Jane Eyre. Knowledge house

Jane Eyre - Knowledge house


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alto y estrecho, escabeles más antiguos aún, con almohadones adornados con bordados apenas visibles, hechos por manos que debían de llevar dos generaciones bajo tierra. Todas estas reliquias daban a la tercera planta de Thornfield Hall el aspecto de un hogar de antaño, un santuario dedicado a los recuerdos. Me complacían el silencio, la penumbra y la singularidad de este refugio, pero no me habría atraído en absoluto pasar la noche en una de aquellas camas anchas y pesadas, algunas cerradas con puertas de roble y otras con cortinajes ingleses antiguos, cuajados de bordados con las imágenes de extrañas flores y aves más extrañas todavía y extrañísimos seres humanos, todo lo cual hubiera tenido un aspecto verdaderamente extraño a la pálida luz de la luna.

      —¿Duermen los criados en estos cuartos? —pregunté.

      —No, duermen en una serie de cuartos más pequeños en la parte de atrás. Nadie duerme aquí. Se diría que si hubiera un fantasma en Thornfield Hall, es aquí donde estaría.

      —Entonces, ¿no hay fantasmas?

      —No que yo sepa —respondió sonriente la señora Fairfax.

      —¿No hay tradición ni leyenda de ningún fantasma?

      —Creo que no. Y sin embargo, se dice que los Rochester han sido una familia más violenta que pacífica en el pasado. Quizás por eso ahora duermen tranquilos en sus tumbas.

      —Sí, «después de la fiebre de la vida duermen bien»[8] —murmuré.

      —¿Adónde va usted ahora, señora Fairfax? —le pregunté al ver que se alejaba.

      —Al tejado. ¿Quiere venir a ver la vista desde allí? —y la seguí de nuevo por una escalera estrecha hasta los áticos y, desde allí, por una escalerilla atravesamos una trampilla hasta alcanzar el tejado de la mansión. Me encontraba al mismo nivel que los grajos y podía ver sus nidos. Apoyándome en las almenas y mirando hacia abajo, observaba las tierras como en un plano: el césped, como de terciopelo, bordeando la base gris de la casa, el prado, tan amplio como un parque, salpicado de árboles antiguos, el bosque, sombrío y seco, cruzado por un sendero lleno de maleza, y más verde de musgo que los mismos árboles, la iglesia junto a la entrada, la carretera, las tranquilas colinas, todo reposando bajo el sol de otoño, y el horizonte acotado por el cielo benigno de azul intenso moteado de blanco nacarado. No destacaba ningún rasgo del panorama, pero todo era agradable. Al volverme para pasar por la trampilla, apenas veía la escalera. El ático parecía negro como una tumba comparado con la bóveda, el paisaje soleado de sotos, praderas y verdes colinas que tenían como centro la casa, que acababa de contemplar con deleite.

      La señora Fairfax se rezagó un momento para cerrar la trampilla, y yo encontré a tientas la salida del ático y comencé a bajar la estrecha escalera de la buhardilla. Me detuve en el largo pasillo estrecho y mal alumbrado, pues solo tenía un ventanuco en un extremo, que separaba las habitaciones delanteras y traseras de la tercera planta y parecía, con sus dos filas de puertas cerradas, el corredor del castillo de Barbazul.

      Al seguir lentamente mi camino, me sorprendió el último sonido que esperaba oír en un lugar tan tranquilo: una carcajada. Fue una carcajada extraña, clara y triste. Me paré; cesó por un momento el sonido y luego se reanudó más fuerte. Al principio, aunque clara, fue apagada, pero esta vez se convirtió en una risotada que parecía producir un eco en cada una de las habitaciones vacías, aunque salía solo de una, cuya puerta hubiera podido señalar.

      —¡Señora Fairfax! —grité, pues la oí bajar la escalera de la buhardilla—. ¿Ha oído usted esa carcajada? ¿Quién es?

      —Alguno de los criados, probablemente —respondió—, quizás Grace Poole.

      —¿La ha oído? —pregunté nuevamente.

      —Sí, claramente. La oigo a menudo: cose en una de estas habitaciones. A veces la acompaña Leah y muchas veces alborotan juntas.

      Se repitió la risa con su tono bajo, terminando con un murmullo peculiar.

