Jonathan Edwards. Harold P. Simonson

Jonathan Edwards - Harold P. Simonson


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un instante así, la razón también se santifica. Las objeciones a las ofensas que el sentido común encuentra implícitas en los misterios cristianos quedan superadas. La luz divina “ayuda positivamente a la razón” para que acepte la razonabilidad de la luz y su inmediatez soberana, salvadora (II, 14). La razón no santificada, o natural, que solo tiene la capacidad de inferir partiendo del argumento y de la proposición, no puede percibir esta luz. Esta percepción solo puede darse dentro de los confines del corazón. Cuando la razón se lleva a estos confines totalmente integradores, permite al individuo captar la excelencia de aquellas doctrinas que constituyen la materia de esta luz o este conocimiento. La razón santificada penetra llegando a la congruencia divina frente a la cual el hombre natural se encuentra ciego.

      La actitud rebelde frente a un absurdo aparente se convierte en confianza, en lo que ahora la razón santificada interpreta como una orden de Dios. Esta confianza es una apertura completa a la voluntad razonable de Dios en la que, dijo Edwards, hallamos nuestra paz. Antes que él, Dante y luego T. S. Eliot dijeron lo mismo. Sus parroquianos de Nueva Inglaterra, no. Semejante idea contradecía vagamente lo que alboreaba en la consciencia estadounidense como una independencia y una identidad cultural atrayentes. Ya entonces los albores del liberalismo conformaban una personalidad estadounidense emergente, que no encontraría su expresión en la teología de Edwards ni en la sombría capacidad artística de Melville, sino en Emerson y Whitman, cuyas visiones de las posibilidades ilimitadas del ser humano propugnaban la confianza en uno mismo por encima de todo lo demás.

      Los primeros indicios del problema se presentaron con los sermones de Edwards sobre la justificación. Después de todo, su sermón previo en Boston solo había sido la actuación única de un ministro joven, y el otro sobre “Una luz divina y sobrenatural”, por medio de su elocuencia, había vuelto agradable una doctrina que revestía cierto peligro. Pero no cupo duda alguna de que mediante la incesante severidad de esta doctrina de la justificación Edwards se metía en faena. Era evidente que empezaba a marcar un ritmo que resultaría ser demasiado exigente para su congregación, y a predicar sobre una autoridad divina que encajaba cada vez menos con el concepto estadounidense de la independencia.

      Edwards era consciente de la dificultad de este texto, Romanos 4:5: “mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. Traducida a sus propias palabras, la doctrina se cernía imponente sobre el oyente: “Que somos justificados por la fe en Cristo, y no por ninguna virtud o bondad que poseamos” (I, 622). Reconocía que muchos de su congregación pensarían que esa afirmación era “absurda”, hallando en ella “un elevado grado de ignorancia” y mucha “incoherencia” (I, 622). Al pedir “la paciencia de todos” para escuchar su argumento, sabía con total certeza —como escribiría más adelante en el Prefacio— que con ella ponía en peligro las enseñanzas que muchos habían recibido desde que eran pequeños, a saber, que las buenas obras, la obediencia y la virtud les cualificaban para recibir una recompensa. La doctrina opuesta de Edwards provocó “una inquietud inusual”, y él admitió honestamente que le habían “reprochado intensamente” haberla predicado, y que había padecido “ofensas flagrantes”. Pero ni la complejidad de la doctrina ni sus arduas consecuencias iban a hacerle cambiar de postura. Además, esta doctrina era “el mismísimo cimiento” de su argumento contra el liberalismo (I, 646). Que los arminianos se contentasen con las simplificaciones y convirtiesen las verdades crudas en dogmas inocuos y cómodos. Es cierto que las doctrinas cristianas pueden contener “algo fácil”; sin embargo, decía Edwards, “también contienen grandes misterios”, dignos de la más aguda diligencia intelectual, de precisión y de distinciones, así como de la confrontación más sincera a la par que dolorosa. Una vez más, Edwards echaba sobre los miembros de su iglesia las mismas exigencias que cargaba sobre sus espaldas. Estaba convencido de que si la religión significaba algo, debía significarlo todo.

