Jonathan Edwards. Harold P. Simonson
eclesiástica de Boston, eligió el mismo tema, “Dios glorificado en la dependencia humana”, un sermón que dejó inequívocamente clara su postura frente a los agitados arminianos que estaban sentados entre el público.
Fue durante esos últimos meses en Nueva York cuando Edwards experimentó no solo las primicias del Espíritu, sino también el coste que estas suponen. En términos paulinos: todo su ser gemía en su sufrimiento, a pesar de que, como esperanzador contrapunto, siguió redactando más resoluciones. Su diario, sobre todo mientras fue tutor en Yale, revela una mente muy reflexiva y melancólica. Una explicación parcial surge de los problemas que seguían conmocionando al colegio universitario desde la insurrección de 1722, cuando el rector Timothy Cutler —que era tutor— y dos ministros vecinos renunciaron al congregacionalismo y, como lealtad al gobierno legal, se declararon episcopales. Cuando Edwards asumió sus deberes en mayo de 1724 el colegio seguía sin contar con un director. Aparte de los fideicomisarios que, alternadamente, ocuparon el cargo de vicerrector, solo tres tutores, incluyendo a Edwards, componían el personal docente. Por consiguiente, sobre ellos recaían todas las tareas administrativas y educativas cotidianas. Después de estar atrapado en estas circunstancias durante un mes, Edwards ya hablaba de “desaliento, temor, perplejidad, multitud de cuitas y distracciones de la mente” (I, lxxvii). Y tres meses más tarde: “Las cruces de la naturaleza que he encontrado esta semana me hicieron caer bastante por debajo de los consuelos de la religión” (I, lxvii). El siguiente junio escribió que estaba tan “apático” que lo único que le proporcionaba algún consuelo eran las conversaciones o el ejercicio físico. Su única entrada para el año 1726 resumió todo ese periodo complicado: “Ha sido un lapso de tres años en el que me he visto preso, en su mayor parte, en un estado y una condición de abatimiento, miserablemente insensible, frente a lo que yo solía ser en lo tocante a las cosas espirituales” (I, lxxviii).
Estos años evidencian que la conversión de Edwards no fue un suceso instantáneo, sino más bien una sucesión de perturbaciones cada vez más profundas que, implacablemente, produjeron en su ser una consciencia de su debilidad natural, incluso su impotencia, junto con el sentido de la gracia divina. Raras veces conoció la tranquilidad o lo que él más tarde llamó “dulce complacencia en Dios”, sin ser consciente también de temblores inquietantes en su alma. Su Narración personal se vuelve de lo más dramática cuando describe no solo su deseo de verse tan absorbido en Cristo, sino también su sensación omnipresente de indignidad. Ni siquiera su llegada a Northampton en 1727 para ocupar el púlpito junto a su ilustre abuelo ni su matrimonio con Sara Pierrepont, ese mismo año, disolvieron esos sentimientos antitéticos. En lugar de eso, su consciencia creciente de las “dulces y gloriosas” doctrinas del evangelio evidenciaba, en contraste, la sensación de su “maldad infinita”. La importancia de esta sensación doble se derivaba de la naturaleza de la madurez religiosa. Por supuesto, no es que Edwards se hubiera vuelto más malvado, sino que su conciencia profundizada le permitía verse con mayor transparencia. Como en el caso de Pablo, que aun regenerado se consideraba “el mayor de los pecadores”, Edwards, que se consideraba bendecido por “la dulce gracia y el amor” de Dios, se veía también como alguien que merecía “el lugar más profundo del infierno”. En ambos casos la conversión supuso una nueva forma de entenderse a sí mismo en relación con Dios.
Aunque es importante admitir que la juventud de Edwards fue un momento de ferviente despertar religioso, es incluso más crucial recordar que las experiencias religiosas de Edwards, tanto si conllevaban una carga de pecado como de santidad, constituyeron el fundamento de su vida. No entender esto supone ignorar el significado esencial de todo lo que escribió más adelante en su vida. En la historia intelectual de Estados Unidos ha habido pocas personas que enraizasen más profundamente que Edwards sus escritos en la experiencia privada. Para él, se trataba de una experiencia cristiana. Como ingredientes de esa realidad tenía las doctrinas del pecado y la salvación, el juicio, la gracia y la elección. Las defendía porque experimentaba esa realidad, no porque quisiera defender el calvinismo per se. Lo que Edwards definió repetidamente como “un sentido del corazón” nacía de ese sentido personal, empírico.
