Ojos y capital. Remedios Zafra
Lacan; pasando por la “crítica a la vigilancia del panóptico efectuada por Foucault”, el “ataque de Debord a la sociedad del espectáculo”, la relación sugerida por Barthes entre “la fotografía y la muerte” que sí acompañará de cerca a este ensayo, “la afirmación de Lévinas de que toda ética es frustrada por una ontología visualmente fundamentada”; y, por supuesto, la indignación de Luce Irigaray ante el privilegio de lo visual en la sociedad patriarcal.
Me detengo porque de Irigaray me punza singularmente su argumentada reivindicación del espéculo frente al espejo como tecnología que desbarata el montaje de la representación en torno al cuerpo de las mujeres y cuestiona la sumisión a imperativos lógicos masculinos; cuya hegemonía respecto a determinadas formas del ver ha sido empleada para excluir del discurso a las mujeres. Hay otras cosas que ver sin necesidad de considerarnos castradas o vedadas en el habla (y en la historia). Sugiere Irigaray que “la/una mujer nunca se encierra/oculta en un volumen”13. En esta línea, otras pensadoras como Laura Mulvey14 sostienen que “la paradoja del falocentrismo en todas sus manifestaciones consiste en su dependencia de la imagen de la mujer castrada para dar orden y sentido a su mundo” de forma que sería “la carencia inscrita en ella la que produce el falo en tanto presencia simbólica, es su deseo de hacer buena esa carencia lo que el falo significa”. Cierto que las reflexiones de Mulvey a las que nos referimos se centran en el cine narrativo, en cómo este participa en la socialmente establecida “interpretación de la diferencia sexual que controla las imágenes, las formas de mirar y el espectáculo”; cierto que el cine difiere en gran medida de la complejidad de un medio (casi mundo) como Internet. Pero sus reflexiones sobre representación y género apuntan a una idea básica y potente sobre la conformación de los imaginarios: cómo tradicionalmente “la mujer ha sido considerada materia prima (pasiva) para la mirada (activa) del hombre. El hermanamiento de estos centros (ocularcentristas y falocentristas) del patriarcado serían en todo caso nodos de pausa necesaria en toda reflexión crítica sobre el poder ejercido por la mirada y el poder de reacción y empoderamiento posibles.
Esbozado un panorama reciente de cuestionamiento y crítica a la mirada y su poder en Occidente (y remitiendo a la extensa y profunda teoría que surge a finales del siglo XX de los llamados Estudios Visuales con profundas ramificaciones en los Estudios Culturales, Poscoloniales y de Género) quisiera situar una suerte de mapa de recortes. Y requiero para ello desplazarme a otro lado de una hipotética habitación desde la que miremos las historias y representaciones recientes del mundo.
Desde este lado observo que la hegemonía ocularcentrista además ha primado y se ha fortalecido en el desarrollo científico y tecnológico de los dos últimos siglos. Y que para ello se ha apoyado de manera singular en las máquinas que gestionan la visualidad y en los cuerpos que miran y que son mirados. Máquinas y dispositivos que permiten ver lo que no es visible para el ojo; desde lo microscópico a lo telescópico; ver adentro y afuera; lo profundo y lo exterior; desde muy arriba de las cosas y desde su periferia, incluso lo que está fuera del marco.
Indudablemente advertir las zonas de sombra, exclusión e invisibilidad que suscitan las imágenes tiene una profunda lectura política del lado de la desigualdad que provoca (no) ser visto y significado por el ojo del poder. Un ojo que capta y selecciona la imagen de lo que existe y se archiva. Un ojo cada vez más tecnológico que no solo enfoca sino que crea imagen y control sobre ella.
Resulta tan fascinante como inquietante apreciar que las máquinas de ver crean un nuevo mundo, mejor dicho, un nuevo poder sobre los sujetos y cuerpos “en el mundo”. No solo por facilitarnos ver lo que antes no podíamos, sino porque visualizando operan como una suerte de performatividad visual que permite dar forma a lo que antes no existía para nosotros. De ello se derivan no solo lecturas para la biopolítica y la biotecnología sino para la cultura-red; descubriendo un mundo de datos, archivos, directorios, listas, visualizaciones y bibliotecas que habría conmovido a conocidos amantes del conocimiento archivado y de sus formas convenidas de organización, como Walter Benjamin o Borges. Un mundo que aquí nos interesará por las formas de valor y poder que de ellos se deducen.
