Jonathan Edwards. Harold P. Simonson
en una posición primordial como canal de la experiencia religiosa, Edwards consideraba que es toda la persona, combinando el corazón y la mente como afectos, la que participa de toda experiencia religiosa genuina.
Confío en que esta introducción a los paradigmas de Edwards transmitirá algunos de los conceptos esenciales de su visión, hasta tal punto que usted se sienta lo bastante intrigado como para leer sus obras. Le prometo que será un viaje tan desafiante como gratificante.
Dr. Kenneth Minkema
Jonathan Edwards Center Universidad de Yale
PRÓLOGO por DOUGLAS A. SWEENEY
Me alegra mucho ver la traducción al español de esta obra clásica sobre Edwards y el corazón del cristiano, porque nos enseña mucho sobre lo que quiere hacer Dios en nosotros por medio del Espíritu Santo.
Como leerá en las páginas siguientes, Jonathan Edwards enseñaba, basándose en las Escrituras, que cuando Dios convierte a los pecadores, lo más importante que hace es renovar sus corazones. Les llena de su Espíritu; altera sus “afectos”. Insufla en sus almas el anhelo profundo de caminar con Él, de conocerle mejor y de honrarle en todo lo que hagan.
De modo que cuando Edwards aconsejó a las personas sobre la posición que tenían delante de Dios, no les habló principalmente de los aspectos externos de la religión. Les preguntó qué cosas amaban, cómo deseaban invertir su tiempo, a qué aspiraban en la vida. De hecho, el núcleo central de sus 35 años de ministerio pastoral se centró en ayudar a las personas a discernir la obra del Espíritu en sus vidas, transformando sus deseos y reordenando sus amores.
Edwards afirmaba que Dios está activo, de una forma real y activa, en nuestros quehaceres cotidianos. Además, Dios diseñó a los seres humanos para cooperar en su misión de amor redentor en este mundo. Pero nosotros no podemos hacer esto bien, no podemos vivir conforme a ese plan, sin la ayuda del propio Espíritu de Dios. En realidad, el Espíritu juega un papel esencial en los corazones de las personas que medran en este mundo.
Edwards insistía a los suyos que la conversión es algo real. Puede concedernos un corazón nuevo. Puede mostrarnos la verdad divina. Puede liberarnos de las inclinaciones autodestructivas. Puede ayudarnos a encontrar la plenitud en las cosas que satisfacen verdaderamente. Puede ponernos en contacto con Dios, salvar nuestra alma y hacer que nuestra vida cotidiana sea emocionante e importante. ¿Qué podría ser mejor que esto, entonces o ahora?
Douglas A. Sweeney
Profesor de Historia de la Iglesia y del pensamiento cristiano
Director del Jonathan Edwards Center Trinity Evangelical Divinity School
PRÓLOGO ERNEST KLASSEN
Estoy profundamente agradecido a CLIE por su iniciativa al dar a conocer en español esta obra sobre el pensamiento de Jonathan Edwards como teólogo del corazón, una obra que se publicó originariamente como una serie de reimpresiones sobre la excelencia académica. Edwards es la personificación del dicho “la mente y el corazón van de la mano”. Sin duda, Edwards fue un teólogo brillante que tiene una influencia tremenda en nuestro mundo actual. Pero su concepto del corazón es genuino y profundo, y contiene ideas estimulantes que son muy importantes para quienes pretenden integrar la mente, el corazón y la práctica (la cabeza, el corazón y las manos, o el cerebro, el corazón y la conducta). En mi opinión, su obra clásica sobre los afectos religiosos sigue sin tener rival. Simonson hace un trabajo excelente al presentar a Edwards como un teólogo del corazón. El concepto que tiene Edwards de la conversión y del corazón avivado, su experiencia y sus reflexiones teológicas sobre el Primer Gran Despertar (donde fue tanto protagonista como crítico), además de su visión sobre la gracia y la gloria de Dios, justifican por entero el dinero invertido en este libro.
