Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias

Corazón y realidad - Claudio M. Iglesias


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hay que sumarle un intento programático de parte de la revista por convertirse en el archivo vivo de la escena. Permitan una particularización entonces: tono cariñoso, poco solemne, sí; amigos, afinidades, por supuesto; clima de amateurismo, puede ser, pero solo hasta un punto. Porque ramona albergaba deseos de contribuir al ambiente del arte como sistema, incluso aunque fuera para usarlo de material, para acompañar lo que iba ocurriendo. El impulso de reseñar todas las muestras abiertas en la ciudad durante el respectivo mes ya dice mucho, aunque el resultado fuera esa reseña estilo cartita de amor adolescente, luego tan bastardeada, pero a la vez tan única entre las revistas de arte del mundo. Por un lado, ramona apabulla con las críticas cruzadas entre personas que se conocen muchísimo. Por otro, sorprende el énfasis en trabajar con la industria del arte y a la par de ella, reportando su desarrollo e incentivándolo. Y todo a través de un tendal de reseñas brevísimas. Al releer esa ramona de los comienzos, tantos años después, la chiquitosis exaspera; el montón marea. Pero no todo en ella es proliferación, ni mucho menos, un remanso de pluralismo. Incluso si era la voz de muchos, ramona era bien singular. Las cuarenta y nueve reseñas también dan cuenta a su manera desperdigada de la cantidad de estilos de los autores: un pequeño baile de egos jugando a la amistad y la competencia. Pero se empieza a tramar, reseña tras reseña y número tras número, una línea divisoria entre los jóvenes y los viejos, entre el ambiente intelectual interesante que se reunía en lugares como START y Belleza y felicidad, de un lado, y del otro los antiguos aparatos del mundo del arte, las galerías del barrio de Retiro, los directores de los museos y los críticos de arte anticuados. Benito Laren escribe así sobre una muestra en la galería Zurbarán:

      Tube [sic] suerte, no perdí cinco minutos de mi vida yendo a ver unas excelentes copias fotográficas con unos marcos carísimos que me encantaron. […] Precauciones: vaya preparado como para pelar una cebolla pues lo recibirá una secretaria tan agria y ceria [sic] como una puerta5.

      Se nota el contraste con la reseña de Pérez: Belleza y felicidad es un espacio de artistas jóvenes, siempre plagado de jóvenes; Zurbarán en cambio ni siquiera es una galería de arte contemporáneo sino una casa de compraventa de pinturas. Y Laren dice que la secretaria es “agria”, “ceria”, en su ortografía. Tuvo fama ramona de ser una colmena de amiguismo, pero también la podríamos considerar una trinchera de enemiguismo6. Y ahora, antes de sacar algunas conclusiones más, pongámonos en la cabeza de un estudiante de arte de la Universidad de Buenos Aires que, con diecinueve años y una libreta de contactos muy rala, un chico de barrio, prácticamente sin ningún amigo intelectual o escritor, un tímido que apenas les saca charla a sus compañeros de clase y que si son chicas tartamudea, este chico oriundo de Flores, un día de abril del año 2000, se toma el 92 rumbo al Museo de Bellas Artes: invierte un sábado vacío de ocupaciones allí y en las exhibiciones temporales del Palais de Glace, bajando la barranca; después le da una oportunidad al Centro Cultural Recoleta, donde exponen artistas como Carlos Gallardo y Claudia Aranovich, a quienes no conoce. Con la fotocopia de un ensayo de Walter Benjamin en la mochila, el muchacho está bastante perdido: el arte que se hace en Buenos Aires le resulta tan lejano como el que se fabrica en Alemania. Siente, como muchos a esa edad, como me pasaba a mí también, que la vida pública es de otros, que su grado de vinculación con los artistas vivos de su ciudad es nulo.

      Entonces descubre una revista rara en una mesa con folletos y avisos, en la entrada del Centro Cultural Recoleta. La revista es de distribución gratuita. Algo le suena, entre muchísimos nombres nuevos: Pablo Suárez (entrevista central con Sergio De Loof), la galería Ruth Benzacar. Se da cuenta de que Buenos Aires alberga una media centena de espacios de exhibición donde muchísimos artistas muestran sus obras.

      En una de las páginas finales encuentra también los datos de artistas que ofrecen sus servicios docentes y un aviso en el que se convoca a “colaboradores para comentar muestras y realizar tareas periodísticas”.

