Ojos y capital. Remedios Zafra
global, todos participamos pero solo unos pocos la rentabilizan de manera importante. Y no puedo obviar que el valor, la visibilidad, los significados e imágenes de las cosas que regulan estos dispositivos, hablan del poder para mantener o crear mundos . Porque son hoy cuestión de programación y algoritmos, pero cuestión también de multitudes y de nuevas formas de hegemonía digital colonizadora. Por ello vuelve la pregunta por quién manda sobre esa programación, quién gestiona el orden, quién programa las lógicas del ver como lógicas del ser/no ser, entre las infinitas variantes posibles, quién se hace imprescindible y repite o crea un mundo, un poder sobre el mundo.
La tecnología traduce a categorías manejables las afinidades, preguntas y fragmentos de vida que sentimos la necesidad de compartir. Y ese es uno de sus grandes logros: “hacernos sentir que hay que estar”, “que hay que hacerlo”. A cambio proporcionamos cosas legibles para quien sepa y quiera leerlas, reguladas por nuevas mercadotecnias de la socialidad online. Y pasa, y preocupa, que las nuevas modalidades de esta recepción/uso/producción en red se valen de sujetos experimentados en lo digital, pero huidizos de aquello que requiere tiempo para pensar o profundizar, tiempo también para otorgar pregunta ética a las cosas que hacemos.
Nunca antes se dio algo tan valioso como el deseo fragmentado en posicionamientos, a veces explícitos, a veces sutiles. Y esto acontece en el simulacro de espacios de intimidad donde compartir lo que importa, lo que hago y lo que cada día necesito, aquello a lo que mi tiempo y libertad sucumbe, porque siento que la vida sin un apéndice red es más inútil.
Los criterios difieren, pero delimitado el marco en que todo esto acontece, el carácter cuantitativo parece marcar siempre el filtrado para gestionar el valor. De manera que lo que más ojos ha logrado, lo más buscado, lo más citado, equivaldrá a un valor añadido que incidirá en sí mismo, en el engorde y mantenimiento de este orden. Sin atender a lo que hermana y separa el gesto mecánico del disentimiento razonado, la ignorancia y el conocimiento, la democracia y la oclocracia, la muchedumbre de la multitud, la multitud del pueblo.
Y cierto que no hay cosa más hackeable que “lo más visto”, tanto por la propia programación (que visibiliza y crea), como por la instrumentalización de los ojos sin tiempo puestos al servicio del capital. La primacía de lo numérico es la primacía de lo objetivable, de los saberes cuantificadores no siempre acompañados del contexto que hace humana la pregunta o el algoritmo. Además, lo cuantificado favorece un posicionamiento previo que operará como hándicap, que mantendrá un poder, que engordará lo que ya es muy visto o se presenta como tal bajo los más básicos principios del mercado con que se planifican los movimientos de las masas. Y no deja de parecerme curioso, y en ocasiones hasta irritante, que en esa acumulación de lo visto se nos quiera mostrar la convergencia resignada de enfoques que reivindican el carácter democrático (el valioso poder de la mayoría) con la hegemonía neoliberal (el poder de unos pocos que controlan y capitalizan estratégicamente el medio para lograr masa). Ambos llamando a la multitud como si en un círculo optaran por sentidos opuestos hasta confluir en un punto que les hermanara en las formas de gestión tecnologizadas de las gentes. Hay diferencias, hay contradicciones y resistencias. Hay sobre todo consideración o apagamiento del sujeto.
¿Acaso lo cuantitativo es suficiente, significativo, bueno… para otorgarle el máximo valor? ¿Acaso olvidamos que las masas que se pronuncian pueden hacerlo por razones tan opuestas como la manipulación de la máquina, el posicionamiento ya adquirido por determinada estructura del poder, el exabrupto espontáneo, la indignación social, el asesinato terrorista, la revolución de la plaza o el vídeo más visto de unas crías de gato? Cada causa unida por el número más alto esconde razones tan diversas que bien merecerían una parada, un detenerse a pensar, frente a la rapidez que suscitan. Incidir en lo que supone resguardarse en los otros o pensar por nosotros mismos. ¿Qué hace hoy coincidir oclocracia y democracia?, ¿dónde queda la conciencia que soñamos como libertad y crítica que da poder a la mayoría de sujetos que piensan más allá de la vanidad del valerse de la autoexhibición o la deriva a la que empuja la máquina (también la época) para ser más visto bajo un ejercicio de banalización e instrumentalización mercadotécnica? ¿Dónde la solidaridad y el nosotros?