Edwards habla de conceptos como la belleza y la imaginación santificada de una manera que sigue resultando útil tanto para los académicos como para cualquier otra persona. Su tratamiento del lenguaje y del papel que este juega en los sermones es importante, así como muy útil.
Me siento honrado porque CLIE me haya solicitado que presente al mundo hispanohablante el pensamiento de Edwards; encontrará mi aportación en los dos apéndices de esta obra. En el primero intento demostrar su importancia para una comprensión más plena del avivamiento. Edwards, por sus cualidades de equilibrio, apertura y sabiduría, resulta especialmente útil para quienes anhelan un tipo de avivamiento que refuerce los valores esenciales de la Reforma. En el segundo apéndice he tenido la intención de destacar algunas de las maneras únicas en las que Edwards habla al mundo de habla hispana moderno. Creo que Edwards es especialmente importante para ese ámbito en asuntos tales como la relación entre mente y corazón, el valor que tiene ministrar juntos como pareja y su pasión por la gloria de Dios. Confío en que mis reflexiones sobre la relevancia que tiene Edwards para los líderes hispanohablantes le estimulen a leer las obras de Edwards. No es “de lectura fácil”, pero se verá más que compensado por perseverar y analizar las consecuencias que tiene su pensamiento para su vida y para su esfera de influencia.
Ernest Klassen
Autor de La predicación que aviva:Lecciones de Jonathan Edwards (CLIE, 2016) Pastor de la Comunidad Cristiana El Campello, http://www.elcampellochristiancommunity.org/ Decano académico de INFORMA (España) institutoinforma.com
JONATHAN EDWARDS:
Un teólogo del corazón
Harold P. Simonson
Para mi familia, con un recuerdo especial
de St. Andrews
PREFACIO
a la edición de 2009
Si el teólogo Jonathan Edwards (1703-1758) hubiera vivido cien años antes, habría disfrutado de relaciones sociales con personas con quienes se habría avenido bien: los calvinistas estadounidenses Thomas Hooker, Thomas Shepard, John Cottton, personas carentes de todo rival en su predicación y su erudición. Edwards, que nació solo tres años antes que Benjamin Franklin (1706-1790), se enfrentó al arminianismo herético y a todo tipo de disensiones religiosas: una democracia política incipiente, no una sagrada Confederación; el deísmo y el ingenio yanqui en lugar del santo visible que da testimonio de su experiencia de redención.
En 1759, el laicado liberal expulsó a Edwards de su púlpito en Northampton, que había ocupado durante veintitrés años. Sospechando lo que le aguardaba, Edwards había compartido sus inquietudes mediante una dilatada correspondencia con determinados ministros escoceses, como John Erskine de Edimburgo, William McCulloch de Cambuslang, John MacLaurin de Glasgow, James Robe de Kilsyth, Thomas Gillespie de Carnoch y John Willison de Dundee, que se veían muy apurados para mantener sus propios fundamentos calvinistas. Con unas palabras tremendamente personales, Edwards expresó su angustia a esos ministros escoceses. Lamentablemente, se mudó con su familia a Stockbridge, y durante siete años fue el pastor de esta reducida congregación fronteriza y sirvió como misionero entre los indios mohicanos. Al año siguiente, el colegio universitario de Nueva Jersey (hoy día Universidad de Princeton) le confirió el cargo de presidente, el tercero de esa institución; tres semanas más tarde, ese mismo año, murió a consecuencia de una vacuna contra la viruela.
La llamada “tragedia de Northampton” que le envió al “desierto” se achacó frecuentemente a una teología exhausta que admitía la faceta oscura de la condición humana, la mancha intensa del pecado y sus consecuencias eternas a menos que el individuo recibiera el nuevo nacimiento por medio de la gracia amorosa de Dios. En una época temprana, tanto en su Diario como en sus Resoluciones, obras escritas antes de cumplir los veinte años, Edwards ya había empezado a sondear sus propios abismos genuinos, lugares en que la vida se vuelve compleja y melancólica. Llegó incluso más abajo en su Narrativa personal, escrita cuando sobrepasaba los cuarenta años. Como el poeta Robert Frost, que escribió “Me he familiarizado con la noche”,