      —¡Grace! —exclamó la señora Fairfax.

      Verdaderamente no esperaba yo que contestara ninguna Grace, porque la risa era tan trágica y sobrenatural como cualquiera que hubiera oído en mi vida, y me habría asustado de veras si no hubiera sido pleno día, y si el lugar y la ocasión hubieran sido propicios al miedo. Sin embargo, lo que ocurrió me demostró lo tonta que era por haberme siquiera sorprendido.

      La puerta más cercana se abrió y salió una criada, una mujer de entre treinta y cuarenta años, robusta y fornida, pelirroja y de rostro duro y poco agraciado. Es imposible imaginar una aparición menos romántica o fantasmagórica.

      —Demasiado ruido, Grace —dijo la señora Fairfax—. ¡Recuerda las órdenes! —Grace hizo una reverencia en silencio y volvió a entrar.

      —Es la persona que viene a coser y a ayudar a Leah con el trabajo de limpieza —prosiguió la viuda—; deja un poco que desear en algunos aspectos, pero no lo hace mal del todo. Por cierto, ¿cómo le ha ido con su alumna esta mañana?

      La conversación, dirigida de esta manera hacia Adèle, continuó hasta que llegamos a las regiones claras y alegres de abajo. Adèle se acercó corriendo a nosotras, exclamando:

      —Mesdames, vous êtes servies! —añadiendo—. J’ai bien faim, moi![9].

      Encontramos la cena servida y esperándonos en el cuarto de la señora Fairfax.

      Capítulo XII

      La promesa de una vida profesional sin tropiezos que mi llegada tranquila a Thornfield parecía augurar no se disipó al conocer mejor el lugar y a sus ocupantes. La señora Fairfax resultó ser lo que parecía, una mujer plácida y bondadosa, con una educación adecuada y una inteligencia normal. Mi alumna era una niña vivaz, mimada y consentida, por lo que a veces era algo díscola. Pero como fue encomendada totalmente a mis cuidados, y ninguna interferencia imprudente de nadie frustraba mis planes para corregirla, pronto se olvidó de sus caprichos y se tornó obediente y dócil. No poseía grandes habilidades, ningún rasgo marcado de carácter, ningún sentimiento ni gusto que la elevasen lo más mínimo por encima de cualquier otro niño, pero tampoco ningún vicio o defecto que la pusiera por debajo. Hacía progresos graduales, y a mí me mostraba un afecto vivo, si no muy profundo, y su sencillez, charla alegre e intentos de agradar inspiraron en mí un grado tal de cariño que ambas disfrutábamos de nuestra compañía mutua.

      Estas palabras, par parenthèse, pueden sorprender a aquellos que sostengan doctrinas solemnes sobre la naturaleza angelical de los niños y sobre la obligación de los responsables de su educación de profesarles una devoción idólatra. Pero no escribo para halagar el egoísmo de los padres, ni para pregonar la hipocresía, ni para apoyar las necedades; simplemente digo la verdad. Sentía una preocupación escrupulosa por el bienestar y los progresos de Adèle y cariño por ella, del mismo modo en que sentía gratitud hacia la señora Fairfax por su amabilidad y hallaba placer en su compañía en reciprocidad por la sosegada estima que ella me tenía y la prudencia de su mente y carácter.

      Quien quiera culparme es libre de hacerlo si añado, además, que, de cuando en cuando, al pasear sola por el jardín, o al acercarme a las puertas para mirar afuera, o al subir los tres pisos y traspasar la trampilla del ático para escudriñar, desde el tejado, los campos y colinas y el horizonte lejano, mientras Adèle jugaba con su niñera y la señora Fairfax preparaba gelatina en la despensa, anhelaba tener el poder de ver más allá hasta el mundo externo: los pueblos, las regiones bulliciosas de las que había oído hablar pero nunca había visto. Me habría gustado tener más experiencia práctica de la que tenía, más relación con mis semejantes, más conocimiento de diferentes personajes de lo que estaba a mi alcance en aquel lugar. Apreciaba la bondad de la señora Fairfax y de Adèle, pero creía que existían otras clases más brillantes de bondad y deseaba conocerlas.

      ¿Quién me culpa? Muchos, sin duda,


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