El ojo del mundo. Guillermo Fernández

El ojo del mundo - Guillermo Fernández


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¿No es un ave que Dios hizo con sus propias manos para limpiar de carroña los campos? ¿Sabe qué le diría mi padre? Que su foto apesta y que usted es un fariseo”.

      —Tiene todo el derecho de hacerle esas preguntas –le dije, sabiendo que su elocuencia no era muy perturbadora–. Incluso me gustan sus preguntas.

      —¿Le parece? –le dije viendo que su semblante cambiaba de intenso a dócil paulatinamente. Con gente así no se sabe.

      —Es más, ¿me podría repetir las preguntas? Me encantaría tomarlas en cuenta.

      —¿Se está burlando de mí? –dijo alargándose el bigote ralo y mirándome con un poco menos de docilidad y con algo más de sospecha.

      —No le miento. Yo no lo sé todo. Por eso es importante el roce con la gente. Con la gente de verdad. Los periodistas debemos ser humildes y considerar la existencia de otras opiniones.

      —Claro, vivimos en el país de la democracia –dijo dibujando su sonrisa, incrédulo. Me retuvo el reflejo de su diente de plata. Pensé muchas cosas. Sobre todo pensé que su pasado era peor que la foto y que yo solo era un imbécil que tal vez jugaba a los dados con un potencial asesino–. Hombres como usted deben abrir más sus oídos.

      —Muy de acuerdo.

      —¿Y por qué tomaría mis preguntas en cuenta? ¿Puedo saberlo? –La expresión del bartender se tornó extrañamente jovial. ¿Había sorteado la peligrosa presunción de que yo le estuviera mintiendo? No lo sabía.

      —Porque yo debo entrevistar muy pronto al fotógrafo que tomó la fotografía. Eso es todo.

      —¡Ahora entiendo! –rio abrumado–. ¡Para mí es más claro todo! ¡Se prepara para una entrevista!

      —Así es. –Le narré rápidamente cuál era el objetivo de mi empresa, sin que conociera mayores detalles. Estaba esperando el momento adecuado para pagar e irme.

      —No me gustaría entrevistar al hombre que fotografió esto –me ladró con arrogancia–. En el mundo hay problemas más interesantes, más necesitados del interés de un periodista, más…

      —Puede ser –lo interrumpí–, puede ser. Pero mi periódico cree que la historia de este hombre merece un poco de atención. Después de todo ha ganado el Pulitzer. Además, aunque a usted no le guste la foto, a otros los estremece. No crea que se pueden hacer tomas así todo el tiempo. No, señor, no es tan sencillo. No es tan sencillo que la realidad nos enseñe de pronto algo tan escalofriante. Por lo general, casi todo pasa inadvertido. ¿No se ha dado cuenta?

      —Sepa, usted, mi amigo, que esta foto no me estremece. Yo he librado mis batallas y he visto cosas peores.

      —No lo dudo –le dije, pensando que tal vez tenía razón. Sin embargo, no la tenía. Ese hombre solo había vivido un mundo egoísta, igual al mío. La foto nos obligaba a mirar hacia otro lado. El mundo del no-egoísmo. Y eso tenía su costo, su perturbación, su infinita molestia–. Yo también me he querido cortar a mí mismo con el cabello de un ángel.

      —¿Qué ha dicho?

      —Recordé la letra de una de las canciones de Cobain.

      Smell like teen spirit –dijo sorprendido. No esperaba que saliera con tal expresión. A veces una cita en el momento adecuado puede despejar muchos malentendidos o intrigas–. Siempre me viene a la mente ese verso cuando tengo dificultades. ¿No le parece aterrador? ¿Lo dice en son de burla?

      —Lo digo por mí mismo.

      El hombre se quedó mirando hacia la calle y emitió un lento y cansado sí.

      Pagué a los minutos, y logré colocar la fotografía en el portafolios, sin que el bartender quisiera debatir más al respecto. Lo vi afectado por alguna razón. No me dijo nada cuando le dije, gracias, nos vemos.

      Ya la oscuridad de esa parte de la ciudad se encontraba a raya con las intensas luces de los edificios y los automóviles. Una ciudad como Nueva York, siempre he pensado, batalla contra la oscuridad natural, no le permite que la domine, ella requiere resonar contra el necesario descanso, acallar la voz de los antiguos fantasmas y del silencio que podría dejar oír su voz tenebrosa.