Por supuesto, podemos argumentar que la fuerza subyacente en los tratados principales de Edwards fue también polémica, y que esas obras iban destinadas a hombres y cuestiones teológicas concretas de su época. Así, por ejemplo, su Tratado sobre los afectos religiosos fue una respuesta a los racionalistas; su Humilde estudio sobre las cualificaciones de la comunión respondía a aquellas personas, incluso dentro de su propia congregación, que respaldaban la postura de Stoddard y el Pacto del Camino Intermedio*; su Libre albedrío buscaba el blanco claro de los arminianos; y su Doctrina sobre el pecado original fue una respuesta directa al reverendo John Taylor.
Sin embargo, debemos reiterar la idea de que Edwards quiso que sus grandes tratados intelectuales quedasen corroborados por el corazón humano. Sus propios afectos religiosos fueron el motor de esa redacción. Un rasgo distintivo implícito en su teología general, incluso cuando se mostraba fríamente polémica, es la centralidad que otorga al ser humano y a la condición de su corazón… siempre en relación con Dios. Si, tal como sugiere John MacQuarrie, una teología existencial presupone al hombre como un “yo” único distinto a la naturaleza y personalmente responsable ante Dios, entonces a Edwards se le puede llamar existencialista.2 Edwards se veía a sí mismo bajo esta luz existencial, y creía que solamente al separar al ser humano de la naturaleza puede este conocer su verdadero ser y su unicidad. Así, alcanza su destino no al perderse en la naturaleza, ni al conservar su condición caída dentro de ella, sino solo cuando recibe gracia para vivir aparte de ella y en relación con un Dios personal de la historia; un Dios iracundo, lleno de gracia, viviente. Este Dios no es nunca un mero Emprendedor Inmóvil, una Primera Causa, un Absoluto Intemporal. Tampoco es el Dios de la especulación y el entendimiento filosóficos. Haciéndose eco de Pascal, Edwards declaró que Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; de hecho, el Dios soberano del ministro y teólogo más destacado de Northampton.
2. Locke y el empirismo
Los dos factores básicos en la psicología de Edwards eran (1) lo especulativo o conceptual y (2) lo intuitivo. Al primero también lo llamaba “entendimiento”, y al segundo “voluntad”, “inclinación”, “afecto” o “sentido del corazón”. En este estudio nos ocuparemos sobre todo de este último, y ya hemos destacado que los primeros escritos de Edwards, su Diario y sus Resoluciones, así como su obra maestra autobiográfica, Narración personal, derivan todo su tono de esta faceta afectiva de su experiencia. Si tenemos en cuenta que esos escritos expresan tan íntimamente sus experiencias durante su época en Yale, no nos sorprenderá descubrir que en estas tres obras no alude a ningún otro libro que no sea la Escritura. Este hecho sugiere la primacía, así como la privacidad, con la que consideraba sus convicciones religiosas cada vez más profundas.
Sin embargo, sabemos que el currículo de Yale incluía el latín, el griego, el hebreo, la teórica ramista y la lógica, y que entre sus materiales habituales figuraban las Medulla y las Tesis y casos teológicos, de William Ames. Basándonos en el tratado sobre los arcoíris que escribió Edwards antes de entrar en Yale podemos aventurar que había leído la Óptica de sir Isaac Newton, y cuando era estudiante universitario devoró la obra de John Locke Ensayo sobre el entendimiento humano. En su último año de carrera pidió a su padre que le enviase “la Geometría de Alstead y la Astronomía de Gassendus”, además de El arte de pensar, de Antoine Arnauld y Pierre Nicolet.3 Cuanto más examinamos estos años formativos, más evidente es que junto a la creciente consciencia religiosa de Edwards se iba forjando un impresionante recorrido intelectual. Es cierto que ambas facetas no se pueden separar arbitrariamente, pero Edwards insistía en una naturaleza doble del conocimiento, y durante sus años como estudiante formuló lo que se parecía superficialmente a esta división de categorías. La idea incluso más importante sugiere que en esta época Edwards intentaba comprender todo el fenómeno de la propia mente, un fenómeno que verificaba diariamente en su propia vida emocional e intelectual. Resulta instructivo observar el modo en que realizaba Edwards esta tarea.
Cuando tenía 16 años y cursaba el último año de Yale, escribió lo que se ha llamado “uno