Jonathan Edwards. Harold P. Simonson

Jonathan Edwards - Harold P. Simonson


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por el que Edwards no cayó en la estela de los epistemólogos británicos que vinieron después de Locke es un misterio que escapa a la razonabilidad de la fe cristiana. Así, Haroutunian afirma que el interés que sintió Edwards por la especulación filosófica “desapareció a la par que su juventud”, sustituido por una visión cada vez más profunda de la santidad (“un sentido de la gloria del Ser divino”, como escribió Edwards en su Narración personal), que se convertiría en el tema de sus obras de madurez.3 Miller, por otro lado, especula menos plausiblemente que fue el aislamiento del valle del Connecticut el que “protegió” a Edwards de Hume y de pensadores afines,4 aunque Miller añade que Edwards había recibido de antemano “determinados conceptos procedentes de su naturaleza religiosa”.5 Estos conceptos pertenecían nada menos que al misterio de la Escritura y al sentido de la gloria divina inspirado en el interior de Edwards.

      Si Edwards hubiera estado menos curiosamente alterado, disponía de muchísimas oportunidades de haber adoptado un rumbo teológico distinto incluso dentro del protegido valle del Connecticut. Por toda Nueva Inglaterra se extendía un vigoroso liberalismo que surgía de lo que Herbet W. Schneider llama “una pérdida del sentido del pecado”.6 El gobierno teocrático se había visto minado por todo tipo de influencia social, política y económica, entre las que destacaba el fenómeno pernicioso llamado “prosperidad yanqui”. El lujo y la seguridad que proporcionaban las ciudades más grandes libraron a las generaciones posteriores de los rigores que habían fortalecido la vida comunitaria anterior. En el ámbito eclesial, el estricto Pacto de la gracia que constituía el fundamento incuestionado y profeso de la membresía visible en la Iglesia se había visto gravemente perjudicado, primero debido a la Plataforma de Cambridge de 1948, que permitía bautizar a los hijos de los miembros regenerados (niños que no habían hecho profesión de fe), y luego por el Pacto del Camino Intermedio de 1662, que permitía bautizar incluso a los hijos de los miembros que no habían profesado su fe. Aunque la normativa de 1662 no permitió que estos miembros participasen de la Santa Cena, el propio Solomon Stoddard, del valle del Connecticut, se deshizo de esta restricción mediante la publicación de La doctrina de las iglesias instituidas (1700), con el propósito de demostrar que ese sacramento no era un privilegio reservado para los regenerados, sino más bien un medio de salvación abierto a los no regenerados. Después del golpe de gracia de Stoddard no hacía falta nada más para obtener el triunfo completo del liberalismo que los argumentos revolucionarios relativos al gobierno democrático de la Iglesia, que propuso John Wise en su influyente obra Justificación del gobierno de las iglesias de Nueva Inglaterra (1717). Wise afirmaba que la sociedad civil ya no debía adoptar como modelo los principios teocráticos de la Iglesia. Había que dar un vuelco a todo ese asunto, invertir la filosofía puritana de la Holy Commonwealth*, de modo que la Iglesia se viera obligada a seguir el modelo democrático de la sociedad civil. La consecuencia que tuvo esta victoria para el laicado y para la democracia secular, dice Schneider, fue nada menos que “el destronamiento de Dios”.7 En unos términos que aplaudía el próspero bostoniano y que aborrecía Edwards el calvinista, la sociedad rechazaba el sentido del corazón sustituyéndolo por el del dinero.

      A pesar del aislamiento que le proporcionaba su naturaleza fronteriza, Northampton no ofreció a Edwards ninguna protección frente a estas condiciones. La comunidad no solo era una de las más grandes y prósperas de la colonia —orgullosa además de su moral, su reputación y su cultura— sino que desde el mismo púlpito que ocupaba ahora el “jovenzuelo enfermizo y estudioso”8 llegaba el mensaje de liberalismo de Stoddard, que durante veinte años se propagó por todo el campo. El camino más evidente que podía seguir Edwards era el que había trazado Stoddard. Aun el igualmente venerable Cotton Mather, que murió el año antes que Stoddard, proporcionó alternativas sutiles al tortuoso calvinismo que propugnaba Edwards. Ya antes Mather se había opuesto al concepto comprometido de la Cena del Señor como “medio eficiente” de salvación, pero en años posteriores expuso su propio liberalismo evidente en obras como La religión razonable (1700), Bonifacio, o ensayos para hacer el bien (1710), La razón satisfecha y la fe establecida (1712), y El filósofo cristiano (1721). De una u otra manera todas estas obras iluminaron la avenida cada vez más amplia del pensamiento estadounidense del siglo XVIII. Por lo tanto, no existía “seguridad” para el calvinista dieciochesco, ni siquiera para quien conocía la obra de Locke y de Newton. Tampoco hay explicación pragmática para la compulsión que sentía Edwards a viajar por el otro camino, que se vería marcado por experiencias desconocidas aun para las personas que le eran más cercanas.

