El ojo del mundo. Guillermo Fernández
que no tenía pasta y buenas chicas? ¿Qué no hubiera dado yo por ser una estrella de rock? Me importa poco la música enferma. Solo la pasta y las buenas chicas. ¿Qué lleva a un imbécil a matarse con tanta lana? Hay pendejos que viven molestos por todo: el sol, las mujeres, los automóviles viejos y los nuevos, los discursos del presidente, la sirena de una ambulancia, los ruidos obscenos de sus intestinos… Apuesto que ese era de esa categoría. No podía agradecer nada de la vida. Un auténtico hijo de puta. Y en cuanto a tu pregunta, te diré algo: pase lo que pase, seguiré tomándome mis whiskies en este bar y sintiendo que no soy lo mejor, pero que habrá casos sin remedio.
—Yo soy un caso sin remedio, pero desconozco mi enfermedad –dije riendo. El bar a esas horas no era tan bullicioso. Gary había hecho un receso. Antes de beber agua se puso a fumar. Había dos hombres en una mesa con pinta de intelectuales (pensé en la CIA), una pelirroja con una especie de magnate gordo riendo de lo que este le decía al oído, un negro vestido de marine mirando fijamente una cerveza, una mujer sola en un rincón donde no se enfocaba mucho la luz, vestida muy elegante, con un abrigo cerrado hasta el cuello. Pensé que esperaría a alguien. El bar de Donato era un buen sitio para citas.
—Lo que te falta es algo de pimienta –me dijo misericordioso Wilson–. A algunos no nos falta nada. Puedo enojarme mucho cuando se me acaban los cigarrillos. Hasta ahí llegan mis problemas. Es una gracia que no esté en Ruanda.
La alusión respondió a otra noticia sobre el genocidio de Ruanda que presuntamente respondía a la muerte de dos presidentes hutus cuyo avión fue derribado por un misil. De inmediato, se pasó al informe de los juegos de béisbol de temporada.
—Cómo decirte que a algunos les llega fácil la suerte mientras que otros nos quedamos esperando… Como ese Kevin Carter. Esa foto es estrafalaria pero hunde el puñal.
—Suerte de tonto, nada más. De esos está repleto el mundo. Tú sigue en tu trabajo y no le des tanta importancia a la celebridad.
—No es la celebridad. Es lo que, ahora lo pienso mejor, tiene esa foto de trasfondo.
—¿De trasfondo? He visto cosas más tristes y no he tenido una cámara a mano.
—¿Qué has visto?
—Una mujer caminando sola sobre el puente de Brooklyn y con los ojos sin fondo. Pasaba por ahí una noche, conduciendo mientras también fumaba y pensaba que todo estaba tranquilo. Y la vi como si ella quisiera que yo la viera de frente. Tuve que esquivarla. ¡Y te repito que sus ojos no tenían fondo!
Me marché en un taxi a mi departamento en la calle 99 Rivington St a solo dos cuadras del bar de Donato, ubicado en un viejo edificio de los que aún quedaron para inmigrantes. Vivía felizmente solo. Los inquilinos no se quedaban por mucho tiempo y tampoco había tiempo para conocer a nadie, lo cual no me producía inquietud. Siempre me ha parecido una ventaja poder vivir sin interferencias. Acudía desde temprano a mi trabajo en el periódico New York Chronicle. La filosofía del periódico era mucho menos pretensiosa que la de un diario como el Times obviamente. Nos encargábamos de las noticias del propio Nueva York y muy pocas del mundo entero. Por ahora, tenía el encargo de escribir sobre la flora en peligro de la ciudad que había inspirado algunos airados comentarios de escritores, cineastas y ciudadanos. Para realizar el artículo debía entrevistar a un viejo botánico que me suplía información necesaria.
Esa noche que llegué a mi apartamento, después de haber visto la foto ganadora de un Pulitzer, no me sentí nada bien. Esperaba que los whiskies me sedaran para poder dormir en paz, como le sucede a casi todo el mundo. Me dediqué a pasear por el apartamento con cierto grado de ansiedad que solo he conocido en los pocos rompimientos amorosos que he tenido. Miré a través de la ventana y vi las siluetas que se deslizaban, incógnitas, a través de las ventanas de los edificios de enfrente.
Percibía la existencia de una bruma que imitaba la danza sutil de un velo.
