la misma decepción que la había invadido tiempo atrás, cuando su calcetín se descolgó por el peso de los muchos regalos que contenía. Enseguida recordó la promesa de su madre, metió la mano bajo la almohada y extrajo un librito con tapas de color carmesí. Lo conocía bien, era una vieja y querida historia que narraba la vida más bella del mundo, y Jo se dijo que no había guía mejor para un peregrino embarcado en el largo viaje de la existencia. Despertó a Meg con un «Feliz Navidad» y le mandó que mirase debajo de su almohada. Apareció un libro con tapas verdes pero con la misma ilustración en la cubierta, y en el interior una dedicatoria de su madre que hacía el regalo mucho más valioso a sus ojos. Beth y Amy se despertaron poco después, rebuscaron y encontraron sus respectivos libros, uno de color gris rosado, el otro, azul, y todas se reunieron a mirar y comentar los regalos mientras el alba teñía de rosa el cielo.

      A pesar de ser un tanto vanidosa, Margaret tenía un carácter dulce y piadoso que inconscientemente influía en sus hermanas, sobre todo en Jo, que la adoraba tiernamente y seguía siempre sus consejos por la dulzura con que los daba.

      —Chicas —dijo Meg dirigiéndose tanto a Jo, que estaba tumbada junto a ella, como a sus otras dos hermanas, aún en pijama y en su habitación—, mamá espera que leamos estos libros y los cuidemos con esmero; sugiero que empecemos enseguida. Antes éramos fieles lectoras, pero desde la partida de papá, con todo el desconcierto que provoca la guerra, hemos desatendido demasiadas cosas. Vosotras haced lo que queráis, pero yo pienso dejar el libro en la mesilla y leer un poco cada mañana, nada más despertarme, porque sé que me hará bien y me ayudará


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