La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén


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      Luis Diego Guillén

      La alquimia de la Bestia

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      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica

      Primera edición: Uruk Editores, 2016.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Luis Diego Guillén

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-6321.

       Internet: www.urukeditores.com

       Correo electrónico: [email protected]

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

      In hac terra monstra habitabant

       (En esta tierra moran los monstruos)

      —Antigua prevención en

       los mapas medievales–

      Se’ sįwà dör lapáke tö dulù bák se’ katö́k

      (La historia cuenta que la serpiente

       del arcoíris se comía a la gente)

Parte primera

      I

       Un aristócrata del Infierno

      El pasado es un dios infame ante cuyo altar no vale la pena arrodillarse… Un dios cruel y vanidoso, que lo exige todo sin conceder nada a cambio. Un dios demente y pagado de sí mismo, vacío de compasión y henchido de miedos que anhela compartir.

      ¿Pero qué deidad es cuerda? ¿Qué dios se automutila, concediéndose el lujo de la sensatez? Solo perdiendo los cabales se llega a la omnipotencia. No hay otro camino. Sé muy bien por qué se los digo. Yo llegué hasta los confines de la lucidez y crucé a la tierra donde moran los prodigios, las quimeras deformes; la tierra donde yacen los desechos de la Creación, detritos en cuerpo y en espíritu. Traicioné el reino meridiano del discernimiento por el éxtasis sagrado de la locura.

      Y sé bien ahora cuál es el precio que se paga. El patíbulo que en estos momentos me espera extramuros. El tormento de los grilletes que se incrustan en mis muñecas y mis tobillos, carcomidos y ulcerados. El furtivo terror que despierto en todos ustedes, la reticencia del verdugo a verme a los ojos, sus caras contraídas ante mi rostro y mi cuerpo, destilando cicatrices y deformidades, mis perforaciones y tatuajes, muchos de ellos fraguados al rojo vivo; mi lengua partida en dos y cauterizada, mis escasos dientes aún afilados, mi hablar sibilino, mi decrépita cabellera; pero ante todo, mi fama de asesinar con la mirada. “No veas a la víbora española a los ojos, o morirás de muerte lenta”. ¡Qué bien sigue sonando esa frase a pesar de los años! Pero no teman, les permito contemplarme. Hoy no estoy de ánimo para matar a nadie. Mi turno de convertirme en víctima ha llegado y debo respetar ese capricho del destino. En verdad, es justo que me toque la permuta.

      Señores, he aquí ante ustedes al nigromante que desafió al Imperio, la víbora española. El brujo oscurantista, mitad humano, mitad sierpe de cascabel, que aprendió sombríos secretos en las nubosas montañas de Costa Rica y no dudó en usarlos contra Su Católica Majestad. Convicto de muerte, sé que me espera una agonía larga y dolorosa en este castillo de El Morro, donde he languidecido por largos meses. Mi cuello es añoso, pero curtido y fuerte. Y vuestro verdugo, un enclenque. Sé que no me espera el simple garrote vil, del cual el arcabuz y la decapitación salvaron al Presbere. Lo he visto ya desde mi celda. Es un garrote catalán, con punta de hierro. No solo me triturarán el cuello hasta molerlo a polvo. También perforarán mis vértebras. La misión de ustedes es hacerme sufrir. Quieren una agonía a tono con el peso de mis culpas.

      Y cuando haya muerto, mi cuerpo será cremado y mis cenizas esparcidas fuera de los recintos de esta prisión. Derramarán cuentas de rosario en donde ellas reposen infamemente y lavarán con agua bendita la sangre que quede en la silla del suplicio. Un sacerdote de los suyos no dudará en bendecir el nuevo patíbulo y cantarán misas en ruego de protección contra mi ira de ultratumba. Prenderán fuego a mi mazmorra, fundirán estos grilletes y sellarán las puertas hasta que exorcicen el lugar en luna llena; pequeña y pagana concesión a esa parte de todo lo creado que no acepta a ese dios de ustedes como amo y regente. Temen que resucite de entre los muertos; nadie aquí está a salvo de esa angustia. Y no los culpo. Tratándose de un aristócrata del Infierno, cualquier precaución es poca.

      Pero el tormento puede esperar. Primero hay que satisfacer el morbo. Quieren el último acto del mago, el postrer despliegue del prestidigitador. Quieren que les narre con qué artilugios macabros y obscuros mantuve a raya las bayonetas españolas en las tierras altas de mi país; con qué sombríos brebajes, susurrados en voz baja a mi oído por el mismísimo demonio, aterroricé durante años las costas de estos reinos y la imaginación supersticiosa de sus habitantes. Quieren saber del hombre que murió en las montañas cómplice de los rebeldes de Pablo Presbere y renació como una criatura monstruosa, con poderes de mago y clarividente pero humano al fin y al cabo; tan humano que fue vendido por los ingleses en un remedo de treinta monedas de plata, cuando las clandestinas garantías comerciales de los españoles fueron mejores que mantener un demonio mercenario a sueldo.

      Ustedes quieren que invoque al pasado, la peor de las bestias del Abismo. Mi voluntad final es pues, complacerles. Vamos entonces con una ceremonia más, un último ritual en el que el sumo sacerdote invoque la alquimia de vuestros miedos y se transmute, en el clímax de la liturgia, en víctima propiciatoria, piedra filosofal de todo sacrificio. Sangre y vino, cordero y león. ¿Acaso puedo ahora ponerme el cinturón e ir adonde me plazca? ¿Acaso alguna vez realmente pude...? En verdad, ya no importa. Quizás sea aún tiempo de remediar algunas cosas. Quizás aún pueda. Mi historia a cambio de un exorcismo. No puedo imaginar trato más justo, una última voluntad del condenado en los términos más razonables posibles.

      No solo les dejaré mi cuerpo, profanado miles de veces en las formas más innobles que se puedan concebir. Los haré herederos de mis recuerdos, de las llagas de mi espíritu y del supurante vahído de mis memorias, lastres inmundos que no me permitirán desplegar el vuelo en la inmolación final. Porque solo se supera la mezquindad de la muerte renunciando a la sensatez. Negándose a uno mismo y subvirtiendo el orden de todo lo creado, es como vencemos la mediocridad de una existencia consagrada a no ser nada, cundidos de temores, asediados por los vaivenes perpetuos de una vida mal deseada y peor dirigida. Soy de esa parte de la Creación que la Deidad prefiere olvidar que existe...Soy de esos que asumieron su propia taumaturgia y se convirtieron en lo que no existía. ¿Qué mejor definición puede haber de un dios?

      Y en verdad te digo que cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras… Así salmodiaban mis mayores cuando nos empecinábamos en actuar como queríamos... Empecemos pues, a invocar el pasado… Démonos el lujo de ganarle tiempo a la muerte. Cuando se trata de conjurar hechizos, bien puede la eternidad esperar un poco más. Les contaré de mi blasfema conversión en lo Absoluto, allá en la bruma olvidada del reino pagano de Talamanca. Pero nunca lo olviden. Un dios cuerdo no es un buen dios. En la insania yace la clave de la divinidad...

      II

       Las volubles manos de la Providencia

      Todo


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