El ojo del mundo. Guillermo Fernández
me gustaban los recuerdos de la casa paterna, donde pasé solo la mayor parte del tiempo. Mi madre trabajaba en un hospital, como enfermera, y mi padre era aviador de una línea turística. Verlos a ambos juntos era casi un milagro. A mí me cuidaba una mujer llamada Eva, buena mujer mexicana, quien me enseñó seguramente muchas cosas de su propia idiosincrasia. Era inevitable que me transmitiera en sus cuidados los conceptos básicos de su cultura. A veces la escucho hablarme de su pueblo lejano de donde debió huir a Estados Unidos por algo que nunca quiso contarme. Me hablaba de su pueblo cerrando los ojos, restregándose las manos, como si lo tuviera al otro de la pared de nuestra casa. Un día le pregunté por qué nunca me contaba nada de su pueblo natal. Me respondía en español que había aprendido rudimentariamente de ella misma.
—Pos, ve niño, mi pueblo es lindo. Si te lo enseñara te encantaría. Hay una gran sierra al fondo y caminos rodeados de árboles. Pero se trabaja mucho por poco. Y no es culpa de la tierra. La tierra no tiene la culpa de lo que somos porque ella sigue siendo buena. Con lo que gano aquí se beneficia mi familia.
—¿Se trabaja por poco? No entiendo.
—En algunos lugares se trabaja duro y no es suficiente. Es todo lo que te puedo decir, niño.
Mis conversaciones con Eva me dejaron un sabor que tal vez me impulsó hacia el estudio del periodismo. Nunca lo supe. Me enseñó sin saberlo que hay otra cara de la moneda, que no solo existía la tranquilidad de mi vecindario, la nevera de mi madre siempre llena de alimentos. Eva hablaba con acertijos, sin entrar mucho en detalles, sé que había otras cosas en su tierra de las que no quería hablar con nadie, tal vez solo con otras de sus amigas mexicanas.
Meditaba sobre Eva en mi cama, luego de haberme cansado de revisar mis preguntas sobre la fotografía de Kevin Carter, cuando llamaron a mi puerta. Me fui algo lento. Eran las nueve de la noche. No tenía sueño y solo quería evitar cualquier interferencia. Al abrir la puerta, me encontré con Leonore. Vestía una vieja bata negra que le subía hasta el cuello. Llevaba una peluca rubia y se acababa de poner maquillaje. Relumbraba bajo la luz del pasillo. Tenía las manos juntas, como en señal de humildad urbana. Sentí algo de turbación. Nunca me había tocado la puerta. Las únicas veces que habíamos hablado era en los pasillos o en las escaleras.
—No suelo molestar a nadie –me dijo. Me llegó un perfume potente que me hizo cerrar un poco los ojos.
—¡Cierto! –le dije sin saber si había acertado con la respuesta.
—Pero debía hacerlo luego de cavilar sobre lo que me sucedió hoy.
La vi tan preocupada y decidí, contra mi propia voluntad, que pasara a la pequeña sala. La mujer entró investigando mi hogar, que no era ciertamente un desorden, pero que carecía de cualquier atractivo que suelen ser pruebas para las mujeres de que somos civilizados.
Le dije que se sentara a la mesa donde tenía la fotografía de Carter. No imaginé que le pudiera interesar e hice como si no existiera. La mujer se le quedó viendo, tratando de tejer en su mente una teoría. La gente vive inventando teorías absurdas de todo tipo y jamás llegan a ser ciertas. Son puras divagaciones prejuiciosas.
—¿Y esta foto? –dijo ella. La mujer se sentó a la mesa y examinó la fotografía aguzando la vista–. No llevo mis anteojos para leer. Sin embargo, veo que esto es un buitre y esto otro un niño de esos de África.
Me molestó que invadiera mi privacidad. Había olvidado que tenía la fotografía sobre la mesa. Me sentí sin ánimo de explicarle nada a Leonore.
—El último premio Pulitzer –le dijo sentándome frente a ella.
—¿Mereció esto un Pulitzer? –dijo ella con un tono de indignación–. Para mí es una foto atroz. A lo que llega el periodismo, con su perdón, Henry.
—Entiendo, ¿qué fue lo que sucedió hoy? –le dijo yendo al grano.
