El ojo del mundo. Guillermo Fernández
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Guillermo Fernández
El ojo del mundo
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Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2020.
© Uruk Editores, S.A.
© Guillermo Fernández.
ISBN: 978-9930-526-96-5
San José, Costa Rica.
Teléfono: (506) 2271-6321.
Correo electrónico: [email protected]
Internet: www.urukeditores.com.
Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
A la memoria de Kevin Carter, quien tomó en Sudán la fotografía del niño y el buitre, y cuyas interpretaciones posibles movieron las distintas ficciones de este libro.
I
Me encontraba en un bar de Lower East Side, donde vivía en un pequeño apartamento, tomándome un trago con mi amigo Wilson, editor de una revista local, y lo vimos ambos en la televisión durante el noticiario de las nueve de la noche. Wilson me mostró un gesto de asombro y golpeó su vaso sobre la barra.
—Conque el nuevo Pulitzer –me dijo manoseando rudamente su bigote–. Lo que necesitaba mi revista para estar en el ojo de todo el planeta.
Guardé silencio. Bebí un trago de mi whisky y le confié que no estaba muy seguro de esa foto tan brutal, como pensada por el mismo Dios.
—¿Crees que sea falsa? –me interrogó pidiéndose otro whisky. En el bar tocaba Gary una pieza de jazz y había pocos parroquianos. Donato, el bartender, que también veía la noticia, se nos acercó:
—Ustedes que saben de estas cosas, pues soy un ignorante en periodismo, ¿qué clase de maldita foto es esta?
—Se me había olvidado que la había visto cuando la publicó el New York Times el año pasado –respondió Wilson–, me pareció más de lo mismo. La desgracia del hambre y todo eso… Ahora que la veo bien, es una foto formidable, ¿verdad, Henry?
Yo estaba con la mirada fija en el televisor a pesar de que ya estaban pasando otra noticia. Pensaba en los años que tenía de fotógrafo y periodista para un periódico neoyorquino de nula importancia y jamás había contado con la oportunidad de producir una foto como la de Kevin Carter. En cierta forma me encontraba desolado.
—No sé si es formidable –dije sabiendo que sí lo era–. El Pulitzer es lo que la ha canonizado, viejo. Los premios tienen esa magia.
—Entiendo lo que dices, pero esta foto…
No logró terminar, Donato, que tal vez no nos escuchaba, volvió a insistir:
—No me gusta para nada esa foto. Sé que ustedes son los que saben. A este bar llega mucho profesional: abogados, periodistas, empresarios, actrices y actores con depresión de temporada, putas encubiertas de damas interesantes, alguno que otro gánster con ganas de escuchar una melodía de jazz. Porque hay de todo en el mundo. Pero no estoy seguro de si esa foto es algo profesional. Me infecta… quiero decir… Tiene algo que me baña de mierda.
—Si te sientes así es por algo. ¡Qué éxito! ¡Logró conmoverte! –dijo Wilson, mirándome con audacia.
—¿Eso era lo que quería el fotógrafo? –preguntó Donato volviendo a servir whisky en nuestros vasos–. Esta la invito yo por las clases que me están dando, amigos. Con todo lo que escucho aquí podría merecer un título de alguna carrera que no se ha inventado, ¿me comprenden?
—Que te lo explique Henry, él es fotógrafo –dijo Wilson.
Yo los observé a los dos, atentos, como si fuera a dar una cátedra.
—Wilson es un editor de garra y sabe de estas cosas. Te lo puede explicar mejor.
—Pero eres fotógrafo y periodista, las dos cosas al mismo tiempo –dijo Wilson–. Algo debes saber al respecto.
Los dos asintieron con cierta confabulación.
—De acuerdo, de acuerdo –repliqué incómodo–. Todos sabemos que una foto como esa habla por sí misma. Es lo que busca el periodismo. Si te impactó es por algo, Donato. Para mí, no es tan formidable. Me interesan otras escenas de la realidad. El Pulitzer está volando bajo. ¿Habrá investigado el New York Times si no es un montaje? No lo creo.
—Aun así no estoy conforme –dijo Donato–. Si me impactó es porque no merecía ver algo así. Aunque sea un bartender también tengo mi sensibilidad, habiéndolo visto casi todo, ¿eh?
—¿Y qué merece ver uno, dime? –le preguntó Wilson.
—Es una forma de decirlo, hombre. La realidad satura. Prefiero ver una película de Disneylandia con mi novia. Eso es todo. Y algo más, yo soy más interesante que esa fotografía de mierda, ¡se los juro! Tengo muchos secretos. Algún día les contaré los mejores. ¿Y qué pasará? Nunca me tomarán una foto ni harán un reportaje. Sé cómo son ustedes los de la prensa. Desprecian al hombre común, lo olvidan, ja, ja, ja, ¡imbéciles! Nadie es común.
—¿Conque un reportaje y una foto? –dijo Wilson.
—Vamos a ver, ¿qué saben ustedes de mis padres? ¿Saben cómo llegaron a este país? ¿Les gustaría saberlo? Oigan, son mis héroes. Y también soy un pequeño héroe, no lo olviden…
Wilson y yo reímos sarcásticamente. Me empecé a sentir confundido.
—Bien, Donato –dijo Wilson cerrándome un ojo. En ese preciso instante encendió un cigarrillo y le vi las marcas del rostro que revelaban su rápido paso por el boxeo–. A todos nos ha costado algo el tema de vivir. Pero cómo hacer que ese costo se haga relevante…
Donato sonrió tímidamente y se fue a atender a un cliente al otro extremo de la barra. Gary interpretaba ahora una pieza lánguida en su piano. Era un negro de mediana estatura que empezaba a tocar frente a un vaso de agua, sin que jamás nadie lo viera tomar un sorbo. El agua estaba allí, frente a él y en ocasiones sudaba bajo la luz rojiza. Uno podía incluso pensar que la tortura de la sed era necesaria para tocar su piano. Para tocar esa melodía lánguida que estaba tocando ahora. Sin sed no hay inspiración, pensé.
También pensé en la palabra relevante que había dicho Wilson. En el mundo solo queda lo relevante, lo que deja huella, lo monumental, aunque sea simple. Un poema de Safo, la pirámide de Keops, la invención del teléfono…
—Mira, Wilson –le dije como si Wilson más bien fuera mi propio ser reflejado en otro cuerpo–. ¿Te has puesto a pensar en qué pasará después de todo esto? Es decir, tenemos años de venir a este bar y de comentar lo que pasa en Nueva York, hechos insignificantes o que parecían serios para todo el mundo. La mayoría de esos hechos casi no los recuerdo. ¿Existieron? No lo puedo negar, pero ya no forman parte de nada. Algún bibliotecólogo, si salieron en la prensa, los tiene por ahí, en algún rincón de una bodega. Nosotros escribimos siempre sobre cosas que ya no existen. ¿No es cierto?
—¿Qué ideas son esas? –dijo mirando hacia el televisor. Pasaban una noticia sobre el suicidio de Kurt Cobain del grupo Nirvana–. ¿Y ahora por qué se suicidó ese?
—Se