Claro que no es suficiente, claro que no olvidamos las razones por las que las masas se dejan llevar o se convierten en multitud o en ciudadanía; que no olvidamos las formas de desmantelamiento colectivo y la apropiación de estrategias de visibilidad y mercado para convencernos de que somos producto “yo”. Pero sucede que apenas pueden salirnos al paso, porque rápidamente habrá otra cosa en la que pensar o a la que ceder. La velocidad y el exceso quieren neutralizarnos. Las cosas apenas necesitan un mínimo empujón para ser incorporadas a la inercia del ahora que demanda la cultura-red. Porque cuando la vida solo vale en presente continuo caduca demasiado rápido, dificulta el pensar, favorece las ideas preconcebidas y pasar epidérmicamente por las cosas. Apenas ser acariciadas por los ojos mientras la máquina hace el trabajo, sintetizando información, proponiendo categorías válidas, las más vistas, las vistas por los demás. Los demás: “Dícese de esos que no pueden estar equivocados porque son muchos”. No sin motivo resguardarse en la mayoría como forma de no desentonar ni disentir es también una forma de invisibilidad, de negación del sujeto.
Lo que antes requería por nuestra parte el esfuerzo de la búsqueda necesaria para conocer, contextualizar y comprender, viene ahora a nuestros ojos a golpe de dedo, y viene además interpretado y deducido por una secuencia de números que facilitan un posicionamiento más rápido. La tranquilidad de lo que ya viene interpretado (como pensamiento o estética que delegara siempre en la estadística), sin atender a si leímos lo que recolectamos o las palabras se quedaron en la imagen del “vistazo”, si somos conscientes, si tenemos miedo, si hemos podido elegir, si sabemos que no tenemos por qué pronunciarnos sobre absolutamente todo. Y los trenes pasan y no paran.
Pensar en los lastres que suponen estos órdenes en los que delegamos la pregunta al mundo es hoy razón crucial del análisis de las redes como forma de articular un modelo, o meramente unos apuntes teórico-críticos sobre la cultura contemporánea. En esta apología que reivindica el valor de la visualidad contabilizada (los ojos como nueva moneda) como criterio fundamental del orden del mundo en red, nos interpela la necesidad de detenernos a habitar con extrañamiento contextos y condiciones, estructuras y sesgos. Hacerlo retomando conceptos que matizan cómo la mayoría hoy puede ser fabricada tecnológica y socialmente pasando por alto al sujeto.
Las masas online son multitud de personas solas, de individuos conectados en sus cuartos propios, o distantes pero siempre frente a sus pantallas. La mayoría cansados de antemano por las exigencias de la época como para hacer la revolución. A no ser que haya conciencia o que todo esté perdido. Cuando todo está perdido (el trabajo, la dignidad, la posibilidad de futuro) o cuando hay conciencia, el sistema ya no domestica, la red puede ser instrumentalizada para la transformación social. El mundo se tambalea. Porque la red tendría la capacidad de favorecer la rebeldía y la alianza entre los que no tienen (no tenían) poder. Los individuos que han vivido y mirado por la ventana y de pronto lo pierden todo, pueden cohesionarse como multitud. E incluso entendiendo la multitud como un modo de ser abierto a desarrollos contradictorios, esa multitud pudiera ser política, potencial agente de transformación colectiva, pudiera convertirse en una suerte de pueblo, de ciudadanía no exenta de sujeto.
Porque, ¿cuándo pasó que el poder político delegó la creación de espacio público en el capital de manera tan normalizada? ¿Cuándo pasó que los códigos de comportamiento (“me importas, te importo”) los marca el poder económico y no la ciudadanía que delega en los gestores de espacio público? ¿Cuándo las calles de dígitos definitivamente nacieron privatizadas?
¿Puede que algún día Google (en deriva monopolizadora y de nuevo agente colonizador) gestione biopolíticamente todos nuestros datos, también vitales? No solo, por ejemplo, el h-index, ya importante para medir la productividad y el posicionamiento (ordenamiento) de los investigadores en el mundo académico a través de Google Scholar, sino también nuestros índices, pongamos, de sangre y niveles de colesterol. Superando ya esa sutil frontera de ahora donde puedo abolir los ojos de los otros y de la máquina. Quiero decir que, ¡oh dios, oráculo que todo lo sabe, tótem camuflado como casilla vacía y botón!, que él tuviera un control no solo biopolítico,