Jonathan Edwards. Harold P. Simonson
observar a sus feligreses recién despertados, Edwards detectó, primero, la gran tristeza que sentían por lo que consideraban su condición de pecado. Escribió: “sus conciencias han sido afectadas como si una flecha hubiera atravesado sus corazones” (NF, 160). Convencidos de su pecado, a veces experimentaban “terribles aprensiones” sobre el verdadero grado de corrupción en el que vivían, temiendo en ocasiones que sus pecados fueran imperdonables, y teniendo siempre “una sensación aterradora” de su condición total. La segunda fase vino acompañada de la convicción de que Dios era justo al condenarles. Frente a esto solo podían exclamar “¡Es justo, es justo!” (NF, 170). La tercera fase fue de calma, posterior a su aceptación de la gracia que es suficiente. Ahora fijaban sus pensamientos en Dios y en sus “dulces y gloriosos atributos” (NF, 171). Anhelaban tener comunión con Cristo. En ellos se había producido “un santo reposo del alma”, les había invadido un sentido del corazón nuevo y vivificante (NF, 173). Las personas más confundidas eran los intelectuales de la ciudad, que se convirtieron en “meros bebés” que no sabían nada. Para todos la experiencia fue “nueva y extraña”, acompañada a veces de la risa, las lágrimas o los sollozos. Para todos ellos la obra de Dios sobre el alma fue como la luz del amanecer:
Para algunos, la luz de la conversión es como una brillantez gloriosa que reluce súbitamente sobre la persona y a su alrededor: de un modo notable la saca de las tinieblas llevándola a la luz maravillosa. En muchos otros casos ha sido como el alba, cuando al principio aparece solo una escasa luz, y puede ser que esté envuelta en nubes; y entonces reaparece y brilla con un poco más de fuerza, que aumenta gradualmente, intercalándose con la oscuridad, hasta que al final, quizá, destella con mayor claridad desde detrás de las nubes (NF, 177-178).
Con gran fervor, Edwards llevó su relato a un punto álgido describiendo casi día por día la conversión de Abigail Hutchinson, seguido de la conversión espectacular de la pequeña Phebe Bartlet, de cuatro años. El primer esbozo es el más conmovedor, e incluso posee tintes de sentimentalismo. En este esbozo, Edwards relata los siete últimos meses de la vida de Abigail, empezando cuando determinado el lunes, en diciembre de 1734, la hermana de esta mujer le comunicó que la joven “cortesana” se había convertido a Dios. Edwards sigue la vida de Abigail, soltera y enfermiza, a lo largo de los tres estadios mencionados antes, acabando con la convergencia entre visión religiosa y muerte. Por otro lado, la pequeña Phebe vivió hasta una edad muy avanzada. El relato que hace Edwards de su conversión durante la infancia se volvió famosa en toda Nueva Inglaterra,21 sobre todo la parte que describe las largas horas que pasó en el armario, donde oraba a Dios pidiendo salvación y donde, supuestamente, tuvo todo tipo de visiones impactantes. Sin que le afectasen los esfuerzos de su madre para tranquilizarla y sujeta a tremendos episodios de llanto, la pequeña Phebe confesó llorosa: “¡Sí, tengo miedo de ir al infierno!” (NF, 200). Cuando salió del mismo armario un tiempo después, exclamó: “Ahora puedo encontrar a Dios… Amo a Dios… Ahora no iré [al infierno]” (NF, 200-201).
Por fácil que resulte no tomar en consideración la historia de Phebe, ofrece, como el relato de Abigail, una pista para detectar la dimensión trascendental con la que Edwards interpretó estos episodios. Si, como él creía, el avivamiento de Northampton formaba parte de la obra redentora de Dios en la historia, más amplia, el drama de estas dos almas adquiere una importancia muy superior a la de los estudios de casos individuales. Estos dos episodios revelan también la sensibilidad de Edwards por las consecuencias psicológicas de la experiencia religiosa, incluso entre los niños. La pequeña Phebe se convirtió en prototipo para determinados niños de la ficción estadounidense del siglo XIX, cuya inteligencia roza el ámbito amedrentador y prohibido de lo sobrenatural, para bien o para mal. Según F. O. Matthiessen, el retrato que hace Nathaniel Hawthorne de Pearl en La letra escarlata refleja en parte la “terrible precocidad” que reveló la dialéctica de Edwards en niños sometidos a la presión emocional del Gran Despertar.22 Algunos de los niños ficticios de Henry James llevan también la huella de una herencia parecida.
