Jonathan Edwards. Harold P. Simonson
figuran dos entradas que podríamos calificar de ensayos: “Sobre la existencia” y “Los prejuicios de la imaginación”, y al final de las Notas hallamos un esbozo que, aparentemente, él quería usar como un tratado sobre la mente, que ya había proyectado pero no había escrito. Este documento, admirablemente reconstruido por el profesor Leon Howard, revela el despertar intelectual del Edwards que se convertiría en la mente más destacada de los Estados Unidos del siglo XVIII. Podríamos remontarnos aún más en las obras “intelectuales” de Edwards llegando a aquellas composiciones breves pero notables que redactó antes de entrar en Yale: ensayos sobre el alma, las arañas voladoras y los arcoíris. Pero es dentro de las Notas donde hallamos la primera indicación sólida de que aquí tenemos a un joven con una agudeza intelectual impresionante.
El hecho de que John Locke fuese una fuerza poderosa para su crecimiento no minimiza ni por un instante la afirmación de que Edwards, incluso de joven, fue un pensador independiente. Para el estudiante universitario, el Ensayo de Locke fue un verdadero tesoro (como “puñados de plata y de oro”, dijo Samuel Hopkins, un amigo personal de Edwards y su primer biógrafo5), donde encontró serenas especulaciones sobre la mente y sobre su percepción de la realidad. Aunque cautivado por las ideas de Locke, Edwards siguió estando inquieto, deseando en todo momento trascender a Locke y buscando más de lo que este podía darle. El joven Edwards consideraba atractivo el concepto de causa natural y efecto de Locke porque implicaba un diseño universal, pero también especuló más sobre la naturaleza de ese diseño. Le atribuía las cualidades teleológicas de igualdad, correspondencia, simetría y regularidad. Pensaba en él en términos de armonía y de proporción. Se aventuró incluso más hacia la postura idealista de considerar que toda la materia y las proporciones eran “sombras” del ser supremo en una proporción unitaria.
Dilucidar si a estas alturas leyó o no a George Berkeley es menos importante que el hecho de que la propia reflexión de Edwards, notablemente meticulosa, le llevó a un idealismo temprano.6 En él participaba un Creador o Mente divina en quien todas las cosas confluyen con una armonía perfecta. La esencia de esta armonía es el amor divino. La analogía de Edwards es concreta: “Cuando una cosa armoniza dulcemente con otra, como las notas en la música, las notas están conformadas de tal manera, y mantienen semejante proporción unas con otras, que parecen respetarse mutuamente, como si se amaran unas a otras. De modo que la belleza de las figuras y de los movimientos es… muy semejante a la imagen del amor”. La “dulce armonía” entre las numerosas partes del universo se convierte en la imagen del “amor mutuo”. Lo que Locke había concebido como la ley natural era para Edwards un universo en el que todas las cosas consienten al todo con amor. En este consentimiento se hallaba el Ser verdadero o, usando uno de los grandes términos de Edwards, la auténtica “excelencia”. Aquí Edwards luchaba contra un concepto mediante el cual intentaba reconciliar el ser finito y el infinito. Él pensaba que esta reconciliación se produce cuando el uno consiente al otro. En resumen: la excelencia es esa apoteosis en que el ser consiente al Ser. La naturaleza de este consentimiento es el amor: “La excelencia espiritual se resuelve en amor”.7
Estas son ideas majestuosas para cualquier persona tenga la edad que tenga, pero Edwards, a sus dieciséis años, acababa de empezar. Había establecido al Creador como un Ser infinito y como la perfección de la excelencia. Había argumentado que toda la materia, incluyendo el mundo natural del ser humano, subsiste dentro del Ser infinito y por medio de él. Además, había demostrado que la verdadera excelencia consiste en el acto de consentir con amor. Estos son conceptos que en obras posteriores refinaría y daría lustre.
