La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén
hálito del fuego sagrado, sierpe milenaria cuya aparición era vaticinio de hechos inescrutables y temibles por suceder.
Y entonces comprendí que mi encarnación en el crótalo divino estaba predestinada desde el inicio de los tiempos para romper el orden de las cosas, arrastrando conmigo a todas las criaturas en una primitiva danza de cáustico fuego sin nombre, con el único fin de contemplar una tierra nueva y un cielo nuevo, poblado de dioses nuevos y nuevos penitentes, iluminado por el fulgor de hogueras desconocidas. Y fue entonces cuando vislumbré que mi aparición era un presagio espeluznante y que había venido para poner a hijo contra padre, a esposo contra esposa y a hermano contra hermana. Y caminé por un sombrío sendero en la montaña oscura y vi que entre los oscuros entresijos de los árboles se retorcían figuras lastimeras y blanquecinas mesándose los cabellos, implorándome que huyese de allí cuanto antes. Deidad no deseada, abono maldito para toda la eternidad.
Y se quejaban y se lamentaban con llantos amargos y de repente bajé nuevamente de la montaña y volví a ver en el valle un pueblo de vivos que salían atónitos a contemplar una vez más mi llegada y comprendí que a pesar de su miseria, eran todos ellos mis súbditos. Y las entidades blanquecinas se dispersaron a través de los tenebrosos ramajes y bordeando el pueblo de los vivos, al cual les era vedado ingresar, se refugiaron en las altas y umbrosas montañas que se erguían tras el valle de luz, madres altivas de todo lo oscuro que puede haber en este mundo. Y desde allá el viento doliente me traía sus susurros escalofriantes y sus borrosas caras transidas de angustia, rogándome que no entrara en ellas, pues solo les llevaría la simiente del dolor y la perdición eternos. Y acechaban al pueblo en el valle y envidiaban a los que se creían vivos desde los oscuros cercados de sus ramajes, llevando a sus crías malditas y carentes de alma en los brazos, consolándoles con la leche infame que manaba de sus ubres flácidamente blasfemas, al no contar con el agua piadosa de la pileta bautismal para calmar su sed antigua e innombrable.
Y no dudé en decirme mientras acariciaba el rostro de mi madre a la distancia, que mi concepción inmaculada, por impía que fuese, era mía y solo mía y ello me situaba más allá del alcance de los mortales y de las criaturas innombrables. Y dulcemente arrebatado por esos felices pensamientos, fui llevado suavemente por manos gentiles e invisibles, que delicadamente me colocaron sobre el piso enladrillado al fondo del túnel. Y contemplando devoto a mi progenitora y redentora, me desvanecí lentamente en un grato éxtasis, invocando a mi madre sobrenatural, a mi dulce Señora de la Impía Concepción, a Nuestra Señora de los Infiernos.
II
Lázaro de baratija
—¿Ves? ¡Es él! ¡Te lo dije! ¡Es él! ¡Y no me lo creían! ¡Vas a ver, Juan Manuel, vas a ver! ¡Va a defendernos a todos, como me defendió a mí! Nadie nos va a poner más la mano encima. ¡Nunca más!
—¡Usekara, patroncito! ¡Es un usekara! ¡Vea las marcas, véale las marcas! ¡Es un usekara! Los animales, el viento, la lluvia, el fuego… ¡Sí, el fuego! ¡Le hacen caso, patroncito!
Un dedo arpegió el contorno de las cicatrices en mi pecho y en mi rostro, mientras repetía extraños sortilegios en la lengua de los naturales, prohibida de hablar en Cartago. Mis ojos nubosos perfilaron dos siluetas desdibujadas junto a mí. Instintivamente, agarré la mano que delineaba mis cicatrices y la trituré dolorosamente con mis garras que aún eran de hierro. Lanzando un grito de dolor la silueta perdió el equilibrio y cayó hacia mí, lo cual aproveché para lanzarlo hacia atrás con el mismo brazo con que lo tenía aferrado, desplomándose con estruendo sobre sus espaldas.
La otra silueta retrocedió asustada, implorando que me tranquilizara en un español débil y apocado, el cual tenía años de no escuchar salvo en mis malos sueños. Intenté incorporarme trabajosamente, pero mareado por la debilidad caí nuevamente sobre mi lecho, en un patético derroche de indefensión.
—¡Me lastimó, patrón, me lastimó! ¡El usekara me lastimó! –dijo la voz en el suelo, gimoteante y entrecortada–. ¡No es cierto! ¡No viene a cuidarnos, no viene a protegernos como usted dice!
