El paciente cero eras tú. Juan Carlos Monedero
Jones, The Big Ones
Nosotros, en la izquierda, tenemos una gran cantidad de ideas, pero una pobreza de estrategias políticas y líderes unificadores eficaces. Y allí donde hay personalidades carismáticas, éstas parecen estar principalmente a la derecha.
Walden Bello, «El mundo después del coronavirus»
La izquierda lleva cincuenta años escribiendo el mismo libro para intentar diagnosticar el presente, pero el presente se mueve muy deprisa y no termina de acertar. Sin embargo, sería injusto decir que no se aproxima. Han surgido problemas nuevos, se han agravado los viejos y ha crecido la conciencia sobre algunas desigualdades. La señal más evidente de la debilidad de la izquierda está en que sus propuestas suelen quedarse en deshacer los rotos creados o agravados por el neoliberalismo: de-crecer, des-globalizar, des-patriarcalizar, des-colonizar, des-mercantilizar…
Entonces es normal que con esos mimbres llegues otra vez a la socialdemocracia, a ese lugar entre los 70 y los 90 donde se abrieron algunas ventanas pero siguieron cerradas las puertas. Esto no es una metáfora misteriosa: se redujeron las desigualdades, pero no desaparecieron las causas de las desigualdades. Otra señal de esa debilidad está en que las propuestas socialdemócratas hoy parecen bolcheviques. Un joven no entiende por qué el mes de vacaciones pagado sea un derecho humano reconocido en la Declaración Universal de 1948.
Tampoco ha tenido mayor éxito la izquierda a la hora de predecir el futuro. Se suele dejar llevar por el optimismo –necesita dar buenas noticias a sus huestes– y pronostica que será todo tan estupendo en el socialismo que no hace ni falta plantear los contornos del día después. La verdad es que el futuro nunca está escrito, pese a lo que pronostiquen los gurús. De lo que se trata es de hacer un trabajo de análisis de las tendencias que nos han traído hasta aquí con el fin de ponerlas al servicio de empujar para construir el futuro que deseemos. Para equilibrar los miedos y las esperanzas. Porque el futuro no va a venir solo.
Google, Facebook, Amazon, Apple están haciendo predicciones de hacia dónde puede ir el mundo después de la pandemia. Tienen millones de datos y la forma de procesarlos. El big data es tan real como la covid-19. Los datos de cualquiera de nosotros ocupan varios gigas[1]. Ellos tienen mucha información de adónde es probable que se dirija el futuro. Aún más, están convencidos de hacia dónde va a ir, que se parece bastante al lugar hacia donde quieren que vaya. Mientras estabas distraído cazando Pokemon, te llevaban a la puerta de un MacDonald’s. Hay surcos profundos cavados en los últimos decenios sobre surcos anteriores. Caminamos por ese surco sin notarlo. ¿Podemos variar ese curso? Está claro que, de no cavar nuevos cauces, regresaremos a los mismos conductos.
El perfil del futuro se está construyendo ahora mismo: cuando nos creemos las mentiras que circulan sin freno; cuando no ponemos en cuestión lo que nos dicen los que tienen interés en convencernos de algo que nos perjudica; cuando asumimos que no hay alternativas. Construye el futuro cada cual en sus afanes, viendo decenas de series en Netflix, haciendo videoconferencias con activistas sociales o comentando con los vecinos lo que pasa. Mandando memes graciosos o llenos de odio, circulando bulos y articulando redes de apoyo vecinales. Haciendo lobby en las instituciones, doblando el brazo a los medios de comunicación e intentando colocar en el debate público perspectivas resignadas o críticas. Apoyando las mentiras de los políticos mentirosos o impulsando una política que recuerde que la verdad es revolucionaria. Confinados desde la responsabilidad o saliendo a las calles para protestar. El futuro no será igual haciendo unas cosas u otras. Vivimos en sociedad para burlar la muerte. Y viene en silencio una enorme amenaza de muerte y nos aísla, nos fragmenta, nos vuelve impotentes, nos despoja de todas las armas y herramientas trabajosamente fabricadas para sobrevivir, y es ella, silenciosa, microscópica la que se burla de nosotros[2].
