El paquete. Sebastián Velásquez

El paquete - Sebastián Velásquez


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lo enfrenté, y ni recuerdo si le dije que no nos pegara, o si le grité que se fuera, o si me le atravesé en el camino. De ahí me quedó una cicatriz en la ceja que se ponía blanca cuando hacía mucho frío, y montones de morados que tardaron semanas en desaparecer.

      El caso es que cuando decidí salirme del colegio en tercero de bachillerato y fui a explicarle a mi mamá la decisión, ella me frenó. Yo quería decirle que eso no era lo mío, que los profesores nada tenían que enseñarme, que la vida estaba en la calle. Pero ella no me dejó hablar. Dijo que me callara, que yo era un hombre y que un hombre no tenía por qué dar explicaciones. Luego dijo que ya como un hombre que tomaba decisiones, y no siendo ella nadie para cuestionarlas, había llegado la hora de que armara mi propio mundo y me fuera de la casa.

      Yo en ese momento ni entendí de qué trataba, no le daba sentido a esas palabras. Pasaron los días y al verme sin reacción, como antes, me puso el ultimátum. Así terminó echándome de la casa, directa. Me echó al igual que antes había echado a mi papá, por borracho, dijo, aunque seguro que no lo quería más. A mí sí me quería, me quería mucho, yo eso lo sabía, pero la gente tomaba decisiones extrañas, traicionándose. Alirio, su nuevo esposo, seguro le había interferido la cabeza. Le estorbaba mi presencia, tenerme de testigo mientras se la pasaba haciendo crucigramas y metiendo vicio cuando ella trabajaba. Fue ese desgraciado quien le lavó la cabeza, seguro, que ella sola no hubiera salido con eso.

      El viaje al aeropuerto me recordó esa historia, ni sé por qué, y aparte los tragos me habían entrado mal. Yo ya venía alterado de antes, de la noche anterior, de siempre, y por eso inauguré la mañana con unas cervezas, aunque nunca con la intención de reventarme.

      Pero la razón de todo fueron las curvas de la carretera, como las vueltas que me había dado ya la vida. Fue el alejarme de la ciudad y comenzar a verla a la distancia, desde la montaña, a lo lejos, y los tragos. Se veía grandota, extendida en el valle y comiéndose las cabeceras de sus montañas, con su color rojizo descolorido, como de fiebre, y su nube de humo concentrado y negro en el centro. Y es que, como tanto lo había dicho de fiesta, Medellín era más que una madre para mí. Estaba claro pues, la ciudad a lo lejos terminó formándome ese nudo en la garganta. Me los recordó intactos, con sus gestos, como si esa distancia, al revés, los trajera cerquitica y toda esa historia hubiera pasado el día anterior.

      Los caminos de la vida, me sonó, son muy difícil de andarlos, difícil de caminarlos, yo no encuentro la salida. En medio de las curvas y los descontentos me empecé a sentir mal y no solo la memoria me empezó a dar vueltas. Me tocó pedir que paráramos, que estaba mareado y no quería trasbocar. Y estacionados, aproveché para distanciarme y hacer mis cosas, respirar a mis anchas y no tener que verles la cara, que ese conductor tampoco me había caído bien.

      Eso sí, me constó, ni mi papá en su momento, ni mi madre aquel día, ni por supuesto ese par de hijueputas, recostados contra el taxi, me vieron una sola lágrima.

      CONTINUAMOS MAL. No nos dejaron abordar el avión. El primer avión. Él lucía mal. Tenía un aspecto deplorable. Sucio. La camisa rasgada. Es buena persona. Intercedí. Se negaban. De nuevo medié. Finalmente accedieron. Hicimos aduana. Lo logramos. Nos dejaron montar. Miraban el paquete. Yo lo apretaba en mis brazos. No pusieron más obstáculo.

      Me asignaron la silla del medio. A él la ventana. En el pasillo iba un señor. Tenía el gesto rancio. De perro viejo. Vigilante. Nos evaluaba. Murmuraba frases secas. Sin alma. Parecía un coronel retirado. Estaba seguro. Era de la policía. Y nunca pude con ellos. Menos con los retirados. Odiaba verlos de oliva. Las medallitas. Los zapatos lustrados. El ejército era distinto. Allí se comía con ganas. No siempre se dormía. Se temía. Patrullábamos el monte. Sin coqueteos. Sin ojitos. Esperábamos lo peor. Forjábamos la voluntad. Como los hombres. Allá hubiera seguido. Pero tuve que salir.

      El Pitirri retomó. Que en la ventana no. Dijo. Parecía un niño chiquito. Daba excusas. Hablaba con rodeos. Le ofrecí mi puesto. No fue suficiente. Quería indisponer. Tomar el pasillo. El puesto del expolicía. Perro. Achacoso. Pero eso era otra cosa. Todo exoficial era inflexible. Solo obedecía. U ordenaba. Hablé de nuevo. Intercedí con la azafata. Concedieron. Apareció otro asiento. Se solucionó la situación. Se sentó en el pasillo. Otra hilera. Lejos. Al coronel no lo tocaron. Nadie quería eso. Nadie quería lidiar con un exoficial.

