Jane Eyre. Knowledge house
yo estuviera en tu lugar, la odiaría. Me resistiría a sus castigos. Si me pegara con la vara, la arrancaría de sus manos y la rompería delante de sus narices.
—Probablemente no lo harías, pero si lo hicieras, el señor Brocklehurst te expulsaría de la escuela, y eso apenaría mucho a tu familia. Es mucho mejor aguantar con paciencia un dolor que solo tú sientes que precipitarte a hacer algo cuyas consecuencias afectarían a toda tu familia. Además, la Biblia nos enseña a devolver bien por mal.
—Pero parece vergonzoso que te azoten y te manden estar de pie en el centro de una habitación llena de personas, a ti, que eres tan mayor. Yo soy mucho más pequeña, y no lo soportaría.
—Sin embargo, sería tu obligación soportarlo, si no puedes evitarlo. Es tonto decir que no puedes soportar lo que te depara el destino.
La escuché admirada. No podía comprender esta doctrina de aguantarlo todo, y menos aún comprendía o compartía su indulgencia hacia su castigadora. De todas maneras, pensé que Helen Burns veía las cosas desde un prisma invisible a mis ojos. Sospeché que ella tenía razón y yo no. Pero no quise ahondar en el asunto, y, como Félix[2], lo aplacé hasta un momento más propicio.
—Dices que tienes defectos, Helen. ¿Cuáles? A mí me pareces muy buena.
—Entonces aprende de mí y no juzgues por las apariencias. Como dijo la señorita Scatcherd, soy negligente. Soy incapaz de mantener ordenadas las cosas, soy descuidada, se me olvidan las normas, leo en vez de aprender las lecciones y no tengo método. A veces digo, como tú, que no puedo soportar que me sometan a reglas sistemáticas. Todo esto es una provocación para la señorita Scatcherd, que es ordenada, puntual y meticulosa por naturaleza.
—Y malhumorada y cruel —añadí, pero ella calló y no dio muestras de admitirlo.
—¿La señorita Temple te trata con tanta severidad como la señorita Scatcherd?
Al oír pronunciar el nombre de la señorita Temple, se asomó una sonrisa en su rostro serio.
—La señorita Temple es toda bondad. Le duele ser severa con cualquiera, incluso con las peores alumnas de la escuela. Ella percibe mis errores y me informa de ellos con dulzura, y si hago algo digno de alabanza, me elogia generosamente. Es una gran muestra de mi naturaleza desastrosa que ni sus amonestaciones tan suaves y racionales me influyen suficientemente para corregir mis defectos. Y sus elogios, aunque los tengo en gran estima, tampoco me estimulan para ser siempre cuidadosa y previsora.
—Eso sí que es curioso —dije—; es tan fácil ser cuidadosa.
—Para ti sin duda lo es. Te observaba en clase esta mañana y vi que ponías mucha atención. No te distraías mientras la señorita Miller explicaba la lección y te hacía preguntas. Yo, en cambio, me distraigo continuamente. Cuando debería escuchar a la señorita Scatcherd y poner atención a todo lo que dice, a menudo ni siquiera la oigo, sino que caigo en una especie de ensoñación. A veces creo estar en Northumberland y me parece que los ruidos que me rodean son los del burbujeo de un arroyo que pasa por Deepden, cerca de casa. Luego, cuando me toca responder, tienen que despertarme, y como no he oído lo que se ha dicho, sino mi arroyo imaginario, no tengo respuesta.
—Sin embargo, ¡qué bien respondiste esta tarde!
—Fue por pura casualidad, pues el tema sobre el que leíamos me interesaba. Esta tarde, en lugar de soñar con Deepden, me preguntaba cómo un hombre con tantos deseos de hacer el bien pudo actuar tan injusta e indiscretamente como algunas veces lo hizo Carlos I. Pensé que era una lástima que, con toda su integridad y rectitud, no pudiera ver más allá de las prerrogativas de la corona. ¡Ojalá hubiera podido ver más allá para darse cuenta del cariz del llamado espíritu de la época! No obstante, me gusta Carlos I, lo respeto y lo compadezco, pobre rey asesinado. Sus enemigos fueron peores, ya que derramaron sangre que no tenían derecho a derramar. ¿Cómo se atrevieron a asesinarlo?
Helen hablaba para sí, pues se había olvidado de que no la entendía, de que era casi ignorante del tema del que hablaba. La hice regresar a mi nivel.
—¿Y también se te va el santo al cielo cuando es la señorita Temple quien da la lección?
—No, la verdad es que no muchas veces, porque la señorita Temple suele decir cosas más nuevas que mis propias reflexiones. Me resulta especialmente agradable el lenguaje que utiliza, y la información que comunica a menudo es exactamente lo que yo quiero saber.
—Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?
—Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.
—Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre bondadosa y obediente con los crueles e injustos, los malos se saldrían siempre con la suya. Nunca tendrían miedo, por lo que nunca cambiarían, sino que serían cada vez peores. Cuando nos pegan sin motivo, debemos devolver con creces el golpe, estoy segura, para asegurarnos de que no nos vuelvan a pegar.
—Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.
—Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.
—Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.
—¿Cómo? No entiendo.
—No es la violencia lo que vence al odio, ni la venganza lo que cura mejor la injuria.
—Entonces, ¿qué es?
—Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.
—¿Qué dice?
—Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.
—Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.
A su vez, Helen Burns me pidió que me explicara, y me puse enseguida a contar atropelladamente la historia de mis penas y resentimientos. Amargada y agresiva cuando me excitaba, hablé tal como sentía, sin reserva ni cortapisas.
Helen me escuchó pacientemente hasta el final. Yo esperaba que hiciera algún comentario, pero nada dijo.
—Bueno —pregunté impaciente— ¿no es una mujer mala y sin sentimientos la señora Reed?
—No dudo de que te haya tratado mal, porque no le gusta tu tipo de carácter, como ocurre entre la señorita Scatcherd y yo. Pero ¡con qué detalle recuerdas todo lo que te ha hecho! ¡Qué impresión más profunda parece haberte causado su injusticia! Ningún mal trato marca tan a fondo mis sentimientos. ¿No serías más feliz si intentaras olvidar su severidad y las emociones tan apasionadas que te inspiraba? Creo que la vida es demasiado corta para pasarla fomentando la mala voluntad y recordando los agravios. Todos estamos cargados de defectos en este mundo, y así debe ser, pero pronto llegará el momento de deshacernos de ellos, cuando nos deshagamos de nuestros cuerpos corruptibles. El envilecimiento y el pecado nos abandonarán junto con nuestros pesados cuerpos, y solo quedará el resplandor del espíritu, el impalpable principio de la vida y del pensamiento, tan puro como cuando salió de nuestro Creador para darnos vida. Regresará al lugar de donde salió, quizás para llegar a un ser más noble que el hombre, ¡quizás para pasar por escalas de gloria desde la pálida alma humana hasta fundirse con el serafín! Estoy segura de que no se le permitirá degenerar, por el contrario, del hombre al demonio. No, no puedo creer eso. Tengo otra creencia, que nadie me ha enseñado y de la que hablo rara vez, a la que me aferro porque me complace, pues ofrece esperanza a todos los seres. Y es que la eternidad es un descanso, un gran hogar, y no un espanto