[1] [https://www.xataka.com/privacidad/he-mirado-todos-los-datos-que-google-tiene-sobre-mi-y-confirmo-que-es-el-gran-hermano-definitivo].
[2] Juan Carlos Monedero, El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión, Madrid, FCE, 2011.
¿Qué hacer cuando las cartas al director son ahora virus y fake news?
Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquélla es propia de los hombres, en cuanto son hombres.
Marco Aurelio, Meditaciones, Libro IX
Ahora que el cielo está claro y el aire limpio, más fake news. Hay dos tipos de mentiras: las que son intencionadas y buscan un efecto en quien se considera –o quiere que se considere– el enemigo político, y las que sin ser intencionadas están sometidas a los grandes números –es decir, que si sólo lo hiciera uno, no pasaría nada, pero, cuando lo hacen muchos, ya es un problema–. Es lo que, en 1978, Thomas Schelling llamó micromotivaciones que generan macroconductas. Lo resume González Férriz: «De igual manera, puede entenderse que un tuitero semidesconocido quiera expresar su exasperación por el confinamiento con exabruptos, o que un periodista o un político aprovechen la situación para vindicar su posición ideológica, pero, cuando todos los tuiteros, políticos o periodistas hacen lo mismo al mismo tiempo, la conversación pública se convierte en el equivalente moral de un edificio en llamas»[1].
Estas mentiras no tienen aspecto de mentiras y son altamente contaminantes. La capacidad viral de las redes convierte a todo el mundo en epidemiólogo. La falta de intermediaros en la red, que inicialmente produjo una explosión de creatividad, pronto fue detectada por carroñeros organizados y también por depredadores individuales, y la convirtió en un vertedero donde las noticias falsas se difunden más que las verdaderas. Llaman más la atención, son más juguetonas. Ante un herido, la red no ha permitido, como se esperaba, que surgieran decenas de médicos; lo que emergen son miles de voluntarios para rematarlo. Viralidad y virus tienen la misma raíz.
Se le echó la culpa de todo a China, que, aunque tarde, fue la que más colaboró con la OMS –lo que llevó a Trump a afirmar que la OMS trabajaba para China–. Se construyeron bulos acerca de que el virus se había construido en laboratorios de guerra bacteriológica china o norteamericana. Se demostró que el virus no tenía manipulación. En virus anteriores se localizó hasta la cueva donde estaba el murciélago responsable del SARS. Como es evidente que China es un país autoritario y todos recordamos la imagen del ciudadano parando un tanque en Tiananmen, la acusaron de que su autoritarismo generó la expansión de la epidemia cuando lo real es que la epidemia ha aumentado el autoritarismo. Que en EEUU se persiga a los informantes que denuncian las atrocidades del ejército, que se silencie a la prensa libre, que se manipulen los datos para que, por ejemplo, gane el Brexit, son cosas que no parecen afectar a la calidad de la democracia. O señalar a México como responsable del contagio, cuando por cada 100 contagiados en EEUU hay uno en el país vecino. O plantear la necesidad de intervenir en Venezuela, cuando las cifras de contagio y muertos por el coronavirus en ese país son ridículas en comparación con España, Italia o Estados Unidos.
La covid-19 es usada en los Estados Unidos, patria de las fake news, para avanzar en cuestiones que le resultarían más problemáticas en tiempos de mayor control democrático. Así, han intentado prohibir los abortos en Texas y han aumentado las subvenciones a la escuela concertada. En la búsqueda de enemigos exteriores, se han hecho recortes en los organismos internacionales y se han concedido moratorias para que las empresas contaminantes sigan con sus emisiones de CO2. Al tiempo, Trump ha entregado a los más ricos del país –propietarios de fondos de inversión y de patrimonio inmobiliario en su mayoría– un regalo en forma de unos 80.000 millones de euros ahorrados en impuestos