Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias

Corazón y realidad - Claudio M. Iglesias


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redes de competencia, como también veremos en los capítulos 3, 5 y 7.

      Pero no era la primera vez que un sector de la comunidad artística propugnaba por la actualización internacional y el desarrollo institucional: es necesaria entonces una digresión. (Y espero que se acostumbren a estas bifurcaciones en el relato, que me permiten entretenerme al cambiar ángulos de lectura.) Ya habían existido precedentes. El más cercano fue el del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella a comienzos y mediados de la década de 1960. El Di Tella era por entonces uno de los lugares de moda de la clase creativa porteña, con extensa cobertura en la prensa y una misión institucional muy emparentada con el programa económico desarrollista (apertura económica, inversión extranjera, acento en la expansión de la infraestructura y la modernización) que propiciaban los intereses hemisféricos, con base en Estados Unidos, de los que el emporio industrial de la familia Di Tella no era ajeno.

      El director del Centro de Artes Visuales por entonces, Jorge Romero Brest, tenía una historia particular: ya un crítico de cierto renombre en la Buenos Aires de 1930, editor de la revista Ver y estimar, Romero Brest primero fue expulsado de la docencia universitaria durante el peronismo y luego promovido a la primera plana de la función cultural con la caída del gobierno de Juan Perón en 1955, a manos del golpe de Estado que entregó el poder, tras una complicada intriga palaciega, al teniente general Pedro Aramburu en noviembre de aquel año. Primero desde 1956 en el Museo de Bellas Artes (un museo perteneciente a la órbita del estado nacional), Romero Brest intentó un programa de compras internacionales que le permitió a la nación argentina poseer un Picasso sin gloria y un diminuto Rothko; luego en la función privada, en el Centro de Artes Visuales, impulsó a la generación de artistas que estaba pasando del informalismo a la acción artística directa, con campeones como Marta Minujín entre otros. Ellos hicieron de su jefatura en el Instituto Di Tella algo parecido a una leyenda de internacionalismo artístico avanzado, cuando Buenos Aires se contaba en el selecto club de metrópolis mundiales con una notable escena artística de neovanguardia. Pero fue mucho antes de aquel celebrado apogeo, y apenas caído el gobierno peronista, cuando Romero Brest pudo tener ascendencia directa sobre los destinos del arte argentino y comenzar a tejer oscuramente los cimientos de la nueva realidad de la actualización internacional. Encargado con el envío a la bienal de Venecia de 1956, muy pocos meses después de que la Fuerza Aérea bombardeara la Plaza de Mayo como antesala del golpe que lo puso en funciones, Romero Brest escribió para el catálogo del envío:

      El país acaba de pasar por una dura prueba: más de diez años de una dictadura que, además de entorpecer el progreso social y diezmar la economía, trató de aniquilar el espíritu por todos los medios posibles, tergiversando la historia, enalteciendo falsos valores y fomentando bajos instintos. […] Pero las fuerzas vitales no estaban agotadas, como lo prueba la magnífica Revolución Libertadora de setiembre, que le permitirá volver a ponerse a tono con los países civilizados del orbe y, en el campo del arte plástico, esta exposición que revela cuáles han sido los esfuerzos de los jóvenes pintores y escultores para hablar el libérrimo lenguaje de la modernidad54.

      Ese “libérrimo lenguaje de la modernidad” encierra el intento de actualización, de puesta a tono “con los países civilizados”, como la tarea de los jóvenes artistas argentinos del momento. ¿Y tan extraño es que los mismos deseos que auspiciaba Romero Brest para el arte de la Argentina posperonista (apertura, internacionalización, desarrollo y ruptura con el pasado inmediato) pudieran recuperarse cuarenta y cinco años después, no frente a un golpe de estado sino frente a una crisis política muy dramática? En realidad no es tan extraño. El internacionalismo estético y el canon cultural liberal, con su énfasis en el desarrollo, la competencia y la actualización, debieron terciar repetidamente a lo largo de la historia con las fuerzas opuestas del revisionismo y la defensa algo afantasmada de una presunta cultura autóctona y popular a la que Romero Brest acusaba en el catálogo para el envío a Venecia de 1956 de “tergiversadora”, enaltecedora de “falsos valores” y promotora de “bajos instintos”. Y cuando la industria del arte contemporáneo se afinca en Buenos Aires en la primera mitad de la década del 2000 encuentra su fuente más propicia en ese intento de internacionalización y modernización del gusto artístico que había tenido lugar en el Di Tella medio siglo antes.

