El ojo del mundo. Guillermo Fernández
invasión a mi vida. Quería quitarme ideas para publicarlas con su nombre. Como hacen muchos periodistas y escritores con tantos ingenuos. Me agradecí, en ese momento, no haberle revelado ni a él ni a Giotto las preguntas que esperaba hacerle a Carter en caso de que me aprobaran la investigación.
—Sí, Henry, es magnífico. Tengo datos valiosos. Pero como usted me cae bien y vive aquí mismo como mi vecino, solo se los daré a usted. Yo sé que en algunas revistas me pagarían. Y el dinero a esta edad me es indiferente. No quiero dinero. Tengo suficiente en una caja fuerte del banco. Nadie sabe lo que vale una vieja después de todo. Y sobre esa foto que tiene sobre la mesa, déjeme decirle algo.
Que la mujer llegara a comprometerme con una entrevista que me tenía sin cuidado me parecía tolerable, pero no quería su punto de vista sobre la foto de Carter. Esa foto, como empecé a reconocer con el paso de los días, tal vez muy pocos podían interpretarla con precisión, con justicia. Todo lo que los demás dijeran de ella eran puros clichés.
—¿Qué pasa con la foto? –le dije poniéndome de pie. Quería decirle con esa acción que nuestra reunión sobre el tema de Greta Garbo había terminado.
—No es una buena señal. Mire usted, no soy religiosa. Pero cualquiera que ve una foto así puede empezar a rezar, ja, ja, ja…
La risa estentórea de Leonore no me la esperaba. Me sobresalté. Me froté las manos como si la risa se me hubiera adherido como una gelatina expulsada por la boca de un extraterrestre.
—Lo entiendo, lo entiendo. A mí también me ha conmovido…
—Un momento –dijo ella acercándose peligrosamente. Me tocó un brazo y me lo fue apretando con una de sus manos translúcidas. Sentí una fuerza desmedida. Luego me acercó el rostro hasta una distancia donde pude sentir el golpe de su aliento–. Déjeme decirle algo: esa foto es una bofetada a lo bueno que hay todavía en la vida, ¿me comprende?
—El periodismo debe escudriñar donde nadie quiere ver –traté de decirle.
—No me diga, Henry. Llegará el momento en que lo sucio y lo diabólico serán triviales. Y a mí no me gusta que eso pase. Yo me cuido mucho al salir de este edificio. Cuando voy de compras a la tienda del alemán, sé que no sabré si volveré. Esperamos que el nuevo alcalde cumpla lo que ha dicho. Ya nadie puede pasear muy alegremente por los parques de Manhattan. Y eso no es justo. No es justo que te maten por unos centavos que hay en una caja registradora.
La mujer me soltó el brazo y se despidió con un buenas noches que me pareció una amenaza. Al día siguiente me fui para el periódico y encontré a Andrew en su cubículo corrigiendo una nota deportiva. Al verme, ni se inmutó.
—Tienes un mal aspecto, Henry –me dijo echándose hacia atrás–. Tal vez no has podido dormir por lo de Carter.
—No lo creo. He dormido como un bebé.
El hombre enseñó una sonrisa que más bien era una mueca. Andrew no era mi amigo ni tampoco esa clase de compañero de trabajo con el que uno se pudiera sentir en confianza. Su necesidad de quedar bien con Giotto lo podía volver un completo conspirador. De eso me cuidaba. Y cuidarme todo el tiempo de Andrew llegaba a cansarme, como cansa la idea de que alguien te tiene siempre en la mira, a la espera de apretar el gatillo, como imagino que siente parte de la ciudad de Nueva York.
No le quise reprochar su visita temeraria a Leonore. Sabía que la había presionado y que le había hablado mal de mí. Sin embargo, la vieja, por alguna razón, había olido algo feo en la personalidad de Andrew y no le iba a dar ninguna información de Greta Garbo. Hacerme el tonto fue lo más prudente en ese instante. Estaba más que preocupado por la decisión que tomaría Giotto con respecto a mi petición y casi solo en eso pensaba.