      Me recibió Sharon con una bata plateada que le daba un particular esplendor. Su cabello le caía sobre los hombros semidesnudos. Mostraba la reciedumbre de la mujer madura que sabe equilibrar dieta con ejercicio. Había diseñado su apartamento sin ninguna afectación. Era sobrio y elegante. Después de varios meses de no visitarla, traté de recordar nuestros últimos encuentros y solo tuve imágenes borrosas del ayer. Por ejemplo, la memoria asociaba un paisaje donde iba a su departamento mientras caía un poco de nieve con la gratificación posterior de un beso cuya intensidad persistía, no sabía si por simple amor o compleja lujuria; o el sabor del vino a medianoche con una carcajada en la sala; o una cogida furiosa con una llamada a la pizzería, la cara sin relieve del que tocó el timbre del apartamento con una pizza caliente, la lengua jugosa de la mujer secándose un resto de salsa a un extremo de sus labios cuyo esmalte ya lo había libado con los míos…

      Sharon me dijo que me sentara en un sillón de la sala y me preguntó si quería tomar algo. Yo recordé los últimos whiskies con el bartender y supuse que requería otro tipo de whisky con Sharon, uno que no tuviera por centro la conversación en torno a una fotografía. Estaba claro, sin haberlo mencionado en nuestra cita del almuerzo, que volveríamos a encontrarnos para hacer lo que más nos gustaba. No había mucho que explicar. Sobraba cualquier etiqueta, a menos que nos enredáramos en aquellos debates sobre cualquier nimiedad que nos fueron separando como a dos imbéciles los separa sus gustos deportivos en una isla desierta.

      Tomamos unos cuantos tragos de whisky. Me mantuve muy prudente. No quería acaparar la atención. Solía siempre hablar mucho de mí mismo, como también Sharon hablaba mucho de sí misma. Dije solo lo necesario, es decir, que se veía muy bonita esa noche y que todo en ella seguía siendo magnético. Me pareció acertado utilizar la palabra magnético, aunque podría ser muy usada. Ya uno no sabe lo poco original que suena cuando trata de halagar a una mujer. ¿Habría que utilizar teoremas? ¿Sería mejor recitarle poemas de autores difíciles? Ella respondió que trataba de estar saludable. Su respuesta fue de una corrección insípida y sentí que era lo mismo que podría haberme dicho una tía.

      —¿Saludable? –le dije–, yo diría apetecible, Sharon. No estoy hablando de salud. Sabes que hace tiempo que no nos vemos y por sinrazones.

      —El amor acaba por sinrazones, ¿no lo sabías? Nadie puede explicar por qué se derrite o por qué se enferma.

      —Creo que tratamos de ordenar demasiado la energía potente que nos quería juntos. Esa es mi teoría. Siempre lo pienso. No se puede ordenar ese tipo de energía. Uno puede ordenar la ropa en el clóset o unas oraciones en un párrafo. Pero le energía, imposible.

      —¿Y quién trató de ordenarla? Nunca impuse reglas absurdas en esta relación.

      —Tal vez fui yo –dije para echarme la culpa. Me sentía mejor cargar con cualquier estigma por el momento.

      —No, no fuiste tú. Fue el deseo sexual. El hambre que teníamos uno del otro. Los pensamientos que despierta son aterradores, Henry. Solo tratamos de protegernos y tomamos distancia.

      —¿Te parece?

      —En muchas cosas he estado equivocada, en esto que te digo no.

      —Pero nunca he sido tan feliz con alguien. Es la verdad.

      —Quizás yo tampoco. Ser feliz no significa que le ocurra a uno nada extraordinario. Me atrevo a decir que la felicidad solo ubica el mundo donde debió estar siempre. ¿No te parece?

      —Ahora que lo dices, mi felicidad consistía en esperar con emoción ciertos momentos contigo. Una emoción blanca, como la nieve, esa que empieza a caer como una música suave sobre las avenidas en invierno. Sí, no era nada ampuloso. Era precisamente un estado justo, tu cuerpo, tu voz, coger en cualquier sitio de tu apartamento o el mío, comer luego, dormir, despertar, escuchar la lluvia, comentar una estupidez


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