Viento blanco. M.S.G Deway
pueblo. No puede dejar al padre solo mucho tiempo. Así que organiza la semana. Pasa al super, luego le envían el pedido semanal. Recorre un par de farmacias, verdulerías, pescaderías… Cuando tiene la lista de tareas cumplida, visita a alguna de las chicas, la que esté disponible. Todas tienen tanto que hacer. Siempre están ocupadas. No soy pesada si paso ahora, les pregunta antes de visitarlas. Rosita no quiere molestar. A nadie. A la que nunca ha visitado es a Mara. Ni loca, ha pensado Rosita, ante cada invitación de Mara. Y le ha respondido con mil excusas cada vez, para no parecer maleducada. El coto, el nombre de eso, lo que allí ocurre, todo eso le desagrada demasiado. Mara lo sabe. Suelen verse en el pueblo, si coinciden en los días de compras. Entonces se sientan un rato en el café de la esquina, donde se juntan hace tantos años y donde los mozos, cafeteros, cocineros saben qué prefiere cada una. En los últimos tiempos, los cafés y casas de té se han multiplicado en el pueblo. Pero ellas siguen fieles al de siempre, al de la esquina. Además, si está lindo el clima, las dejan pasar al balcón. Y el día del pueblo, sí o sí miran el desfile desde allí. Un día por semana, Rosita vive. A medias, afuera, a sol o a lluvia, a café o té con masas, a charlas, a recorridas por los pasillos de la biblioteca buscando y acariciando los lomos de los libros, antes de elegir lo que leerá esa semana. Los otros seis es la hija del teniente coronel retirado Alvarado, viudo, impune, desvencijado, parapléjico. El padre de Rosita. Ella no le diría a nadie, jamás, que cree que el teniente coronel Alvarado es un hijo de puta.
A la hora más o menos en que Nené corre hasta el auto llevando de la mano a los chicos, Alvarado le grita a su hija.
Rosi. Rosi. Con insistencia, con la voz de antes, con la voz de mandar, de hacer obedecer, la de sentenciar, la de ordenar la muerte. Como cada vez que él grita, Rosita pega un salto, esconde el libro que está leyendo abajo del almohadón del silloncito, repitiendo el gesto, una y otra vez. El gesto del miedo, de la no libertad. Cada libro leído, ha pasado por el escondite, debajo de Rosita sentada en la mesa del comedor, en el banco del patio, en el sillón favorito, en el cordón de la vereda cuando era chiquita y vivían en el regimiento, en cualquiera de ellos, eran todos iguales, en cualquier lugar del país, era lo mismo. Igual, la mamá de Rosita, fría, distante. Igual, el padre de Rosita, maldito, desalmado. Igual los libros escondidos bajo el trasero de Rosita. Pues no quería molestar y tampoco quería que le dieran otra paliza si la descubrían leyendo esas porquerías.
Censura, piensa Rosita. Y se encoje de hombros con resignación.
Observa por la ventana cómo se va acumulando la nieve en los radales que rodean la casa. A lo lejos adivina los cerros. Las nubes están tan bajas que no hay más que gris, casi blanco.
Mientras sube la escalera, repite la palabra. Le gusta ese juego. Repite una y otra vez la palabra hasta que se pegotea, se disuelve en una sola, como mantra, como infinita, sin significado aparente. Y la deja flotar un rato. Luego la esconde con bastante cariño, debajo del almohadón. No importa cuál. Tiene tantos almohadones. Tiene tantas palabras…
Qué pasa, papá, qué necesita, pregunta con la voz que usa sólo para el teniente Alvarado.
El viejo la mira con el desdén de toda la vida. Está nevando, Rosi.
Sí, ya vi, contesta ella. Le corro las cortinas para que no le de frío.
Súbame la calefacción. Está listo el almuerzo, manda y pregunta el viejo. Mientras Rosita gira la ruedita del termostato de la calefacción central, le dice que en unos quince minutos le trae el almuerzo.
Revisó las provisiones, vuelve a preguntar el viejo. Esto puede venir de temporal, completa, indicando la ventana con mano temblorosa que a Rosita se le antoja parte del pulpo monstruo de Lovecraft.
Sí, papá, tenemos provisiones para varios días. Algo más, pregunta desde la puerta. La mano del pulpo monstruo le hace un gesto para que se retire.
Rosita cierra la puerta, y se dirige a la cocina repitiendo el juego.