—Algo que usted debe saber, Henry. No creo que haya problemas. Solo trato de ser leal a usted.
—¿Ah sí? ¿Leal a mí?
—Un compañero suyo de trabajo llamado Andrew vino a verme por lo de Greta Garbo. Me comentó que usted estaba muy ocupado en otros casos.
—¿Ese desgraciado vino a verla?
—Es un hombre muy caballeroso y me trajo unas donas de chocolate. Lo invité a una taza de té. Hablamos mucho de lo que ustedes hacen en el periódico. Claro, primero dijo que era su gran compañero de toda la vida. Luego, mientras bebíamos el té y le servía unas galletas de avellanas, me comentó que le encantaría saber los pormenores de mi relación con Greta Garbo. Yo, como usted no me ha dicho nada, me permití ser un poco recelosa. Solo le dije que en efecto había sido la edecán de la actriz y que conservaba muchos recuerdos de ella, así como secretos que no debo divulgar a gente inapropiada. Usted me entiende.
La miré un poco agitado. Le pregunté si quería tomar una taza de café y me respondió que era muy tarde para tomar café. La mujer siguió mirando la foto de Carter y se ponía unos dedos translúcidos sobre la nariz, como si pudiera oler lo que emanaba de esa remota región de Sudán.
—¿Se siente bien? –le pregunté.
—Todo bien, Henry, solo que esta foto… así… sobre la mesa.
—Es provisional, debo hacer un estudio sobre ella. Después de todo ganó un Pulitzer.
—Ah, los Pulitzer, cómo deben tener pretendientes todos los años.
—Ni se imagina. Es un premio...
No pude seguir adelante. No sabía qué decir. A mí me hubiera encantado ganar un Pulitzer con uno de mis artículos o fotografías. Pero uno sabe de alguna manera que hay aspiraciones personales que no pueden convertirse en hechos por una dura norma del destino. Eva me hablaba siempre de gente con estrella y gente estrellada. La tierra donde ella procedía era buena, pero todo el esfuerzo que se ponía en ella producía poco. Yo tenía talento, era excelente fotógrafo, pero no lograba convertirme en un nombre relevante para esta ciudad a la que le había dado tanto.
La mujer supo que me había sumergido en un pensamiento fugaz. Me despertó a tiempo.
—Cuando su compañero me comentó que quería mi historia me sentí muy halagada. Las historias de vidas neoyorquinas publicadas en el New York Chronicle son maravillosas. Adoro esa sección del periódico. Pero le dije de inmediato que la historia se la había prometido a usted y que desde luego le preguntaría.
Asentí. Por un momento supe que Leonore existía en mi realidad de un modo consistente. Antes era solo la señora inoportuna que vivía en el mismo piso del edificio donde yo alquilaba. No esperaba que Andrew se me hubiera adelantado. Quizás Andrew sí era un buen periodista y yo solo un reportero despectivo, que no era capaz de ver más allá de sus narices.
—Hizo bien, hizo bien –le dije viendo en dirección a la ventana. Vi las luces encendidas de la calle. Las ventanas iluminadas. Cierta neblina.
—¿Y cuándo me entrevistará? –me preguntó juntando sus dos manos sobre la mesa. Me miró de un modo conturbador.
—Yo creo que vamos a preparar el terreno. Primero le aconsejo que escriba lo que le interesaría contarnos de Greta Garbo. Anunciar que vamos a revelar penumbras de su vida será lo atractivo de la entrevista. Luego me pasa sus apuntes para reunirnos. Nos tomará algunas sesiones. Quizás tres.
—Eso era lo que deseaba escuchar. Sé que tengo información de Greta que les gustará a los lectores de New York Chronicle. Ella no dejó que nadie la indagara desde que se retiró del cine. Sin embargo, a mí me contó todo. Un día en forma muy superficial. Otro día le gustó sumergirse en las cosas íntimas. Usted sabe, por más que uno quiera aislarse del mundo entero tarde o temprano deberá declararle a alguien lo que tiene entre pecho y espalda. Todo el mundo ha querido saber por qué ella se retiró de los escenarios y por qué tanta insistencia en vivir su claustro. Pues yo sé por qué.
—Magnífico –dije sin ganas, en verdad me interesaba poco lo que una loca vanidosa hubiera hecho