      Pero la historia es sinuosa, y la promoción del internacionalismo y el desarrollo institucional que arrebató a la escena artística argentina a mediados de los 2000 también derivó a la postre en la germinación de su opuesto lógico: un revisionismo melancólico, promotor de una idea del arte ingenua, localista y no cercenada por la ideología del desarrollo profesional, que comienza a venerar sus propios ídolos oscuros, olvidados en los márgenes del canon, hasta construir un santuario entero de artistas salvajes, regionales y tímidos en un nuevo espacio ideativo, por fuera de la narrativa normalizada del artista competitivo que prevalece en redes globales. “Soy internacionalista en todo, menos en el arte”, dijo una vez Marcelo Pombo. Y la frase, viniendo de una de las figuras centrales del arte del Rojas, tomó nueva vida alrededor de 2010, en pleno idilio global del arte contemporáneo argentino. Al canon basado en la norma de un arte internacional, actualizado y profesional que la industria del arte fue formando a su paso por Buenos Aires fue oponiéndosele un “canon de lo prohibido”, un contra canon, un canon queer. Y de las relaciones entre ambos trata este libro.

      3. DEL ARTE POLÍTICO A LA ERA DE LOS PROYECTOS

      No se puede decir bien si la década del 2000 en el arte argentino comienza ese año o al siguiente, con la insurrección popular y la fuga del presidente Fernando de la Rúa, que el 21 de diciembre firmó la renuncia al poder ejecutivo en su despacho y minutos después montó el helicóptero en el techo de la Casa Rosada mientras la Plaza de Mayo, a pocos metros, todavía estaba atestada de manifestantes en lucha con la policía. Hay una historia de estos años que comienza en 2001 con la crisis; otra, un año antes, con el calendario y las distintas coincidencias que repasamos en el capítulo anterior; y una más que comienza en 1998 con la segunda visita de Catherine David a Buenos Aires. No fue solo la parada triunfal que la ciudad le consagraba tras Documenta X y que coincidió con uno de sus viajes a São Paulo, donde David administró el programa de video de la conocida bienal de la Antropofagia55. Tampoco fue solamente un viaje preparatorio para la muestra de David en Fundación Proa, City Editing, que inauguró al año siguiente. El viaje de David fue algo más: fue el comienzo de un interrogante. Catherine David fue escuchada por muchos con atención y sus palabras produjeron hipnosis colectiva. Dos palabras sobre todo, un sustantivo y un adjetivo: espacio público. En 1997, un año antes de la visita magistral, yo era un disciplinado izquierdista de quince años que leía siempre su Página 12 dominical y del que incluso a veces sacaba recortes. Y era uno de los primeros en leerlo: generalmente lo compraba al volver de una celebración con mis compañeros de escuela, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, y con la lucidez de una persona sobria comenzaba a leerlo en la parada del colectivo de regreso a casa. Pero en 1998 perdí la disciplina: dejé de leer el diario y de volver sobrio a casa. Me perdí entonces el artículo de Daniel Link con Catherine David en el suplementoradar: paseo por la Recoleta, charla en la confitería La Ideal, visita al tumultuoso barrio de Constitución56. Si ella hubiera mostrado mayores caprichos, el artículo habría terminado en una habitación de hotel dada vuelta, como pasa en los reportajes con músicos. Pero David se limitó a mantener la línea orgánica de Documenta X y Link enmarcó sus ideas con claridad y modestia. El reportaje es así un testimonio del último paseo relevante por la ciudad elegante y genérica de la década de 1990, una ciudad más marcada por las obras de infraestructura del intendente Grosso de unos años atrás que por el primer jefe de gobierno electo por los porteños que estaba en funciones en aquel entonces, justamente Fernando de la Rúa, que poco iba a tardar en pasar a la presidencia y de allí al helicóptero de escape retratado en una fotografía periodística tan contundente que ningún presidente desde entonces volvió a utilizar el helipuerto de la casa de gobierno. Dice David, en conversación con Daniel Link:

      Para un europeo, Buenos Aires es previsible: sabemos que venir acá no es venir a la jungla. Buenos Aires nunca me sorprendió porque […] siempre supe qué iba a encontrar. En ese sentido Argentina es muy diferente de México o Brasil. Por supuesto, es una ciudad muy mediada, […] sobre todo por su literatura, desde Borges a Macedonio Fernández57.


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