Viento blanco. M.S.G Deway

Viento blanco - M.S.G Deway


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espejos.

      Sin desnudos.

      Sin putas en las calles, dijo alguien alguna vez.

      En un pueblo como éste pueden ocurrir

      muchas cosas sin que nadie se entere.

      Porque nadie se entera,

      o porque aquí se sabe fingir tan bien…

      El invierno está llegando a su fin. La cordillera amanece. Las nubes se desprenden de los cerros boscosos que rodean al pueblo y se unen hechas jirones con la niebla que se levanta de las vegas. El sol todavía débil asoma apenas entre los cerros más altos, cubiertos con esa capa de nieve caída la noche anterior que, a esta hora, simula suavidad, un helado de crema de limón, de crema americana…

      Roberto Gómez tiene frío, demasiado. Y no piensa en helado de ningún sabor. Robi, como lo llaman en el pueblo, no piensa en casi nada. Está intentando despertar y ordenar el escenario que lo rodea. El dolor llega en oleadas, junto a los olores. Humo, lejano. Tierra mojada. Hojas podridas. Alcohol. Vino, recuerda una parte de su cerebro y el dolor oleaje se aloja en la nuca. Vomita. Abre apenas un ojo y un rayo de sol, que se le hace insoportable, quema su retina. Otra vez el dolor. Y el olor del vómito.

      La cabeza le estalla en la bruma maloliente del amanecer. Rasguña la tierra, no puede mover los brazos. Duele. Todo. Alcanza a escuchar pasos sobre la hojarasca. Abre apenas el único ojo que le funciona a medias. En la mano que supone propia, semienterrada en la humedad negra de la tierra y el musgo y las hojas podridas, camina un milpiés, negro. No son esos mil pasos, le dice una voz en off que no reconoce.

      Haciendo foco con dificultad un poco más allá del milpiés que ya avanza por el antebrazo, alcanza a divisar unas zapatillas. Son de mujer. Cubiertas con bolsas de plástico. Nené, le dice la voz.

      No sabe. El ojo vuelve a cerrarse. No sabe qué zapatillas usa Nené. Algunos relámpagos de luz residual aparecen en su mente. La zapatilla, cubierta con bolsa de plástico manchada de barro, podredumbre y sangre, le patea el cuerpo. Lo que queda del cuerpo. Para asegurarse. La patada final de Nené en la espalda es lo último que sentirá Robi. Estás muerto…dice la voz en off.

      A media mañana comenzaron a caer los primeros copos, a pesar de que el amanecer prometía sol.

      Nené mira por la ventana. Sonriendo. Sigue rodeada de la bruma del amanecer. Trata de recordar lo que ha hecho desde entonces. Desayuné, duda… No recuerda bien qué hizo después. La bruma es mejor.

      Calcula que, si sigue nevando, se juntará bastante para el mediodía, así que mejor sale más temprano a buscar a los chicos. Pero falta un buen rato, dice.

      Busca la aplicación despertador en su teléfono móvil. En una hora sonará la musiquita cursi y chillona que la despierta. Nené se deja abrazar por la bruma, recostada en el sofá, abrigada con la manta de polar gris.

      Parece una piel de lobo, susurra, antes de quedarse dormida.

      No sueña nada.

      La musiquita cursi y chillona la despierta y Nené se levanta del sofá, pasa por la cocina, pone una taza de café en el microondas y, con jirones de la bruma enredados en los tobillos, va al baño que está cerca de la cocina. Se mira la cara, se lava. El agua todavía está helada.

      Mejor, dice. Vuelve a colocar el maquillaje en los lugares correspondientes. Arregla un poco el pelo. Nené se observa de costado, aprobando el efecto del conjunto.

      Cuando nieva todo se complica en el pueblo.

      Se abriga, pasa por la cocina, y se toma el café. Solo. Amargo.

      Abre la puerta. Mira los copos un instante. Y recuerda algo. Un detalle. Vuelve a la cocina. En el armario está la bolsa. La que dejó allí esa mañana. Toma la bolsa, las zapatillas. Las arroja en el tacho de la basura. Se arrepiente. Abre el tacho. Coloca las dos bolsas de plástico sucias, en el otro, el de reciclaje. La ropa y las zapatillas van en la caja. La que llevará el fin de semana a la iglesia. La bolsa para reciclaje está llena.