Porque me parece que ha sido, o mejor, que está siendo, la democratización y disponibilidad horizontal y global de muchas de estas tecnologías la que ha acelerado una forma distinta de ver el mundo y, especialmente, la forma en la que construimos nuestra manera de estar en el mundo conectado. Ciertamente “vemos” en tanto que disponemos de las lentes/pantallas que lo permiten, pero también porque somos incluidos por estas bases de datos (y vemos desde dentro), formando parte, como registro preferente, de ellas. Una integración que nos enlaza a ellas y a “desear ver”. Entre otras cosas y siguiendo a Gadamer, porque en tanto nos integran “tienen que ver con nosotros”. Deseamos verlas porque allí estamos, es decir porque “queremos vernos”.
No sería trivial por tanto posicionar estos dispositivos en un lugar preferente en la vida de ahora. Un lugar más importante si cabe que el espejo, que solo nos permite ver la capa superficial de cada uno de nosotros. Como un papel de regalo, ni siquiera nuestras venas y arterias, ni siquiera nuestros pensamientos… A lo más el color de máscara de ojos o la nueva camiseta. Increíble artilugio (el espejo) pero superado hoy por cualquier cámara o pantalla. Frente a él los dispositivos de la visualidad online nos facilitan tanto vernos a nosotros como al resto del mundo conectado. Ver cómo nos ven desde flancos, fragmentos y profundidades que difieren. Hacerlo de maneras que van cambiando y que en tanto inclusivas con nosotros, nos obligan a gestionarlos, como forma de construir nuestra imagen hacia el otro.
Y aunque la potencia de estas máquinas y aplicaciones del ver hable de diversidad en formas y enfoques, no deja de llamar la atención la asombrosa homogeneidad de las imágenes que hoy generamos, que nos parezcamos tanto (que nos asemejen tanto, como sombras ante un sol cegador). Porque a nadie escapa que en la cultura-red interesa movilizar la autorrepresentación como tema. A nadie escapa que dicha movilización sea paralela al crecimiento de redes sociales apoyadas fuertemente en vídeos (como YouTube) o en fotografías (como Instagram), o en pronunciamientos sintéticos del “yo” (como Twitter).
Ser vistos no es ya una posibilidad en el mundo conectado; ser vistos es una exigencia, una característica a la que los humanos deberán habituarse en el futuro cercano. De hecho, el cambio ya está operando y tanto una primera mirada de cerca a los amigos conectados, como una mirada de lejos a los números que nos incluyen en “los muchos”, nos devolvería como respuesta que no buscamos escondernos, que ya no importa de la misma manera la privacidad. Muy al contrario, lo perseguido cada vez más apunta a la “hipervisibilidad”.
Cierto además que, para nadie que habite la red, la privacidad es lo que era hace años y que hoy todo (lo bueno y malo que decimos/hacemos) se olvida a un ritmo trepidante, eclipsado por el ahora. Aquel concepto occidental de privacidad mantenido no solo desde un prisma moral, sino desde un prisma ante todo material ha cambiado. No sin motivo la regulación política de los espacios y de su visibilidad ha permitido por mucho tiempo delimitar una frontera de ceguera para los ojos ajenos. Curiosamente, ahora es sobre todo esa privacidad lo que retransmitimos desde nuestras habitaciones conectadas, a las que demandamos “más de nosotros mismos”.
Viejos códigos demarcaban en el pasado espacios privados e impenetrables, espacios donde se legitimaban e invisibilizaban cosas que hablan tanto de la libertad del “a solas” como de desigualdad y poder de unos sobre otros, legitimados en tanto “no vistos”. Y me parece que la época nos obliga a redefinir este concepto desde un irreversible uso de las redes y de autogestión de nuestras imágenes en ellas. Fíjense por ejemplo en las clásicas formas de “reconocimiento social” que siempre han ido acompañadas de altos niveles de visibilidad. Pero veamos que hasta hace poco era una visibilidad restringida a la esfera pública (profesional, social y masculina), bien delimitada de la frontera de las casas y la vida familiar y privada.
Sería otra forma de presentar el poder ejercido desde la primacía del ojo. Aquello a lo que se ha dado luz y visión pública, frente aquello otro restringido a la reproducción de la vida y los saberes sin poder de reacción, lo que ha quedado fuera del marco de la mirada pública. Porque el poder ocularcentrista opera también proyectando oscuridad y puntos ciegos, como ese lugar de sombras llamado hogar. Así, en las historias que nos han contado ha dado igual,