Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias
describir su contenido como primitivo. Porque una ciudad sin infraestructura no tiene escuelas, ni bibliotecas, ni revistas, ni demasiada información, ni contactos internacionales, y por lo tanto fácilmente parece que de todo lo que se hace allí, y que resulta tan primitivo, no hay nada que aprender.
Y de hecho la industria del arte en Buenos Aires tomó esta idea un poco destructiva contra el propio contexto de trabajo de Buenos Aires, al denostarlo por encerrado, desactualizado, etc. Por eso Bruzzone, que estaba claramente comprometido con la idea del desarrollo desde su rol como coleccionista de arte contemporáneo y editor responsable de ramona, sorprende al describir en términos elogiosos la escena artística de la provincia de Tucumán. Puntualmente escribe en el número 8 sobre la Beca Antorchas, que desarrollaba reuniones de trabajo grupal (críticas grupales y otros espacios de intercambio con “profesionales” llegados de Buenos Aires) en el interior del país. Pero lo que dice no es que estas reuniones permitieran “profesionalizar” a los artistas de Tucumán sino que, al revés, los “profesionales” de Buenos Aires se quedan maravillados con la escena que encuentran:
Críticos, curadores, artistas [de Buenos Aires] desembarcan en Tucumán [preparados] para la conquista y son fagocitados por una realidad que los supera. Iban a dar clases y vuelven sorprendidos: enseñados. Miradas distintas y hasta antagónicas pero abiertas descubren [...] una cierta originalidad espontánea y auténtica que los desestabiliza20.
La perspectiva de Bruzzone no fue tan común en los años siguientes. Valorar el instrumento institucional (en este caso las críticas con disertantes invitados) pero solo como un medio capaz de invertir el sentido convencional de la transmisión de valor y conocimiento fue, de parte de Bruzzone, peculiar. Es una perspectiva que podría ser feminista o queer: la de quien le da lugar al otro para ser otro, al raro para ser raro, en lugar de juzgarlo según cánones externos y convencionales. Sin embargo, el mayor caudal de discursos sobre el desarrollo institucional en Argentina tomó otra vía, según veremos. No fue frecuente la pregunta sobre qué podían aprender, o cuestionarse, los curadores extranjeros al visitar Buenos Aires, como los visitantes porteños, según Bruzzone, podían aprender mucho en Tucumán y así lo hicieron. Más bien circuló la creencia de que los artistas de Argentina debían forjarse al gusto de esos curadores extranjeros para poder proyectarse profesionalmente. Y esta creencia, antes de descartarla, tenemos que examinarla en el detalle de sus efectos y en la entretela de su propia articulación.
Lo cierto es que la mirada de Bruzzone toma un signo empático hacia los artistas alejados del puerto y provistos todavía de menos oportunidades de interconexión que el joven que dejamos de regreso a Flores en la parada del 92, con una edición de ramona en la mochila. Y eso no era común en los programas y situaciones de clínica grupal como los de la Fundación Antorchas, ni es común en casi ningún programa de este tipo. Ahora, si yo tuviera que esbozar una crítica de estos programas me remitiría a la situación que los lectores de Chris Kraus recordarán de su libro Video Green: una jovencita, participante de un programa de artistas en California, escribe un diario íntimo en el que cuenta intimidades de sus compañeros, luego lo presenta en la crítica y el profesor la desprecia frente a sus compañeros por ser poco profesional. Es exactamente lo inverso a lo que hizo Bruzzone al enterarse de la existencia de un monumento al sándwich de milanesa realizado por Sandro Pereira en Tucumán:
Paródica, conceptual, naif, […] “El Sánguche de Milanesa” está llamado a ser el monumento que los argentinos estábamos esperando […] para recuperar la posibilidad de reírnos de nosotros mismos […]. ¡Cuánta falta nos hace frente a tanta solemnidad o reclamo de inconducente teorización cuasi calvinista! Sin culpas: el arte, en Pereira, es básicamente juego, alegría y disparate21.