Cthulhu Cthulhucthulhucthulhu…
No la deja flotar, ni la esconde bajo ningún almohadón. Aprovecha cuando abre el horno para ver cómo va el cuadril con papas, y la arroja allí. Mientras pincha la carne, que está casi a punto, escucha chillar algo horrendo entre las llamas. Cierra la tapa del horno presurosamente. Un par de tentáculos chamuscados intentaban escapar, pero ahora yacen inertes en el piso de la cocina. Rosita los patea con asco debajo de la mesada.
El teléfono celular de Rosita vibra en su bolsillo. Lo tiene en modo silencioso. Como ella. Vibramos, piensa Rosita y mira el mensaje.
Es Nené. Está en la estación de servicio, le están poniendo las cadenas al auto. Ya tiene a los chicos con ella. Volviendo a casa. Están bien, pregunta Mona. Sí, sí, responde Nené. Acá en el centro no hay tanta nieve todavía, comenta Patricia. Yo ya no puedo salir, agrega Mona, desde su casa en los altos del cerro que rodea el pueblo. Mara no participa. Ni siquiera figura on-line. En el coto debe estar complicado, piensa Rosita. Y Robi, pregunta Rosita, pensando que el tipo podría haber buscado a los chicos con la camioneta, más adecuada para los climas extremos que el auto de su amiga. Nené se toma unos minutos antes de responder. Ya están puestas las cadenas, seguimos viaje, dice.
Luego de encender la radio, mirar por el espejo retrovisor a sus hijos que le sonríen y después siguen dibujando monigotes en los cristales empañados, contesta que Robi no aparece desde ayer, que tenía juntada de póker. Sube un poco la calefacción, enciende el limpiaparabrisas, que arrastra los copos suaves con cierta dificultad. Ahora yendo a casa, escribe en el móvil. Lo arroja en el asiento vacío del acompañante, y retoma la ruta, a marcha lenta, con las cadenas crack, crack, rompiendo, mordiendo barro, nieve y un poco de hielo. Todo bien, pregunta a los mellizos. Sí, gritan los niños, al unísono, pensando que no tendrán que ir a las clases de inglés a la tarde. Afuera, la belleza tremenda del paisaje nevado de su pueblo.
Rosita lee el último mensaje. Se preocupa apenas una fracción de segundo por la tardanza del marido de Nené. Luego lo olvida. Nené estará bien. Siempre tiene todo organizado. Esta nevada no la habrá sorprendido. Ella cuida los detalles. Casi ni se le notaban los moretones, cada vez más frecuentes.
El cuadril está a punto. Rosita prepara la bandeja. Exprime las dos naranjas del jugo que el viejo exige para acompañar el almuerzo cada día desde hace siglos.
Recuerda el té de temporada invierno de la cooperadora del hospital. Fue el sábado pasado o el otro, duda y se pregunta Rosita. Desfile de modas incluido. Sorteos varios. Y los moretones en la pierna de Nené. Asomando justo cuando cruza las piernas, con la pollera que solamente usa para estos eventos. El gesto de Nené tironeando la falda para cubrirlos al advertir la mirada de Rosita. La sonrisa de Nené, fingiendo que todo está bien. Que tropezó con los escalones de piedra del patio, mientras barría el barro que dejaron los mellis ayer que jugaron tanto afuera, estaba divino el sol a pesar del vientito helado, que en casa viste como pega. Patricia riendo, mientras imagina los juegos de los niños, Mona pensando que los niños estaban desabrigados, Mara gruñendo con suavidad algún reto a Nené por no prestar atención y darse tremendo golpazo. Rosita sonriendo cómplice a Nené. No quiere molestar. Sí, fue el sábado pasado.
Rosita dobla la servilleta, prepara la bandeja, abre la puerta del gabinete de los infinitos remedios que toma el viejo cada día, cada noche, cada vez, cada vez, tantos, hace tanto tiempo. Tres de estas, y una de cada una de estas, cuenta Rosita y acomoda píldoras en plato azul, no en cualquier cosa. Coloca otro vaso, con agua, junto al grande, impecable, naranja. Y empuja la puerta vaivén de la cocina, para ir a servir el almuerzo del teniente coronel.
Patricia (1)
Patricia observa la calle, desde la ventana de la cocina del minúsculo departamento en el segundo piso. Es una de las calles tranquilas, como le gusta a Sandy, una de las paralelas a la principal del pueblo. Así, tranquilas, silenciosas bajo el influjo de la nevada, están la acera, la vereda, las copas de los árboles desnudos de hojas. Tranquilos los rosales en el cantero de la entrada del pequeño edificio donde alquilan hace diez años. Rosales podados, prolijos, esperando brotar pronto. Tranquila Sandy, recortando letras para armar el cartel que prepara en la mesa de la cocina comedor.
Patricia