Un café al amanecer. Farid Numa

Un café al amanecer - Farid Numa


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a cuadra y media de esa esquina de la Calle Real, junto a la entrada del pueblo. La mujer recordó esto cuando lo identificó, de modo que no se le hizo ya tan extraño verlo en ese estado deplorable.

      —Los hombres son como los animales: no se dan cuenta de lo que pueden perder por culpa de una mujer —dijo por fin—. ¡Ave María purísima! ¡Dios ampare a mis hijos y los cuide de todo mal y peligro! —agregó, y siguió su camino, no sin antes musitar un “yo, pecador, me confieso”.

      No sospechó entonces que hacía tres horas y media Argemiro Aguilar yacía muerto, esperando que una mano caritativa se dispusiera a darle cristiana sepultura.

      Sus treinta y dos años no le habían alcanzado a Argemiro para ver realizados los sueños que había tenido de niño, así como tampoco para llevar adelante los planes que se había trazado desde hacía nueve años, un lunes 19 de marzo, Día de San José. Aquel día, él había llegado al pueblo, con su madre montada en una mula vieja. Traía consigo sus herramientas de carpintero y las pocas pertenencias que ambos pudieron salvar, cuando salieron de casa huyendo, a medianoche y bajo un torrencial aguacero, del ataque de los chulavitas que habían llegado a El Carmen “a matar liberales”.

      Aquella noche, los hombres que lograron escapar lo hicieron escondiéndose en el Monte Sagrado, aledaño al pueblo. Pero los que no pudieron hacerlo fueron detenidos y encerrados como reses en la plaza principal. Los ultrajaron por “cachiporros, ateos y comunistas”. Les decomisaron, además, sus documentos de identidad, para confrontarlos con la lista que traían marcada con los nombres y apellidos de cada uno de quienes, según ellos, había que desaparecer, del mismo modo que la parentela existente entre todos ellos.

      Allí cayó preso Luis Aguilar, padre de Argemiro, junto con sus hijos Raúl, Arturo y José. Luis Aguilar era un próspero comerciante conocido en toda la comarca. De piel canela, ancha espalda, ademanes cortantes y ronca voz, era confundido con frecuencia con el Caudillo Liberal. El Negro Gaitán, como se lo conocía, se había casado con Rosa Carrascal, una mujer de ascendencia española con la que tendría siete hijos varones. Esa noche, se encontraba en el bar El Dorado, que funcionaba como el café-club del pueblo. Lo acompañaban los tres hijos que serían capturados con él, quienes entonces jugaban un chico de billar-pool con sus primos. Las canciones de Agustín Lara y Jorge Negrete ambientaban el lugar, que olía a una mezcla de ron, café, tabaco y cerveza.

      Con ellos estaban también Justo Torres y Daniel Ropero, miembros los dos del Directorio Liberal de El Carmen, quienes comentaban, alarmados, el reciente “golpe de mano” dado por el presidente Ospina Pérez al clausurar definitivamente el Congreso, el pasado 9 de noviembre. El suceso había tenido lugar con la anuencia de la curia, la cobardía de los jefes del partido y el retiro del pusilánime candidato liberal Darío Echandía. Con esto, Echandía le abría las puertas de la presidencia al ‘Monstruo’, como sus detractores llamaban a Laureano Gómez, en las elecciones que se realizarían once días después, el 27 de noviembre de 1949.

      La noche cintiló de relámpagos, como fuegos pirotécnicos que se sucedían a los truenos que alertaron los corazones y anunciaron la llegada de las lluvias. Junto con las primeras gotas, irrumpió en el pueblo un destacamento de 184 hombres, de los cuales 118 vestían uniformes de policía; y los otros 66, por su parte, ropa de civil. Llegaron en jeeps Willys y en los camiones que usaba el ejército para transportar las tropas. Venían armados con fusiles, carabinas, pistolas y revólveres de dotación, y le disparaban a todo aquel que estuviera en la calle, en la plaza, en las esquinas. Pedro y Ramiro Aguilar, hermanos de Argemiro, venían del barrio El Hoyito, donde vivían sus novias. Presurosos, caminaban para protegerse del vendaval que se avecinaba, cuando fueron alcanzados por la espalda por algunos tiros de fusil.

