Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias
fotos tienen algo de reunión doméstica: siempre hay una bebida en la mesa, a veces un paquete de galletitas. En alguna institución pequeña, quince o veinte personas han estado hablando de su trabajo con algún invitado ocasional de cierto renombre. Al terminar hacen una especie de brindis o comen algo y se sacan la foto.
En una nota publicada en ramona, Cecilia cuenta así una de estas reuniones de trabajo, del Proyecto Trama, ocurrida en Buenos Aires en el año 2000:
En un edificio lúgubre y enorme en la calle Reconquista y Corrientes prestado por un economista simpatizante de las artes, tuvieron lugar las actividades principales del taller de Trama dedicado a análisis de obra. Los artistas seleccionados para esta sección fueron la mayoría muy jóvenes, con un promedio de edad de 24 años, y casi desconocidos (lo que comúnmente se suele conocer como artistas “emergentes”). Como cierre del taller se les pidió que hicieran un montaje de sus obras en la enorme planta de pisos grises para la artista canadiense Lisa Milroy, quien les dio un diagnóstico personalizado de los problemas de sus obras38.
Llegado un punto de la década del 2000, la convocatoria de estos juegos era notable en Buenos Aires: cualquier reunión de trabajo era capaz de atraer cientos de carpetas. “Carpetas” era el nombre que se daba a las candidaturas de los solicitantes a las críticas; eran parecidas, antes de que se pusieran en circulación los formatos digitales, a una carpeta escolar dividida en láminas con texto e imagen. Y al envío desmesurado de carpetas a cuanta convocatoria existe de parte de un artista ansioso lo vamos a llamar carpetazo.
No quiero decir que el baile de carpetas haya sido algo nuevo entonces: la costumbre de los artistas de presentarse a convocatorias es antiquísima. Pero sí fueron características de la década estas reuniones de charla, casi de autoayuda, donde se trataba de compartir experiencias afines, como la reunión que comenta Cecilia en el marco de Trama, un proyecto que veremos más en detalle en el próximo capítulo, y cuyo objetivo principal consistía en “profesionalizar” a los artistas vernáculos al ponerlos en contacto con referentes internacionales y ejercitarlos en tareas como las de escribir carpetas. La cultura del carpetazo atravesó cierto esplendor y de ese frenesí por enviar, presentar y discutir proyectos surgieron al final varias escuelas de arte que incorporaron la reunión de trabajo, con su foto de cierre cargada de papas fritas y vasitos de cartón, como modalidad principal de enseñanza.
Pero no todos los artistas de principios de los 2000 lanzaban carpetazos y algunos hasta eran enemigos declarados de esta costumbre. Sin ir más lejos, Fernanda Laguna. No hay cosa, puedo afirmar sin temor a que me desmienta, que Fernanda odie más que una carpeta con el nombre y el apellido de un artista, un surtido de imágenes, un currículum convenientemente engordado con pasantías y otros detalles que nadie mira. Aunque ella misma de muy jovencita, a mediados de la década de 1990, le haya enviado una carpeta al curador del Centro Cultural Rojas, Jorge Gumier Maier, que hoy podríamos pensar que era en realidad una carta que llegó a destino. Gumier Maier abrió la carpeta con desánimo, pero se llevó una sorpresa que casi lo mata: inmediatamente le concedió a Fernanda una muestra en el Rojas y así empezó la historia de Fernanda Laguna como la elegida, la heredera del arte del Rojas. Pensemos que nunca más Fernanda escribió o siquiera leyó carpetas, aunque haya recibido muchas cuando tenía Belleza y felicidad.
