Jane Eyre. Knowledge house
de espantosa vigilia. El terror dominaba todos mis sentidos, un terror que solamente los niños pueden sentir.
No me sobrevino ninguna enfermedad grave ni prolongada como consecuencia del incidente del cuarto rojo. Solo dio una sacudida a mis nervios, cuya secuela me acompaña hasta el presente. Ah, señora Reed, a usted le debo muchos sufrimientos mentales, pero debo perdonarla, porque no sabía lo que hacía. Al atormentar mi pobre corazón, usted creía que corregía mi predisposición al mal.
Al mediodía del día siguiente ya estaba levantada, vestida y sentada, envuelta en una manta, al lado de la chimenea del cuarto de los niños. Me sentía físicamente debilitada y deshecha, pero mi peor enfermedad era una indescriptible desdicha mental, una desdicha que me arrancaba lágrimas silenciosas. En cuanto me enjugaba una lágrima de mi mejilla, otra ocupaba su lugar. Sin embargo, pensé, tendría que estar contenta, porque ninguno de los Reed estaba ahí. Habían salido en el carruaje con su madre. También Abbot estaba cosiendo en otra habitación, y Bessie, al ir de aquí para allá guardando juguetes y arreglando cajones, de vez en cuando me dirigía palabras de una bondad inusitada. Este estado de cosas debía parecerme un paraíso de paz, acostumbrada como estaba a una vida de reproches incesantes y humillaciones ingratas, pero, de hecho, mis nervios atormentados estaban en tal estado que ninguna tranquilidad podía apaciguarlos, y ningún placer calmarlos.
Bessie había bajado a la cocina y subió con una tarta sobre un plato de porcelana de alegres colores, en el que había un ave del paraíso, envuelta en una guirnalda de convólvulos y rosas, que siempre había despertado en mí la más ferviente admiración. Muchas veces había pedido que me dejaran coger el plato en la mano para examinarlo mejor, pero hasta ahora se me había considerado indigna de semejante privilegio. Ahora este valioso recipiente fue colocado en mi regazo, y se me animó cordialmente a que comiese el redondel de delicado hojaldre que yacía sobre él. ¡Flaco favor! Llegaba demasiado tarde, como la mayoría de los favores ansiados y negados durante tanto tiempo. No podía comer la tarta, y el plumaje del pájaro y los colores de las flores parecían extrañamente desvanecidos. Guardé el plato y la tarta. Bessie preguntó si quería leer un libro; la palabra «libro» sirvió de estímulo transitorio, y le rogué que me trajera Los viajes de Gulliver de la biblioteca. Había leído este libro con deleite una y otra vez. Lo consideraba un relato de hechos verdaderos, y encontraba en él un hilo de interés más profundo que en los cuentos de hadas. En cuanto a los elfos, que había buscado infructuosamente entre las hojas y flores de la dedalera, debajo de las setas y tras la hiedra que tapaba recónditos huecos en los viejos muros, me había resignado a aceptar la triste verdad: todos habían dejado Inglaterra por algún país bárbaro con bosques más silvestres y frondosos y una población más escasa. Sin embargo, como consideraba que Lilliput y Brobdingnag eran lugares reales de este mundo, no me cabía duda de que algún día, tras un largo viaje, vería con mis propios ojos los campos, casas y árboles menudos, las personas diminutas, las minúsculas vacas, ovejas y pájaros de un reino, y el maizal, alto como un bosque, los mastines descomunales, los gatos monstruosos y los hombres y mujeres gigantescos del otro. No obstante, al recibir entre mis manos el apreciado volumen, al volver las hojas y buscar en las ilustraciones maravillosas el encanto que, hasta ahora, nunca habían dejado de proporcionarme, lo encontré todo inquietante y lúgubre. Los gigantes eran enjutos trasgos, los pigmeos, diablos maliciosos y terribles, Gulliver, un tristísimo vagabundo por regiones temibles y espantosas. Cerré el libro, ya que no me atrevía a leerlo más, y lo dejé en la mesa junto a la tarta sin tocar.