III
Ese mediodía recibí una llamada de Sharon. Quería verme para hablar en el café donde nos habíamos conocido. Hace tres años solía almorzar un sándwich de pavo y pepinillos y me la encontré ahí, en un restaurante cercano al periódico, leyendo una novela de un autor neoyorquino, con una tranquilidad que me pareció particular. Solo recuerdo que vestía muy formalmente, un traje negro de ejecutiva que le llegaba hasta el cuello. Tenía una mirada de espía que me gustó desde el primer momento y que luego me fue resultando insoportable, como si Sharon tuviera la cualidad de desvestirme. El día que la vi por primera vez le dije que también leía a ese autor que ella estaba leyendo y eso fue suficiente para que yo le agradara. En realidad, lo había leído en mi época de estudiante universitario, cuando devoraba libros. Ahora era casi imposible que me pudiera concentrar en uno solo. ¿Qué me había sucedido? Nunca lo entendí. Creo que los libros escogen a sus lectores y estos deben tener un tipo de paz que yo había empezado a perder cuando conocí a Sharon.
La mujer, aunque trabajaba como encargada de una galería de arte moderno, no le tenía fe y solo la aceptaba como se acepta la existencia de la diabetes. Era sabia en muchas cuestiones, sobre todo en lo que yo debería hacer en la vida, y eso también me ponía nervioso. Decidimos, luego de varias discusiones, mantenernos alejados y vernos cuando así lo requeríamos. Pues requeríamos vernos por alguna razón. A veces hay tantas razones para ver a una persona como para alejarse de ella. Son paradojas espantosas. No voy a negar que le tuve amor a Sharon y creo que todavía la amaba con una cautela semejante a la de un gato que camina en la punta de un rascacielos. Cautela porque se adelantaba a lo que yo pensaba y temía ese don.
Cuando llegué a la cafetería, ella ya se había pedido una dona y un café. Me sonrió al verme, como si recordara también la primera vez que habíamos hablado del autor neoyorquino y que por esa razón nos habíamos envuelto en una relación zigzagueante, ardorosa y conflictiva. Sin embargo, habíamos pasado tal vez los mejores momentos de nuestras vidas mientras caminábamos por un parque o cuando íbamos al cine a ver una película. El recuerdo de su piel y su lascivia aún me emocionaba. Trataba de no pensar en lo más íntimo que había entre los dos porque me podía invadir la lujuria como un asaltante: al ducharme con la mente en blanco o cuando redactaba un reportaje. Y no hay nada que crezca más y nos fascine más que la lujuria en la ausencia.
Nos besamos en la boca, como si no tuviéramos tres meses de no vernos. Fui a pedir lo mismo que ella a la dependiente, una jovencita vestida con un uniforme vistoso, sombrero en forma de dona y guantes. Ya en la mesa, empezamos a hablar de cualquier cosa. Por ejemplo, le pregunté si organizaba alguna nueva exposición y se ladeó un mechón de su cabello castaño hacia un lado.
—Sí, una exposición de un autor moderno que debo tragármelo si quiero seguir viviendo de esto. Yo creí que el arte moderno era una moda, pero veo que ya es toda una institución. Aparte de eso, debo mostrar consentimiento a mis jefes, y que ellos mismos me declaraban no hace mucho que ya estaban hartos de la mierda que se estaba pasando por arte. Ni modo. Hay que sobrevivir. Y yo soy una máquina cuando tengo que serlo. Es lo que he aprendido.
—Yo no sé nada de arte moderno. Por ejemplo, creo que el Bosco es el único pintor moderno y que sigue estando allí para recordarnos que ya lo dijo todo.
—Sí, bonita idea, Henry. Pero esto es una industria. Hablando de cómo te veo hoy, te comento algo: ¿de qué son esas ojeras?
—No he dormido bien en los últimos días. Tengo un gran proyecto en manos y necesito que me lo aprueben en el periódico.
—¿Un proyecto para que ganes el Pulitzer?
Detestaba que Sharon conociera que me hubiera encantado ganar un Pulitzer, pero haciendo reportajes sobre la flora de Nueva York o incluso sobre Greta Garbo, nunca lo iba a obtener.
—Nunca te he dicho que quiero un Pulitzer. Ya sabes cómo son los premios. Esta dona está demasiado dulce.
—Así son las donas.
—Pero es muy dulce, Sharon. Hubiera pedido un sándwich de pavo con pepinillo. Aquí los hacen especiales.
—Siempre te vi esa ambición en los ojos, Henry. No eres periodista o fotógrafo para pasar inadvertido. ¿Y cuántos fotógrafos y periodistas habrá en el mundo? Miles, cientos de miles. ¿Y cómo murió