—¡Ya está Juan Manuel, ya está! ¡Está enfermo, está asustado, no está en él, no sabe quién es! ¡Pero yo sí, no le hagás caso! ¡Pronto! Avisale a tata cura. Decile que Santiago ya se despertó, que ya pueden venir, que llame a los otros. ¡Santiago ya se despertó!
Mi nombre antiguo y blasfemo se clavó como una daga en el corazón. Mis oídos, acostumbrados por años al Nicolás Salgado en estas tierras, escupieron las palabras recibidas como quien vierte al suelo el contenido de un veneno. ¡No podía ser! ¡No debía ser! Mientras unos pasos llorosos y apresurados salían de la habitación, la otra sombra se acercó lentamente hacia mí para estallar en sollozos e hincarse a mi lado, abrazando con fuerza mi maltrecho cuello, besando una y otra vez mi sucio cuero cabelludo, mientras yo descendía en un pozo de terror, en una fría fosa de espanto, preso de una horrible intuición.
—¡Volviste, primito, volviste! ¡Sos vos al fin, volviste para cuidarnos a todos! ¡Qué bendición de Dios, estás vivo, primito! ¡Ya nunca más nos vas a dejar! ¡Ahora sí que nos vas a cuidar a todos!
Sofocándome, tomé los flácidos y diminutos brazos que me rodeaban, dejando escapar estupefacto un nombre olvidado durante muchos años en algún oscuro y polvoriento rincón del alma: “A… An… ¿Antonio?” ¡Era él! ¡Mi mustio y frágil primo Antonio! ¿Habría muerto yo acaso y venía él a mi encuentro? ¿Es que acaso era ese el Infierno que me esperaba tras el silencioso umbral de la muerte? ¡Antonio! El impotente testigo de mis tempranas palizas de la infancia, al que protegí con ferocidad y saña una vez que las armas y las cicatrices me enseñaron el idioma que mejor entienden los hombres. Allí estaba, eterna alegoría de lo exiguo, débil y vulnerable a la más mínima ráfaga de viento, tal y como lo había engastado en mis recuerdos.
Al oír su nombre en mis labios, terminó de estallar en llanto abrazándome convulsivamente, repitiendo una y otra vez las frases que les acabo de narrar. No era un sueño, no había muerto. ¡Estaba de vuelta en mi pueblo, en mi aldea, junto a mi primo enclenque! ¿Cómo era esto posible? ¿Qué clase de broma miserable era esta? ¡Y me había delatado ante sus ojos, mucho antes de que el verdadero interrogatorio iniciase! El manso corderito había llegado por sus propias pezuñas a poner el cuello en el cepo. ¡Estaba de vuelta justo donde mi pasado me había dejado treinta y cinco años atrás! Y al reconocer con su nombre a mi primo, tontamente ajusticié al Nicolás Salgado que, como salvoconducto, me había protegido donde quiera que fuese, interponiendo una sólida muralla entre mi vida y las consecuencias de mis actos pretéritos. Estaba allí y era de nuevo Santiago de Sandoval y Ocampo, con un vasto expediente abierto ante la justicia y con la incómoda situación de explicar por qué me encontraba vivo y respirando en vez de yacer ceniciento y polvoroso en algún perdido manglar de Matina.
Estaba cogido por sorpresa. Y las sorpresas apenas comenzaban. Unos pasos fuertes se oyeron por el pasillo, hasta llegar a la puerta que se abrió chirriando, aquejada de ese reuma color azafrán que suele amargar los últimos años del hierro. Secándose las lágrimas, Antonio se incorporó para retroceder sumiso a una de las esquinas del cuarto. Fue así como entraron a la habitación cinco sujetos, a todas luces prohombres descollantes de mi pueblo. El mayor de ellos, definitivamente el de rango principal, ingresó de primero saludando caballerosamente con un calmo asentimiento de cabeza. Podría tener unos sesenta años pero aparentaba muchos más, existencia llevada y traída por los agobios del deber y la falta de buena fortuna. De piel blanca pero reseca, los carrillos hundidos por la temprana pérdida de los molares y los ojos desteñidamente claros, su pelo ceniciento mostraba grandes entradas en la frente, cayendo hacia atrás para trenzarse en un raído lazo hecho del mismo material y tonalidad que su descolorida gabardina. Encorvado y enjuto, la nuez de su garganta se movía de arriba abajo, como si toda la energía de su magro cuerpo se consumiese en tal fin, al margen de su boca en perpetuo temblor.
Tres hombres formales lo seguían, junto a un religioso de edad madura y mirada adusta. El que entró después del anciano era de mi misma estatura pero más fornido, ojos cafés y una barba corta en la que ya entreveraban abundantes canas. El cabello, del mismo tono, lo peinaba hacia atrás mostrando también sobre su frente