La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén
madre, quien asiduamente llegaba a la casa para visitar a mi abuela, agravada su demencia por el látigo de la viudez. Con el peregrino motivo de consolar a la doliente, terminó dirigiendo sus afanes hacia mi niñera, quien probablemente cedió a sus requerimientos para paliar la enorme distancia que ya existía entre ella y yo. Por decisión unánime y a fin de complacer a mi agraviada tía, la mulata fue vendida ante mis ojos y llevada a una perdida hacienda ganadera en los confines del Guanacaste, en la cual quizás terminó sus días. Nunca más volvería a saber de mi cuidadora. Jamás olvidaré mis estremecimientos de miedo cuando fue sacada de mi casa, sus ojos de terror suplicándome que intercediera por ella y que no permitiese que la alejaran de mí.
Con profunda angustia, me imploraba perdón diciéndome que me amaba, pero los presentes lo tomaron por el natural afecto de un esclavo hacia su dócil y pueril amo. De nada sirvió. Maniatada al lomo de un asno para controlar su llanto que ya trocaba en locura, salió en la caravana de mulas que partía de vuelta para Nicaragua. Mi abuela me consoló lo mejor que pudo, a pesar de su fragilidad. Mi madre me tenía de su mano, con el rostro imperturbable. Mi máscara de mutismo en piedra dio paso a una tristeza llorosa que no me abandonó por muchos días, ni tan siquiera cuando el novicio hacía amagos de consuelo en medio de las lecciones. Pero él ya no era problema: mi fría expresión de fiera furtiva lo atajaba oportunamente.
Me odiaba, pero no tanto como yo a él. Atados ambos por nuestras respectivas promesas y por la voluntad del presbítero don Alonso de Sandoval, debíamos coexistir hasta que se diese la condición final para cada uno de nosotros, que en su caso era la proximidad de su partida para el seminario de León en Nicaragua y en el mío, la partida al colegio de Guatemala. Solo que nada de eso habría de cumplirse. Tiempo después de la pérdida de la mulata, y en vísperas de cumplir mis diez años, la salud de mi maestro desmejoró terriblemente en el curso de unas pocas semanas.
Ya desde hacía tiempo había notado en él una creciente dificultad para hablar, alcanzando a ver en el interior de su boca pequeñas úlceras sanguinolentas. La dificultad de moverse y los gestos de dolor al sentarse o al cruzar las piernas, me hicieron comprender la existencia de heridas similares en las partes más íntimas de su cuerpo. Pero esas lesiones desaparecieron al cabo de unas cuantas semanas, justo para la época en que había oído decir a mis mayores que don Antonio Jordán, herborista de una ciudad que no conocía médico, mandó a traer de Panamá mercurio para tratar al novicio, por intermediación del guardián del convento de San Francisco. Repentinamente, su cuerpo se cubrió de pequeñas ronchas rojizas que dieron paso a nuevas úlceras, perdiendo en el proceso todo atisbo de carne sobre sus huesos y de cabello más allá de su tonsura. Para mal de males, empezó a dar signos de desorientación y dificultad para moverse, comenzando también a derrumbarse su capacidad de juicio.
Pronto empezó a dar quejas persecutorias sobre mí. Me miraba con un pánico atroz. Las clases pararon de improviso el día en que al verme entrar, estalló en alaridos pidiendo que lo alejaran del diablo. Recluido en el convento de San Francisco e incapaz ya de moverse o coordinar idea realista alguna, comprendí que no había sido yo el único ni el primer objeto de sus escarceos. Probablemente en su propia iniciación, que hizo de él lo que era, le habían transmitido la ponzoña que ahora lo consumía desde adentro. Afortunadamente, nunca permití la consumación de sus propósitos conmigo, pues mi destino hubiera quedado igualmente sellado.
En su agonía, hendida por ataques de demencia y terror, gritaba que yo lo había condenado, pidiendo desgarradoramente perdón al Cielo e implorando la protección de la Virgen. Todo ello me lo contó con lujo de detalles mi madre, quizás con el secreto fin de vengarse conmigo por la pérdida de su confesor y por tener que lidiar con una vacilante vocación religiosa mía, que por momentos le hacía su promesa más difícil y angustiosa de cumplir. Al igual que en su momento con la mulata, los gritos y acusaciones del novicio fueron tomados por todos como parte de su delirio agónico. Comprensible, después de todo.