      Mientras tanto, Argemiro y Pablo, quienes entonces estaban en casa junto con su madre, Rosa Carrascal, planeaban la celebración de la Navidad, y organizaban el recibimiento de la segunda mitad del siglo xx, que coincidiría felizmente con el onomástico de Luis Aguilar. De pronto, comenzaron a percibir la algarabía de los tiros; los golpes en las puertas; los gritos de las mujeres; el ruido de los automotores desconocidos; el llanto de los niños, y los lamentos de los ancianos. Pablo, el hijo mayor de Luis Aguilar, se enfundó el revolver en la cintura y salió dando zancadas en busca de su padre y sus hermanos, habiéndole advertido a Argemiro que, bajo ningún motivo, dejara sola a su madre. Pablo Aguilar alcanzó a llegar a la plaza y, cuando pasaba al lado del busto recién erigido del Caudillo, oyó un grito a sus espaldas:

      —¡Alto!

      —¡Abajo el mal gobierno! —respondió Pablo, mientras desenfundaba el revólver y se daba la vuelta.

      Un tiro de pistola le atravesó entonces el pecho.

      —¡Muy rojo el cabroncito! —replicó su agresor, con sorna, cuando se acercó a rematarlo.

      Pablo, agonizante, con la mano izquierda en el pecho sosteniéndose el alma, con su último aliento, apretó los dientes y descerrajó un tiro en el rostro a su contrario.

      Rosa Carrascal escondió a Argemiro, su hijo menor, en el gallinero que estaba ubicado al fondo del solar. Su casa colindaba con la quebrada El Tigre. El aguacero, que hacía meses los carmelitanos estaban esperando, arreciaba cada vez más. Los goterones de lluvia golpeaban los entejados, las puertas de madera y el empedrado de las calles, y hacían tremolar los árboles como si fueran a desprenderse de la tierra. La quebrada rugía, amenazando con desbordarse. Los chulavitas revolcaron la casa buscando armas y dinamita, pero solo encontraron algunos cuadernos de contabilidad del Directorio Liberal, del cual Luis Aguilar era su tesorero. Aquel día, los chulavitas decomisaron unos afiches antiguos del Caudillo en plena oratoria en la Santamaría, así como un retrato inédito del general Rafael Uribe. Antes de marcharse, la policía le advirtió a la familia, en voz alta, como para que oyera todo el barrio, que nadie podía salir de casa y que al día siguiente volverían a inspeccionar.

      Cuando Rosa Carrascal se enteró de la muerte de sus hijos Pablo, Pedro y Ramiro, así como de la detención irremediable de Luis Aguilar, junto con la de otros tres de sus muchachos, sacó fuerzas de su instinto maternal y decidió salvar al único hijo que le quedaba. Con el alma rota por no poder quedarse a darles cristiana sepultura a sus hijos muertos, tomó la decisión de huir. Los dos, Rosa y Argemiro, bordearon la ribera de la quebrada. Desde joven, Argemiro conocía sus caminos secretos, sus puentes colgantes, sus atajos y vericuetos, del mismo modo que la ruta de escape, la más corta. Por esta ruta, Argemiro, junto con algunos vecinos, solía cazar conejos y perdices.

      Llegaron a Marsalia cuatro meses después, cansados y maltrechos por la travesía. Todavía traían consigo el recuerdo del ruido de los disparos; los gritos de las mujeres y los niños, que los lastimaban como alfileres clavados en el cráneo, y la angustia del penoso viaje. No se los recibía bien en algunos pueblos de la comarca, por el temor de ser blanco de alguna represalia por parte de los chulavitas. En El Carmen, la matanza continuó. Los chulavitas violaron frente a sus padres a algunas mujeres jóvenes que no alcanzaron a esconderse cuando aquellos llegaron. El saqueo indiscriminado de los graneros, las bodegas y las casas continuó durante más de una semana.

      Con todo, el padre Salazar oficiaba cada mañana la misa de las cinco, a la cual asistían sin falta los chulavitas, a fin de recibir la sagrada comunión. Se creía que con ello se borraban los pecados que hubiesen podido cometer, como pronunciar agravios o siquiera pensar algo que pudiese ir en contra de Dios y del actual Gobierno. No expiaban los asesinatos, pues, según se creía, estos no eran pecados. El padre, desde el púlpito, repetía siempre el mismo tipo de sentencias en contra de los liberales.

      —Matar liberales no es pecado, hijos míos —solía decir, al tiempo que agitaba con su mano derecha la gastada Biblia.

      Setenta fueron los asesinados, todos ellos acusados de rebelión, de “conformar un ejército para derrocar al Gobierno”. Según sus ejecutores, este pueblo era un nido de comunistas, ateos y contrabandistas que conspiraban contra Dios y la patria. Entre ellos, se contaban Luis Aguilar y sus seis hijos, así como todos aquellos hombres que se encontraban esa noche en el café El Dorado.

      Argemiro Aguilar lucía un esbelto cuerpo, tallado por el oficio de carpintero. Sus rebeldes


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