      Por fin descansaría. Pensé. Sus impertinencias. Interrupciones. Acecho. Eso pensé. Incapaz. Pero el expolicía se alteró. Y no cejó. Cuarenta minutos de vuelo. Se sintió ofendido. Refunfuñaba. Carraspeaba su garganta. Maldecía a media voz. Una voz militar de anciano. Inconfundible. Seca. Sin alma. Llena de falsos honores.

      Desde pequeño lo supe. Mi papá me lo enseñó. Este era un mundo de ilusiones. El enemigo era esquivo. No daba espacio. Tampoco había amigos. Había compañeros. Así era el ejército. Meses de intemperie. Comiendo micos. Gusanos. Culebras. Tomando agua terrosa. Cruda. Lluvia. Caminando horas. Noches enteras. Había que ser hombre. No había amigos. Solo compañeros. Útiles. Inútiles. Y la familia.

      Nunca entendí la operación. El símil. Él ya era un completo silencio. Lo calmó la golpiza. La vomitada. El nuevo asiento. Parecía. Pero yo erraba. El avión despegó. Algo pasó en las alturas. Algo traqueó en su mente. Los tragos resurgieron. Se multiplicaron. Enloqueció como nunca. Pero fugaz. Primero cantó. Luego la emprendió con la azafata. Le tocó el trasero. Gritó piropos sucios. Y se durmió. De golpe. Así era Orlando. Mi hijo. Sinvergüenza. Borracho. Insultaba. Armaba problemas. Luego dormía y no recordaba. Estaríamos mejor sin él. Ni falta haría. Ya no. Era otro bueno para nada. Su mamá se acostumbraría.

      El paquete yacía a mi lado. Intacto. Lo agarraba entre el brazo. Ya más seguro. Lo acariciaba. Me ausentaba del exmilitar. De su voz gangosa. Soñaba con un ascenso. Dudaba. También me sentía cansado. Quería ascender. O quería renunciar. ¿Dar un paso arriba? ¿Tomar otra dirección? Quizá ese era mi adiós. Pensé fortalecido. No más Pitirris en el futuro. Me lo merecía. Sin duda. El Jefe lo reconocería.

      CADA UNO A LO SUYO, ME DECÍA MI MAMÁ, y eso hacía yo de la vida. Me eché agua en la cara, espabilé a la fuerza, me organicé la ropa y a despertar. ¿Y por qué nadie dijo que no era un avión el que debíamos tomar, sino dos, y en un mismo día? Apenas me enteraba, sin desconfianza siquiera, pues ahora lo que había era tensión.

      En los aeropuertos las cosas eran de otro calibre, un nivel que no tenía la calle. Para donde se mirara había vigilancia, cámaras, alarmas, rayos equis, perros rastreadores. No faltaban los policías ni los encubiertos, ni mucho menos los ciudadanos vendidos. Por fortuna, la pasma casi se me había pasado y ahora estaba alerta, o casi alerta.

      Sucedió en cuestión de segundos, en un parpadear de ojos que hasta a mí me sorprendió. Lo tenían rastreado, seguro, vaya uno a saber desde cuándo. Le cayeron directo, uno por un lado y otro por el otro, lo arrastraron y se esfumaron por una puerta gris. Yo me salvé por rezagado, cada vez más despierto, pendiente de un culito que se movía por ahí. Nadie alrededor se dio cuenta de lo que pasaba, ciegos a este tipo de movidas. Caminé con disimulo y seguí de largo, alcancé un quiosco y pedí un café. Me senté en una sala con pantallas en el techo donde trasmitían una de acción. A mi lado solo se veía gente bien vestida y un equipo de deportistas, todos uniformados. Desde allí, dando sorbitos para no quemarme la lengua, miraba alrededor por si me estaban fichando pero nadie parecía interesado en mí.

      Me paré y caminé hasta el teléfono público. Llamé a mi Padrino, medio confundido, pero repicaba ocupado. No sabía cómo proceder y el plan B era demasiado vago. Cada uno cargaba su tiquete aéreo en caso de contratiempos, pero el paquete lo llevaba él. Faltaba una hora para tomar el segundo avión pero no tenía sentido irme vacío. Tampoco tenía sentido quedarme estacionado en Bogotá ni evidenciarme de más en ese aeropuerto.

      Me senté a terminar mi café y a esperar a distancia, con buena visibilidad sobre la puerta gris que encerraba al Flaco. Era difícil concentrarme y no exponerme mucho. Debía verme relajado, no mostrar interés. En ese intento por pensar en otra cosa el escenario me empezó a torcer la imaginación: pechugas, muslos y contramuslos, filetes forrados, rabadillas y pescuezos alargados. Pasaban


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