Sus imprecaciones cesaron un Viernes Santo a las tres de la tarde, meses antes de mi décimo primer cumpleaños. Lloré sobre su humilde féretro como había llorado sobre el cuerpo inerte y chamuscado de mi abuelo, gritando que me perdonara y que no dejase que lo llevaran al Infierno por culpa mía. Lo asumieron como el duelo natural de un futuro novicio por su maestro. Afortunadamente para mis perpetradores, el corto entendimiento de la gente sería el más preciado velo de impunidad. En su sepelio, la promesa de mi madre y el deseo de mi tío de verme en religión, descendieron también a la tumba. Le servirían de lienzo y de sudario a su cuerpo martirizado, hasta el fin de los tiempos.
VI
Ánima en sequía
Había encontrado la tierra prometida. Muerto mi preceptor en todas las artes imaginables, huérfano de la poderosa aureola de mi abuelo, no vivía ya con miedo. Sabía cómo infundirlo, eso sí, y depurar el don me llevaría años de reiterada práctica, hasta este momento en que ante ustedes, lacras de presidio, hago derroche de virtuosismo en la destreza para la cual nací. Imposible hacerme volver al sendero de la sacristía. Mi madre escamoteaba el peculio de la herencia, consolándose de que lo mío era solo un extravío temporal. El Gobernador logró que pese a mi edad, doce años contantes y sonantes, fuese incluido en el cuerpo de arcabuceros que solía dirigir mi abuelo, así como en la famélica guardia que velaba por un conato de orden en el pueblo. Mi seguridad para blandir el sable, aunque carente de técnica, y mi puntería con las armas de fuego, honrarían la decisión de don Juan López de la Flor.
En mis ratos de soledad, que mucho abundaban, continué con la tendencia a lastimar mi piel y mi carne. Sentí que así expiaba la nauseabunda sensación de ser yo, sensación que iba conmigo a donde fuese que mis piernas me llevasen. Pero todo en vano. La náusea no cedía. En mis pesadillas nocturnas, al abrirme la piel no era sangre lo que brotaba, sino una inmunda excrecencia purulenta.
La ventaja es que ya no tenía que buscarme excusas. El ejercicio precoz de las armas y mi temprano desplante de autoridad, me brindaron el pretexto y la oportunidad de blandir mis cicatrices como condecoraciones de batalla. Mi obsesiva propensión al riesgo, a las cabalgaduras cerriles y encrespadas, a las pendencias con chusma de baja ralea, suplía inagotablemente el arsenal de mis pretextos para las incursiones al filo sobre mi piel. Únicamente Antonio, mi leal primo, despertaba en mí una chispa de compasión humana. Solo él no había crecido y seguía siendo la misma flácida sombra deambulante sobre la que se cebaban todas las burlas y los improperios de la aldea. Aterrorizado aún más desde el día en que rubriqué mi rostro con la cicatriz que ahora ustedes ven, lo tomé a mi cuido y protección, en pago por su ciega y perruna lealtad de la infancia. Un par de dientes desperdigados violentamente por el suelo convencieron a los mozalbetes cartagineses de que era imposible meterse con él y escapar con impunidad a mi saña. Pero después de todo, era la nuestra una provincia pacificada a punta de aburrimiento siglo y medio atrás, sin indígenas belicosos a los cuales combatir, sin oro del cual despojarlos y con piratas condescendientes que preferían llegar en son de contrabando, salvo cuando sus jefes europeos les ordenaban lo contrario. No había muchos enemigos dignos a quienes batir. Solo quedaban las reyertas constantes de campesinos insumisos y embriagados, reyertas que no estaba de más provocar subrepticiamente.
Cuidé mucho eso sí de que mis desmanes privados nunca colisionaran con mi servicio activo. En ello, la disciplina imbuida por mi abuelo dio sus frutos. Mientras la mayoría de los hombres suelen alardear de su primera experiencia sexual, yo –que ya había tenido mi primer y desagradable encuentro con la intimidad– atesoré en mi alma la ocasión en que le disparé a un hombre por primera vez, a los trece años de edad y en una de las tantas y desordenadas fiestas patronales que pululaban en los arrabales del villorrio. Mi atacante, indígena alcohólico y mendigo sin hogar, confiado en mi poca edad se abalanzó con su herrumbroso puñal en mano, sin poder dar más de tres pasos antes de que mi trabuco obediente lo tumbase en el suelo.
La inaudita osadía de un mocoso de trece años en uniforme, junto a mi porte altanero y la temprana ferocidad de mi cicatriz, hizo que el pelele de otros tiempos fuera rápidamente olvidado. Caudillo e íntimo de desaforados, amigo de contrabandistas audaces y buscapleitos, lo tenía todo. Mi halo de joven precoz en uniforme desvencijado me precedía y nunca necesité la fuerza para tomar lo que mi capricho