      Nené, bolsa verde en mano, vuelve a enfrentarse a la nevada incipiente. Deja la bolsa en el contenedor dispuesto para tal fin en la calle, a un par de casas de su casa. Sonríe mirando el cielo que parece de papel canson. Los copos son ahora más gordos, perezosos y abundantes.

      Enciende el auto y sube por la calle serpenteante, despacio, por ahora sólo hay barro. Ya llega a la ruta. Antes, pasa junto al sendero que recorrió esa mañana. Mira de reojo. Ya está blanco.

      La nieve cubrirá todo, dice. Y vuelve a sonreír.

      Sin motivo aparente se acuerda de Rosita Alvarado. Pobre Rosi, piensa, tan sola allá arriba. Lástima que la nieve arruina los caminos. No podrá bajar al pueblo hasta que deje de nevar. Y si viene de temporal, pasará bastante tiempo. A la vuelta miro la página del clima, se promete.

      Enciende la radio. Comienza a sonar la estación pre sintonizada. La alegra tanto esa música. La relaja. A Robi no le gusta. Pero este auto no lo usa nunca. En el auto ella escucha lo que quiere. Aunque cada vez que él lo lava, le deja puesta otra radio.

      Avanza con cierta dificultad. El tránsito se vuelve complicado a esa hora, y nevando, peor. Nené sacude la cabeza negando. Ahora sube el volumen. Y tararea la melodía. Cuando llegue a casa, cambiará el dial de la radio que está en la cocina.

      Desde la casa principal del lodge se alcanza a divisar una buena porción de mallín. Atrás de la casa, el bosque de pinos y varios abedules protege un poco del aire helado que baja de las montañas. En la ladera de la montaña, un bosquecito de árboles achaparrados cubiertos de barbas verdes. Más arriba, las rocas simulan una fortaleza. Allí suelen apostarse los pumas, para observar el valle y las presas.

      Las araucarias que bordean el camino han sido idea de Mara. Son pequeñas aún. Les lleva tiempo, pero se quedan siempre, dijo ella cuando convenció a Jimmy de plantarlas.

      El campo tiene espléndidos paisajes. Múltiples miradores naturales. La cascada a pocos metros de la casa. Hectáreas y más hectáreas de belleza. Y es difícil. La tierra es así, siempre, le había dicho Jimmy el primer invierno que pasaron ahí. Mara lloraba. No se acuerda bien por qué.

      Ahora, mientras la nieve se acumula en los bordes de la casa, en el tejado, y va cubriendo el camino, Mara se pregunta por qué lloraba aquella vez. Se ha endurecido tanto su carácter. Casi no recuerda a la otra.

      Me llevó tiempo, pero me quedé, como una araucaria, piensa.

      La sopa de pollo está lista. Mara se sienta sola en la cocina. Un poco de pan. Un vaso de vino. Prefiere tinto. Antes de comenzar, el silencio le molesta. Mejor música, dice, y se dirige a la biblioteca.

      Mientras decide cuales discos de jazz va a seleccionar, escucha el estruendo.

      Sonó lejos, parece un disparo, duda Mara. No, debe ser alguna chapa que voló con el viento.

      Hace un par de horas que sopla el viento blanco.

      Jimmy se ha ido al amanecer, apenas comenzó a nevar. Voy a recorrer los comederos, le dijo. Apuró el último trago de café, y salió, con el Remmington al hombro.

      Va a volver en un par de horas, calcula Mara. Elige a Sting.

      Se sienta en la cocina a tomar la sopa. Excelente, se felicita a sí misma.

      Cuando termina de almorzar, arma un cigarrillo, lo enciende, acerca la silla a la ventana.

      La nieve se ha adueñado de todo.

      Fue un disparo, decide, y toma un trago de vino, mientras Sting interpreta My funny valentine. Perfecta versión, dice Mara.

      Más o menos a la hora en que Nené trata de estacionar lo más cerca posible de la escuela para que los chicos no se mojen tanto, allá arriba Rosita lee uno


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