En definitiva, al profesor de la anécdota que cuenta Chris Kraus le falta empatía, lo que a Bruzzone le sobra. Y hay que notar que, para Bruzzone, la empatía tiene que ver con reírse, primero que nada, de uno mismo. Y aquí me permitiría una digresión: la de la empatía, palabra tan de moda, no es una cuestión meramente ética. O su dimensión ética, quizás, también irradia sobre las posibilidades de existencia de un arte genuinamente nuevo. A quien le concierna el arte la empatía debería interesarle siempre. Estoy tentado ahora de citar a Oscar Wilde, que encontrándose postrado en una habitación en París pronunció la frase famosa, frente a una pared que lo molestaba en su convalecencia: “O se va ese empapelado o me voy yo”. Y fueron, como se sabe, sus últimas palabras. La empatía, la divina empatía, tiene que ver con sentir ternura incluso en el juicio adverso: y eso es lo que permite extender el concepto de arte más allá de su dominio conocido (la “teorización calvinista”, al decir de Bruzzone), al percibir el arte en lo que es ajeno a su idea normalizada y realzar su contacto con lo infantil, lo salvaje, lo tonto. Dice Pombo en su charla con Macchi:
Durante toda mi adolescencia y juventud vivía como si fuera todo una obra de arte. Iba a una fiesta y era como si fuera una obra de arte. [...] Ahora, a partir de los 25 hubo como un click que fue la necesidad de hacer algo para decorar mi cuarto [...]. Cosas hechas con materiales pobres -baratos me refiero-, que estaban al alcance de la mano y, después, cuando empiezo a trabajar como profesor diferencial [...] deseaba hacer la obra como la haría Juanito Laguna22.
Pombo se refiere a su trabajo como maestro en una escuela para alumnos con dificultades de aprendizaje: fue ese trabajo, que lo forzaba a mirar con los ojos de un otro, el que lo llevó a descubrir sus propias obras. Pero incluso sin este detalle, y ya de antes la manera en que Pombo miraba asombrado su propio cuarto de adolescente, y antes aun las fiestas, considerándolas una obra de arte, no es distinta de la mirada de Bruzzone en Tucumán. Ni es distinta de la preocupación de Wilde con el empapelado infame que lo vio morir. Por eso Pombo puede decir que en su proceso de trabajo el pensamiento no juega ningún papel, lo cual lastima un poco a su interlocutor:
Lo único que importa es una fuerza que me conduce más allá de lo que pienso. [...] Pienso las cosas desde distintos ángulos; cosas opuestas... Pero eso no creo que sea lo que sostiene mi vida, ni mi trabajo. […] Y el arte siempre me ha parecido que ofrece esa posibilidad de algo más allá de lo que uno piensa23.
Pombo se irrita con la pretensión de que el arte pueda ser explicitado, porque explicitarlo equivaldría a anular el encanto ingenuo en el que el arte parece que ocurriera solo y en desmedro de todo aparato. No explicitar es otra forma de ser receptivo, otra declinación de la empatía. Y no es contra Macchi ni contra el arte conceptual que Pombo reacciona, sino contra esa necesidad de explicitación:
Una de las cosas que fue para mí una guía, fue siempre hacer lo más fácil. Cuando estaba buscando, comprando cosas, me sentía agotado y, con una mano en el corazón, me pregunté: ¿qué me es más fácil? ¿Crear un personaje? ¿Armar una fábrica? ¿Buscar sponsors? ¿O ser un pintor boludo que no sale de su casa y hace cuadritos para vender? […] Mi toco con la reflexión es un poco el toco con el arte moderno. De que el arte tiene que tener un para qué, un porqué, una explicitación. […] Eso en algún momento habrá sido brillante24.
Antes que “armar una fábrica” (lo que sería tener un gran taller con muchos asistentes) y “buscar sponsors” (lo que llevaría eventualmente a aumentar la producción en tamaño, frecuencia o despliegue), Pombo prefiere identificarse con el pintor boludo, humilde, que no piensa mucho. Claro que esta mirada, empática como es, tiene su reverso problemático. La empatía puede virar fácilmente a una relación abusiva, vampírica, con un otro desprotegido, victimizado, y el tema tiene muchas transiciones. Pero vuelvo ahora a un recuerdo más fresco. En 2017 el joven artista Julián Sorter escribió un poema que hace una referencia a los programas de artistas y la cuestión que llama “de los duendes”:
Ser humano es ser raro, si se mide con esa vara de normalidad. […]
Somos duendes.
Todos.
Por eso me preocupan los programas de formación.
¿No hay programas de duende?25
Sorter dice lo mismo que Bruzzone había dicho diecisiete años antes: el desarrollo institucional del arte no debe enfrentar los elementos ingenuos, primitivos o desadaptados de un artista sino emanciparlos. De lo raro hay aprender,