La intensidad religiosa en Northampton no se podía mantener indefinidamente. Lo que la sumió en un sombrío apaciguamiento fue el caso del tío de Edwards, Joseph Hawley, cuya lucha espiritual le había llevado a una desesperada melancolía. Según Edwards, el diablo pronto aprovechó esta situación para conducir a Hawley a “pensamientos cada vez más desoladores”, que le llevaron al insomnio, al delirio y por último al suicidio el 1 de junio de 1735. Por amor al bienestar de otros ciudadanos, afortunadamente prevaleció ese apaciguamiento, aunque inmediatamente después de que Hawley se hubiera cortado el cuello otros habitantes del pueblo se sintieron lo bastante afectados como para afirmar que oyeron voces que les incitaban: “¡Córtate el cuello! ¡Ahora es una buena oportunidad! Ahora, ¡AHORA!” (NF, 207) Sin embargo, semejante histeria no disuadió en modo alguno a Edwards de su creencia de que Dios había visitado de verdad a aquella comunidad. Escribió que, como consecuencia de ello, Dios había convertido a los habitantes de Northampton en un “pueblo nuevo” por medio de “la gran y maravillosa obra de la conversión y la santificación” (NF, 209). Haciéndose eco de las palabras que dijera cien años antes el bostoniano John Winthrop, ahora Edwards consideraba Northampton la ciudad “situada sobre una colina” (FN, 210).
Por muy débiles que ardiesen los fuegos del avivamiento tras el incidente de Hawley, la Narración fiel de Edwards sirvió como manual popular para mantenerlos vivos en otros lugares. Por lo que respecta a la parroquia de Edwards, no podríamos decir ni mucho menos que retomó su “embotamiento” anterior. En 1736 se empezó a construir una nueva iglesia que Edwards dedicó el día de Navidad del año siguiente. En 1730 predicó una serie de sermones importantes sobre la teología de la historia, publicados póstumamente en Edimburgo y titulados Historia de la obra de la redención (1774). En 1740 el avivamentador británico George Whitefield visitó Northampton y otras ciudades y pueblos y, una vez más, se avivó el fervor, esta vez acompañado de manifestaciones incluso más extravagantes que las anteriores. Entre los muros austeros de las iglesias de Nueva Inglaterra las congregaciones lamentaban en voz alta sus pecados y gemían de temor y de arrepentimiento. La marcha de Whitefield después de realizar un itinerario de un solo mes dejó mucho sitio a “nuevas luces” como James Davenport, Samuel Hopkins, Samuel Buell, Gilbert Tennent y el alumno de Edwards, Joseph Bellamy, que mantuvieron a la vista de los creyentes los fuegos infernales. El propio sermón que pronunció Edwards en Enfield en 1741, el más famoso que predicó y el más celebrado en toda la historia de Estados Unidos, perteneció a este breve clímax del Gran Despertar.
En medio de esa furia religiosa, Edwards no solo escribió su autobiografía, profundamente espiritual, la Narración personal, sino que procuró mantener la objetividad respecto al tumulto que le rodeaba. Tan alarmado por las denuncias como por los excesos públicos, escribió dos tratados con la esperanza de que ambos pudieran responder a las “antiguas luces” (los racionalistas y los liberales que denunciaban el avivamiento), y también para templar a los entusiastas que distorsionaban sus señales visibles. El primer tratado apareció en 1741 con el título Las marcas distintivas de una obra del Espíritu de Dios, aplicadas a la infrecuente operación que se ha manifestado últimamente en las mentes de muchos de los habitantes de estas tierras. Con anterioridad ese mismo año esta obra había aparecido en una versión más breve como sermón dirigido a los profesores y a los alumnos del Yale College. El segundo tratado, digno de ser considerado una obra notable, se publicó en marzo de 1743. Llevaba por título Reflexiones sobre el avivamiento actual de la religión en Nueva Inglaterra, y el modo en que debería reconocerse y fomentarse.
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