      La propia doctrina de la justificación no planteaba dificultades. Su significado era, simplemente, que mediante la justificación (1) somos aprobados por Dios como libres de la culpa del pecado y de su castigo, y (2) que somos bendecidos con esa justicia que nos hace entrar en comunión con todos los creyentes. La justificación supone la remisión del pecado (la liberación del infierno), y la herencia de la vida eterna (la entrada al cielo). La dificultad estriba en la preposición “por”: la justificación solo por fe. ¿Es la fe el requisito previo de esa justificación que presuntamente viene después? ¿Es la fe un instrumento que usa Dios para realizar el acto de la justificación? ¿Es Cristo la condición única para nuestra justificación y nuestra salvación? ¿Hay otras condiciones o cualificaciones para ella, como amar a nuestros hermanos y perdonarles sus ofensas? ¿Cuál es la diferencia entre la justificación por la fe y por la ley? Admitiendo estos problemas, Edwards dejó claro algo ya desde el principio: para nosotros, Cristo “compró la justificación mediante su sangre” (I, 624). La centralidad que confería Edwards a Cristo nunca es tan enfática como en este punto, y constituye el fundamento para el concepto que tenía Edwards de la fe.

      Edwards afirmó que la fe cristiana consiste en la respuesta total a Cristo por parte del ser humano. “Tener” fe es estar en Cristo, como los miembros están vinculados con la cabeza y las ramas al tronco. La fe es unión. Edwards sostenía que solo cuando nos unamos primero con Cristo seremos justificados por Dios. La secuencia es trascendental: “Que estemos en él es el fundamento para ser aceptados [justificados]” (I, 625). La justificación por la fe es lo mismo que la justificación porque estamos en Cristo. La unión en Cristo no es la recompensa de la fe; la unión es la fe. Además, el ser humano se entrega activamente a esta unión. Edwards sostenía que la fe “es la unión activa del alma con Cristo”; Cristo, que antes se hizo hombre, trata ahora al hombre como un ser “capaz de actuar y de decidir”, esperando que venga a él. Calvino dijo: “Esta fe no se limita a creer cosas sobre Cristo; le abraza con toda el alma”.14

      El meollo de la doctrina especifica que la unión con Cristo no es la recompensa por la fe, sino la fe misma, y que somos justificados solo por fe. Suponer, por ejemplo, que Dios proporciona esta relación con Cristo como recompensa por las buenas obras es incoherente con el hecho de que estamos bajo la condenación hasta que él entra en esa relación. Es la misma incoherencia que se produce cuando una persona espera ser justificada antes de unirse a Cristo. En ambos casos, Edwards atacó enfáticamente cualquier idea que elevase el mérito humano como condición previa a la actuación de Dios. Conforme al tenor del Pacto de las Obras, una persona debía ser aceptada y recompensada solo en función de sus obras; pero en el Pacto de la Gracia, la obra se acepta y se recompensa solo por amor a la persona. Al insuflar nueva vida a este Pacto de la Gracia no legalista, Edwards afectó los fundamentos de la teología del pacto de Nueva Inglaterra, que durante generaciones había favorecido la lógica de las obras, hasta el punto de que en la época de Edwards esa lógica prácticamente exigía que Dios recompensara solo las obras.15

      Perry Miller intenta demostrar que la interpretación que hizo Edwards de la justificación por la fe debía mucho a su “lectura inspirada de Newton”.16 Miller, que está decidido a considerar a Edwards un empirista (lockiano o newtoniano), arguye que la raíz de la doctrina de la justificación es el concepto newtoniano “de un antecedente a un subsiguiente, en el que el subsiguiente, cuando sucede, demuestra ser lo que sea por sí mismo y en sí mismo, sin la determinación del precedente”. Miller sigue diciendo: “Por consiguiente, todos los efectos deben tener sus causas, pero ningún efecto es un «resultado» de lo que ha pasado antes”.17 El argumento teológico de Edwards, que decía que el merecimiento de una recompensa a cambio de las buenas obras no antecede a la justificación sino que se debe a ella es, supuestamente, análogo a la idea de Newton. Sin que importe lo que Edwards debiese a Newton, su deuda era aún mayor con Pablo, al que citó prolíficamente a lo largo de su tratado, en ningún caso con un efecto más revelador que cuando citó Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (I, 642).

      Miller considera que la doctrina de la justificación provoca esencialmente


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