      En definitiva, ya desde su primer número, la revista lo invita, lo recluta, a diferencia de los catálogos de los museos y de las reseñas escritas en un lenguaje ampuloso en el diario de izquierda que compran sus padres. De repente al chico de Flores se le abre un mundo de contactos: nuestro amigo vuelve al barrio cargado de información y promesas7. Así es que ramona podía actuar simultáneamente para adentro y para afuera: a ella, como a proyecto Venus, como al Centro Cultural Rojas y a Belleza y felicidad (de todo lo cual charlaremos en los próximos capítulos), se la confundió con un gueto endogámico y excluyente, cuando en verdad fue primero que nada una herramienta capaz de poner a circular la información necesaria para que los artistas (y otros “interesados”) jóvenes y llenos de ganas, pero sin conexiones personales con el ambiente del arte, pudieran aproximarse y tener visibilidad; y lo mismo que resultaría plausible que la trivialidad del amiguismo de ramona se alojara en una mente con suficientes prejuicios, también es cierto que la revista propuso actitudes controvertidas con el mundo artístico circundante, que juzgaba atrasado y en urgente necesidad de renovación. Justamente en el siguiente número, con la cobertura de la feria arteBA de aquel año, esta urgencia quedó justificada: ramona mostró que se encontraba mucho más avanzada y dotada de materia gris que arteBA para enfrentar el desafío inminente: la construcción del sistema del arte contemporáneo. Títulos como “No BA más”, “¡Cuánta fragancia patria!”, “Atónitos en la Rural”, “El Galpón del escalafón” y “No todo lo que reluce es oro” fueron los utilizados para las reseñas de la feria, englobadas en un dossier titulado “Los más y los menos de arteBA”8. La idea de un avance organizado de los jóvenes contra los viejos queda mejor explicitada todavía en la nota central del dossier, la “visita” que los artistas Leo Chiachio, Gachi Hasper, Miguel Harte, Alberto Passolini, Cristina Schiavi, entre otros, hicieron a la feria y que firmaron conjuntamente. Resaltan en la charla, desgrabada con alacridad, la desinhibición de los participantes que permite el anonimato del guion de diálogo y las críticas al comité seleccionador (que “se ve que no es muy efectivo”)9.Y es verdad que en aquel momento arteBA era un lugar tristón, cuya oferta no iba casi nunca más allá de los “grandes maestros de la pintura argentina”. Recién ese año la feria se había mudado al emplazamiento que luego conocimos muchos de nosotros, el predio ferial de la Sociedad Rural en el barrio de Palermo. Hasta entonces había sido algo del tamaño de las ferias de cómics o de cibercultura que se organizaba, como ellas, en alguna sala del Recoleta. Eran esos primeros arteBA un repelente no solo para el público joven sino también para cualquier artista vivo. El grueso del negocio, para promediar a mano alzada, eran obras fechadas en los años 1930; la estrategia principal, trasladar por una semana las galerías del mercado secundario a los pasillos del Recoleta:

      Ruth [Benzacar] tiene un Berni de $450.000, una mujer preguntó: ¿Este cuadro es de Antonio Borges?”, por supuesto, yo me di vuelta y me agarré de Delia Cancela y dijimos de ella: “Confunde pintura con literatura...”, expone Amalia Fortabat, la conozco de [la discoteca] Morocco, me dice: “¡¡Hola Alex!!”, y me presenta a la madre con un bruto rojo labial, un bruto pelo negro, y unos brutos aros imitación oro, porque con oro no se va a ese lugar, ahí va el pueblo a tomar [vino espumante marca] Chandon10.

      Entre el reseñista, el artista Alejandro Kuropatwa, y la miríada de gente fea, rica y mal vestida que pululaba por la feria la distancia no podía ser más grande; arteBA aparece en sus palabras como un espacio cerrado, exclusivo en un sentido falso y barato, un lugar donde no entra el aire y donde solo se mueven los mismos personajes de siempre, vendiendo y comprando indefinidamente los Berni, Quinquela, Fader, que emergen de un salón familiar tras alguna muerte o caen indefensos bajo la mirada de la hija de la celebérrima millonaria Amalita Lacroze de Fortabat, la de aros de oro falso. Como público del arte, como actores del sistema del arte, estos personajes son decepcionantes, deja entender Kuropatwa. Lo suyo es lo contrario de ser posh: es gente que tiene dinero pero que no entiende de arte, al punto de confundir a Antonio Berni con J. L. Borges. La reseña más dura contra la feria, escrita con seudónimo, las carga directamente en esa dirección:

      Porque ya sabemos, uno o una se pasea por la vida teniendo algo más en la sesera que las hojas secas de una tradición [...]. Y en el Parnaso falta también el eterno épico Carpani, la estampa misma del vigor,


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