Este desprecio suyo de la carpeta, suerte de elogio del arte ingenuo o de la idea del arte como algo opuesto a su sistema de presentación, a su civilización, a su comunicación institucionalizada, a su decoro profesional, resalta en un medio empapelado de carpetas como el sistema del arte. El espacio de pertenencia de este arte sin carpeta, durante los años 1990, era el Rojas; los artistas del Rojas y Gumier Maier, en general diez o quince años mayores que Fernanda, se habían conocido mayormente en la calle, en manifestaciones, en las agrupaciones y revistas del activismo gay y en las fiestas privadas de la década de 1980, en antros nocturnos y en casas convertidas en espacios de recreación existencial como la casa de Liliana Maresca en el barrio de Montserrat. Con ese tren de vida, alejado del día y enclavado en la subcultura, es razonable pensar que no se puede conocer a nadie interesante a través de una carpeta anillada con fotografías a color y un currículum, al menos a nadie que no sea Fernanda Laguna. Y ese era uno de los temas del Rojas: hay toda una forma de hacer arte que se puede urdir en esta clave callejera, de amigos y lugares secretos, lejos de las instituciones y su comunicación oficial a la luz del día. El arte de Fernanda y sus amigos, los sin carpeta, es el arte que no sabe autopromocionarse ni autojustificarse; es a su manera un arte ignorante, salvaje: no conoce o finge que no conoce las parrafadas introductorias, las explicaciones, los pedidos de financiamiento y los títulos vendedores de los proyectos. Este arte se mantiene siempre en el terreno de la comunicación interpersonal, cercana y sentida. En el primer número de ramona, Fernanda escribió así sobre una muestra:
[Los cuadros] me parecieron seres gentiles y bondadosos (yo siempre veo todo como seres), quizá porque asocié a las obras […] con esos gigantes pacíficos de los cuentos […]. También fue como dar un paseo por el silencio. Creo que estas obras, a pesar del ruido que pueda haber en el salón, lo silencian. Yo interpreté que lo hacían para tocar una música que sentí, pero que jamás escuché. También me pareció que su quietud aquietaba el ambiente y yo sentí que lo hacían para envolverme y mecerme […]. Pero cuando estaba frente a ellas, e intenté explicarme lo que me pasaba, las miré y no me dieron ninguna pista, ni siquiera dijeron nada, me suspendieron plácidamente de nuevo en su silencio. [...] Yo quiero hablar de ellas pero es como algo imposible, a la vez me dan muchas ganas de compartir de alguna manera semejante emoción39.
Las referencias a la emoción, la primera persona casi continua, la insistencia con el silencio (la obra no habla, no convence, no gesticula, etc.) son temas clásicos del arte del Rojas que no deberían leerse tanto según su contenido; lo que vale es la particularidad retórica que comenzaron a tener estas ideas en el mundo empapelado de las carpetas, el mundo de las reuniones de trabajo que capturan tan bien esos posts de Facebook, con las botellas de Coca Cola de un litro y medio que deambulan entre personas que hablan de su trabajo. Y sin embargo este arte sin carpeta fue leído según el contenido explícito de sus declaraciones y severamente criticado: se lo encontró infantil y frívolo, se lo comparó con una pose. Se lo llamó a este arte, fatídicamente, narcisista. Se lo diagnosticó, a partir de textos como el de Fernanda, como una expresión de subjetivismo, un encierro en los confines de la propia personalidad que dejaba pendiente los problemas políticos, sociales, culturales, más importantes40. Los críticos no percibieron sin embargo un detalle, como suele pasar al calor de la polémica. No dudaron al identificar el narcisismo de Fernanda Laguna en la recurrencia del pronombre yo. Encontraron en ese pronombre ancla suficiente para sus acusaciones. Pero perdieron de vista el exasperante narcisismo de las carpetas, el de las autojustificaciones y la autopromoción, los casi únicos actos de habla permitidos en la situación discursiva del artista profesional. Si nos ponemos estrictos, la primera persona gramatical no está más o menos presente en el enunciado “yo soy Fernanda” que en “mi proyecto es” o “me propongo abordar” o “mi investigación gira en torno a...”. El primer enunciado es solamente más directo o más legible. Y quizás todos estos enunciados sean parecidos en el fondo: puede que el arte de Fernanda no se oponga al baile descomedido de las carpetas sino que lo parodie. En 2006 Fernanda hizo una obra emblemática al respecto: escribió en rímel, sobre una especie de bolsa muy lamentable de papel higiénico, hecha por ella misma, “Hago lo que hago x no hacer algo peor”. Para esa época el empapelado de carpetas era completo. Pero antes de seguir con Fernanda y las desavenencias entre el lenguaje salvaje y el ejército de carpetas, esta es la ocasión para volver sobre la Fundación START y perfilar otra forma de la autopromoción dominante en la primera mitad de los 2000. No es verdad, o es solo una verdad a medias, que tuviéramos entonces a los artistas ingenuos y congeniales, los salvajes, de un lado, y del otro a los artistas autojustificatorios, los pioneros del arte contemporáneo y de la reunión de trabajo que incansablemente escriben en sus candidaturas “lo que abordo en mi trabajo”, “lo que mi investigación se propone”, etc. Por esa época desde la START se administraba otro ámbito que durante un tiempo tuvo al mundo del arte envuelto en su histeria: el proyecto Venus. Era una red social en la que los participantes podían ofrecer servicios negociables en un equivalente del peso (que entre el lanzamiento del proyecto y su final sufrió además una