Tenía un álbum de los premios Pulitzer desde la primera en 1941 e hice un lento recorrido por cada una de ellas. Eran las doce medianoche y no se escuchaba más que un sonido indefinible como a voces tapadas que se infiltraban a través de las paredes. Algunas me parecieron extraordinarias, como siempre, como aquella de 1960 de Andrew López para United Press International, que captura el momento en que un sacerdote conversa con un miembro del ejército de Batista antes de su fusilamiento, o aquella otra de Robert H. Jackson, del Dallas Times-Herard, cuya foto estampa para siempre en una fotografía el momento en que Jack Ruby asesina a Lee Oswald. De todas las fotografías solo una se apropia de la fuerza de la naturaleza y que no forma parte del devenir humano: la del Boston Herarl American de 1979, donde se muestra la acción de una ventisca sobre un faro imperturbable. Las furiosas aguas del mar lo acosan con potencia aplastante, pero el faro se mantiene a pesar de todo. Esa es la foto que me gusta y que por supuesto me interesa de manera íntima. Las demás fotos reflejan momentos decisivos, dramáticos, donde estamos inmersos siempre.
Ahora había que añadir la fotografía de Kevin Carter, la del niño de espaldas al buitre, única en su especie. Ninguna otra podría reflejar tanta perversión en el mundo, ni la de Huynh Cong Ut. Sabemos que el napalm viene detrás de los niños, como un caballo del Apocalipsis y que atrás nada queda, ni sus casas, ni sus escuelas, ni sus juguetes, ni sus historias.
Sabía que Carter había logrado algo especial y terrorífico que se había salido de todo cauce. ¿Estábamos ante el ojo de Dios o ante la simple idolatría del desamparo, que había comenzado a convertirse en una especie de espectáculo insensible? No tenía por ahora la respuesta. Lo que sí sabía era que sentía envidia. Envidia de no haber sido yo tal vez el que hubiera sido el fotógrafo galardonado por un “hallazgo” de ese calibre. Cómo pudo este hombre estar en el momento en que se hacía presente el mal, el mal puro, auténtico, verdaderamente resuelto a imponerse y destruir la obra de la creación. Lo que Kevin había logrado no lo hubiera hecho jamás ninguna otra forma de expresión artística. Solo esa foto. Kevin había visto el horror personificado con una precisión que tal vez otros hechos de la vida no lo hubieran podido ofrecer.
La envidia es el verdadero motor de la creatividad o el pantano movedizo en el que algunos caen y se ahogan. Es un instrumento que puede servir para las dos cosas.
Me fui a mi cama y me dormí poco, o casi nada, con el álbum sobre mi pecho, mientras me perdía en reflexiones turbias.
Al otro día, me preparé un café. Me sentía más repuesto y estaba decidido a hacer algo con respecto al premio de Kevin. Aún no lo tenía tan claro. Me preparé una tostada, que fue lo único que pude comer y no me fijé que salía hacia el periódico a una hora en la que aún no había amanecido. Cuando me percaté de que era muy temprano, caminé descorazonado, con lentitud, balanceando mi maletín de cuero.
Mientras bajaba las escalera me topé a Leonore, una anciana de unos ochenta años que era la única inquilina que se mantenía fiel a esa casa de vecinos y que desde hacía varias semanas trataba de dialogar conmigo acerca de aspectos de su vida que me tenían sin cuidado. Se había dado cuenta de que era periodista y al parecer hay gente que requiere confesarse con un periodista, como existe gente que lo hace con un sacerdote. Quizás esperaba que alguna de sus historias me llamara la atención. Siempre trataba de escabullírmele sin cierta piedad. “Hola, buenos días”, le decía al bajar las gradas. Esos edificios no contaban con ascensor y había que toparse con la gente menos indicada por los pasillos. “¿No me diga que hoy también va de prisa?”, me preguntaba. “Si mal no recuerdo tengo más de un año de invitarlo a tomarse un té conmigo. Mi departamento es hermoso y lo que debo contarle tal vez le interese. No es nada que tenga que ver conmigo. Yo soy una vieja solitaria”. “Es posible que sea otro día, señora Leonore, otro día, hay tanto trabajo en el periódico”. “Pero su periódico también se nutre de las cosas inquietantes de la realidad y yo y mis historias formamos parte de la realidad, no creo que solo haya noticias respetables fuera de este edificio”. Así eran los argumentos de Leonore. Esa mañana que bajaba con algo de lentitud, la vi subir las gradas hacia su apartamento cargando unas flores. Me miró con sospecha:
—Tan temprano para el trabajo, señor Henry.
—Es posible que no haya calculado