      La seguridad de Edwards provenía de un calvinismo que su propia hambre espiritual, su ansiedad y su gozo habían autentificado y que, a su vez, había proporcionado el fundamento doctrinal para su teología del corazón. Entre sus dogmas principales se contaba el de la soberanía absoluta de Dios. Edwards no sentía simpatía alguna por la opinión popular de que Dios y el ser humano estaban, por así decirlo, montados en un subibaja: cuando Dios sube con su sentido común y su inventiva, Dios debe bajar en consecuencia. Pero lo cierto es que era al revés. Sin embargo, la auténtica verdad no radicaba en semejante imagen, en absoluto. Dios es infinito, el hombre es finito, y por lo tanto la diferencia entre ambos es infinita. La única mediación se encuentra en Cristo. El hombre depende por entero del Hijo de Dios para recibir toda su sabiduría, justicia y redención. Que todos los hombres que parecen “eminentes en santidad y abundantes en buenas obras” escuchen la verdad: existe “una dependencia absoluta y universal de Dios por parte de los redimidos para obtener todos los beneficios de que disfrutan” y, por consiguiente, Dios “se exalta y se glorifica en la obra de la redención” (II, 7, 2-3).

      Edwards predicó estas palabras en Boston el 8 de julio de 1731, exactamente diez años antes del día en que pronunció su famoso sermón en Enfield sobre pecadores en manos de un Dios airado. En este sermón de Boston, “Dios glorificado en la dependencia humana”, Edwards no pudo ser más explícito para identificar a su público. Eligió un pasaje de la carta del apóstol Pablo a los corintios, quienes, reflexionó Edwards, vivían a poca distancia de Atenas, “que durante muchos años fue la sede más famosa de la filosofía y el conocimiento de todo el mundo”. Aquellas personas que estaban sentadas frente a Edwards, ¿no pensaban que Harvard era más o menos así? Edwards no tuvo que formular la pregunta. ¿Acaso las doctrinas de la soberanía absoluta de Dios y la dependencia completa del hombre no parecían absurdas al clero liberal de Harvard? Una vez más, Edwards no tenía que hacer esta pregunta. A pesar de todo lo que no dijo, el sermón fue claramente “una incitación a la batalla, un reto para combatir”; trajo consigo un “nuevo fervor en la predicación”; fue “muy significativo para la vida de Edwards y para la historia de la teología de Nueva Inglaterra, como cuando Schleiermacher predicó su sermón sobre el mismo tema, que señala la fecha de la reacción eclesiástica del siglo XIX”.9 Lo que Edwards dijo en realidad fue: “Que no quepa duda sobre la postura que adoptaré en lo sucesivo. Las doctrinas que predicaré son vivas y embriagadoras porque surgen del conocimiento experiencial. Entre estas doctrinas la más importante es la que afirma una Deidad inescrutable e inmutable a la que hemos de adorar, no solo especular sobre ella. Nunca olvidemos que nuestra relación con la Deidad, que no tiene ninguna obligación para con nosotros, es, como mucho, una relación de dependencia, independientemente de lo que digan nuestras obras y nuestra razón para contradecirlo”.

      Durante todo un siglo Estados Unidos no volvería a tener un portavoz dotado de la visión de Edwards o, dicho con más exactitud, un vidente que plasmara las consecuencias plenas y terribles que llegan cuando el ser humano olvida la naturaleza de esa relación. Tampoco habría nadie más indicado para describir la austera responsabilidad que tiene el ministro calvinista de predicar esta verdad que la persona de Herman Melville, cuyo Padre Mapple, un personaje ficticio, concebía su deber clerical en unos términos tan resueltos como los de Edwards cuando se puso delante de su público bostoniano:

      ¡Ay de aquel [dijo el Padre Mapple] a quien este mundo aparta del deber del evangelio! ¡Ay de aquel que quiere verter aceite sobre las aguas cuando Dios las ha sacudido y convertido en tempestad! ¡Ay de quien pretende complacer en lugar de conmover! ¡Ay de quien valora más su buen nombre que la bondad! ¡Ay de aquel que, en este mundo, no invita a que otros le deshonren! ¡Ay de


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