Las Notas demuestran que al joven Edwards le preocupaban otras cuestiones intelectuales allá en New Haven. Parecía dispuesto a aceptar el concepto lockiano de la sensación como fuente del conocimiento para la mente. Para Locke, todo conocimiento dependía de ideas forjadas por la experiencia sensorial. Sin embargo Edwards se planteaba la verdadera fuente de esas sensaciones que son transmitidas a la mente. Las sensaciones, ¿“reflejan la apariencia” de un Ser supremo, volitivo? Aparte de esto, ¿la mente es pasiva al recibirlas, como sostenía Locke? A Edwards la mente la parecía “abundantemente activa”. La memoria, la imaginación, el juicio, eran facultades mentales subsistentes en la actividad. Edwards afirmaba, por ejemplo, que incluso en los momentos de descanso la imaginación dispone “marcas o manchas en el suelo o en la pared” formando “conjuntos y figuras regulares”.8 Obviamente, no todas las preguntas que planteaba sobre la naturaleza de la experiencia sensorial y sobre el entendimiento se podían responder por medio de la sensación lockiana.
Edwards también bregaba con el problema de la voluntad, la fuente o impulso de los actos humanos. Este tema le preocupó durante el resto de su vida. Él preguntaba qué determinaba nuestros actos. Por sugerente que fuese, Locke tampoco podía proporcionar explicaciones idóneas. El concepto lockiano de que nos impulsa la mera intranquilidad no explicaba lo que Edwards creía que era la señal distintiva de la consciencia humana, es decir, la capacidad de reflexionar sobre lo que sucede dentro de la propia mente. Él decía que mientras que el animal solo tiene una “consciencia directa”, o una consciencia meramente pasiva, involuntaria, el ser humano puede observarse contemplativamente; fue “creado para los ejercicios y los placeres espirituales, y por consiguiente tiene la capacidad, mediante la reflexión, de ver y contemplar las cosas espirituales”. Por consiguiente, prosigue Edwards, “el hombre es capaz de tener religión”.9
La idea a destacar en este caso es que, ya desde el principio, Edwards vinculó inexorablemente la religión con la voluntad. O, planteando la cuestión de otra manera, fue más allá de la psicología lockiana para llegar a la religión. La gran contribución de Edwards a la epistemología —una contribución que desarrollaría plenamente en su Tratado sobre los afectos religiosos, publicado casi treinta años más tarde— hunde sus raíces en esta insistencia temprana en que la contemplación de las cosas del espíritu determina en cierto sentido quiénes somos y qué hacemos. Por el contrario, la ecuación lockiana prescribía que la percepción por medio de la sensación gobierna nuestro pensamiento y nuestra acción. A su vez, Edwards argüía que el acto nace de la voluntad, que por sí misma está determinada por “ejercicios y placeres espirituales” antecedentes. Sin decir nada todavía sobre el pecado original o sobre aquellos motivos que daban como consecuencia el amor por uno mismo, afirmó que el más sublime de tales ejercicios es la contemplación (la “existencia mental”) del Bien, sin asociar con ella necesariamente ninguna sensación lockiana. Conformó esta idea llamando a esta existencia mental “la percepción del Bien que tiene la mente” o, un paso más allá, “el máximo grado de aprehensión, o percepción, o idea” del Bien. Entonces, ¿qué determina la voluntad, que más tarde él llamaría “los afectos religiosos”? Sostuvo que es la “profundidad” de este sentido, “la claridad, vivacidad y sensibilidad del bien, o la intensidad de la huella que deja en la mente”.10 Los términos son lockianos, pero el concepto no lo es; porque lo que Edwards intentaba describir por medio del lenguaje de la sensación es una dimensión de la existencia que trasciende la propia sensación.
Por primera vez se enfrentó a las limitaciones del lenguaje. Esa frustración le acompañaría en los años venideros; su solución fue su gloria literaria. Interesado ahora por esta sensación profundizada del Bien que determina la voluntad, formuló una distinción clave entre dos tipos de conocimiento del bien. Dijo que era como la diferencia entre la persona “que acaba de gustar la miel [y] tiene una idea clara de sus beneficios” y la persona “que nunca la gustó, aunque también cree plenamente que es muy dulce, tan dulce como lo es”.11 La distinción se traza entre un conocimiento intuitivo determinante y un conocimiento racional o especulativo. El primero permite que el individuo experimente el poder iluminador de la excelencia divina; el segundo le confina al mundo natural de la sustancia y la lógica. La diferencia concierne al sentido del corazón como algo distinto a la comprensión especulativa.
Lo que convierte a las Notas en una lectura tan extraordinariamente emocionante es la aparición de determinados patrones y estrategias, reiteradas en sus “Miscelánea”, que se pueden considerar indicadores de los éxitos que obtendría Edwards en su madurez.12 Un elemento central en su desarrollo es esta distinción entre un entendimiento