Como Bessie ya había terminado de limpiar y arreglar el cuarto y se había lavado las manos, abrió un cajón repleto de maravillosos retales de seda y raso y se puso a confeccionar un gorrito nuevo para la muñeca de Georgiana. Mientras tanto, canturreaba; esta era su canción:
En los días que íbamos errantes,
hace tanto tiempo.
Yo había oído la canción muchas veces y siempre me había encantado, porque Bessie tenía una voz dulce, o así me lo parecía a mí. Pero esta vez, aunque seguía siendo dulce, la melodía me pareció infinitamente triste. A veces, cuando estaba distraída por sus tareas, cantaba el estribillo con voz baja y pausada.
«Hace tanto tiempo» recordaba la cadencia más triste de un canto fúnebre. Pasó a cantar otra balada, esta realmente lastimera.
Mis pies están doloridos y mi cuerpo fatigado
el camino es largo, y las montañas escarpadas;
el crepúsculo caerá pronto, lúgubre, sin luna,
sobre los pasos de la pobre huerfanita.
¿Por qué me han mandado tan lejos y tan sola
donde se extienden los páramos y se elevan las rocas?
Los hombres son crueles, y solo los ángeles
velan los pasos de la pobre huerfanita.
La brisa nocturna sopla suave y remota;
las estrellas iluminan un cielo sin nubes;
Dios, en su bondad, prodiga cuidados,
consejo y esperanza a la pobre huerfanita.
Aunque me caiga al cruzar el puente roto
o me pierda en el lodazal, atraída por los fuegos fatuos
mi Padre celestial, con promesas y afecto,
acogerá en su seno a la pobre huerfanita.
Hay un pensamiento que me debe dar fuerzas:
aun privada de refugio y familia,
el Cielo es mi casa, hallaré descanso;
Dios es amigo de la pobre huerfanita.
—Ande, señorita Jane, no llore usted —dijo Bessie al acabar. Igualmente hubiera podido decirle al fuego «¡No ardas!», pero ¿cómo había de adivinar el hondo sufrimiento que yo padecía? El señor Lloyd volvió a presentarse durante la mañana.
—¿Qué, ya levantada? —me dijo al entrar en el cuarto de los niños—. Bueno, Bessie, ¿cómo se encuentra?
Bessie respondió que yo estaba muy bien.
—Entonces debería tener una cara más alegre. Ven aquí, señorita Jane. Te llamas Jane, ¿verdad?
—Sí, señor: Jane Eyre.
—¿Has llorado, señorita? ¿Por qué? ¿Te duele algo?
—No, señor.
—Me imagino que llora por no poder salir con la señora en el coche —intervino Bessie.
—¡No es posible! Es muy mayor para llorar por semejante tontería.
Yo opinaba igual y, como la acusación falsa hirió mi amor propio, contesté enseguida:
—En mi vida he llorado por tal cosa: detesto salir en el coche. Lloro porque estoy muy triste.
—¡Qué vergüenza, señorita! —dijo Bessie.
El buen boticario parecía estar algo perplejo. Yo estaba de pie ante él y me miró fijamente con sus pequeños ojos grises, no muy brillantes, y creo que, desde la perspectiva de ahora, me parecerían astutos. Tenía un rostro de facciones duras pero expresión bondadosa. Después de contemplarme a su antojo, preguntó:
—¿Por qué te pusiste enferma ayer?
—Se cayó —interrumpió de nuevo Bessie.
—¿Se cayó? ¿Cómo un bebé? ¿Es que no sabe andar aún, con la edad que tiene? Debe de tener ocho o nueve años.
—Me tiraron —fue mi explicación escueta, arrancada por el deseo de salvar mi amor propio—, pero no me puse mala por eso —añadí, mientras el señor Lloyd tomaba una pizca de rapé.
Cuando guardaba la cajita del rapé en el bolsillo de su chaleco, se oyó la campana que anunciaba la comida de las criadas. Él supo su significado, y dijo a Bessie:
—La llaman, Bessie;