Un café al amanecer. Farid Numa
la fuerza pública si no accedíamos a sus pretensiones. Nos interrogaban. Que dónde teníamos guardado el oro. Decían que éramos unos taimados y unos hipócritas, que no ayudábamos al Gobierno, que estaba en guerra para defender la patria. Se llevaban lo que ellos querían, amenazándonos, como si tuviéramos la culpa de que al Gobierno le gustara estar haciendo guerras con todo el mundo. Por aquí no conocíamos ni al Gobierno ni a los enemigos con los que se peleaba; pero sí nos enterábamos de que ellos después se reunían, dizque para hacer la paz. Entonces hacían grandes fiestas y banquetes con la plata de nosotros. Se abrazaban, se daban regalos, tomaban vino y, con el dinero que nos quitaban, compraban la chatarra que les enviaban de otros países y costosas armas. Se emborrachaban por nuestra cuenta, que lo único que hacíamos aquí en el campo era abrir monte, trabajar la tierra y cuidar los animales, para podernos alimentar. Así levantamos este pueblo.
—Doña Valeria, eso no ha cambiado —intervino ña Paulina, arqueando sus negras cejas—. ¿No ve cómo nos tratan ahora, engañándonos como si fuéramos imbéciles?
—Sí, pero los recaudadores, el Gobierno y las tropas siempre vinieron a llevarse lo que no era de ellos, y todo “por el bien de la patria”. Ya casi voy a cumplir los cien años, igual que Marsalia, y todavía no conozco a esa tal señora “Patria”, que, según ellos, debemos respetar y hasta hacernos matar por ella. Yo seré una vieja que no ha hecho sino trabajar toda la vida, pero boba no soy, como para que a estas alturas de la vida nos manden de la capital un extraño personaje para que arregle esto. ¿Cuándo ha arreglado algo el Gobierno? ¡Sanguijuelas! Eso es lo que son esos sinvergüenzas. Gracias a Dios apareció de no sé dónde el café, que fue una verdadera bendición para estas tierras. Su cultivo fácil y agradecido nos salvó de la ruina. Y por todas estas laderas se regó, como verdolaga en playa. Tan así fue, que los señoritos de la capital se interesaron en seguida por la suerte de esta región.
—Pero, mamá, ¿no decía que nunca el Gobierno había arreglado nada? —la interrumpió misia Eva, mientras vaciaba los restos de una cantina de leche.
—¡No, boba! —le contestó Valeria—. Decía que se interesaron por ver cómo se quedaban con el negocio del café. Mejor dicho, los campesinos lo seguimos cultivando, pero las ganancias las manejan ellos, y aquí no queda nada. ¿O es que ustedes han visto algún progreso, un cambio real en el pueblo desde que tienen uso de razón? Por eso digo que al tal Visitador lo mandaron por algo más gordo. Algún guardado tienen entre manos, y nosotros, como idiotas, pensando que de verdad este fanfarrón viene a apaciguar los ánimos, a frenar las masacres y asesinatos. Quién sabe qué estarán buscando, qué pretenden llevarse ahora.
—¡Ay mamá!, usted siempre tan suspicaz.
—Está bien, hija, no me crean —replicó Valeria—; pero amanecerá y veremos, dijo el ciego. —Y moviendo su plateada cabeza, siguió con el rítmico balanceo en su mecedora, observando la niebla que borraba el empedrado de la Calle Real de Marsalia.
El reloj de la iglesia dio las seis de la mañana. El frío se había enraizado y parecía que brotara de la tierra. La cosecha ya había pasado ese año, y algunos empezaban a suponer que la próxima helada no sería en el Brasil, sino en Marsalia.
—Si por mí fuera, no estaría aquí esperando entregarle cuentas a mi Dios cuando él lo disponga —se dijo a sí misma ña Paulina, de regreso a su casa—. ¡Tantas cosas por conocer! Mi padre me contaba, cuando era yo apenas una niña, que había todo un mundo por recorrer, que había lugares fantásticos donde se podían vivir las aventuras narradas en los cuentos de hadas; pero ¡cómo es la vida! Nos volvemos esclavos de ella, dizque para cumplir con el deber. Nos amarramos a una ilusión, con la esperanza de ver crecer a los hijos, para que ellos lleguen a ser algún día lo que nosotros no pudimos; pero ¡qué caray!, ya no se pudo hacer más por los hijos y por la familia. ¡Señor, será pecado pensar así! Después de tantos años, de tanta lucha, de tanta brega, ya es justo un descanso, aunque sea el que Dios quiera.
Ña Paulina caminaba, impasible, y observaba la desolada calle. Las irónicas palabras de Valeria Pineda le martillaban sus pensamientos, que se intercalaban con las imágenes y la premonición de muerte revelada en el fuego del amanecer.
—Doña Valeria tenía razón. Hoy, Día de las Ánimas Benditas del Purgatorio, será un día difícil en Marsalia. Tal vez sea el mal tiempo, o los presentimientos que me asaltaron cuando prendía la candela del fogón, pero lo cierto es que el pueblo está solo y frío. El silencio es tan grande, que se oye el paso del aire.
—Buenos días, ña Paulina; no volvió a acompañarnos a misa de cinco —le dijo Josefita Cuadros, y la despertó de su sueño.
Josefita caminaba por la acera de enfrente. Con un ligero movimiento de cabeza, enmarcada por su pañoleta, se perdió entre la niebla. Más atrás venía Toña Conde, de magras carnes, con su hermana, la ciega. Ña Paulina simuló no verlas, para evitar el desagrado de tener que saludarlas tan de mañana. Estas eran dos hermanas solteronas que vivían en la casa solariega más grande del pueblo.
Con treinta y dos habitaciones, la casa había sido construida por don Agustín Palacio, uno de los fundadores del pueblo. En la época de la bonanza, que ya nadie recordaba sino con una tristeza amarga, esta casa había servido como hotel de primera categoría para los visitantes más ilustres que venían a traer el progreso a Marsalia. Llegaban vestidos de fiesta, de acuerdo con la época. Y a la semana siguiente aparecían los mercaderes, con cargamentos de ropa de última moda. Era una ropa que parecía igual a la de los novedosos modelos originales, por los cortes, las telas y los colores; pero que no era sino vestidos de pacotilla para vender el domingo de feria, al detal y al por mayor. Los mercaderes parecían repetir de memoria el mismo discurso.
—¡Cómprese la tela más fina del mundo, elaborada por el auténtico gusano de seda del Japón; el paño más elegante y resistente, el que solo usan los lores ingleses, o los zapatos italianos de última moda, cómodos, finos y elegantes! ¡No importa que no sea su talla; las tallas ya están pasadas de moda! ¡Lo que importa ahora es el estilo, el modernismo traído de las Europas! ¡Acérquese, caballero, no le dé pena, que al hombre de hoy se lo conoce por su empaque, por su modo de vestir! ¡No le va a costar más de lo que usted gasta en un rato de placer, en una noche de farra! ¡Aquí también le tengo lo mejor, para que usted sea el primero que luzca este precioso y fino reloj suizo! ¡Y para la señora, la porcelana china, que no puede faltar en el comedor, en la sala y en la cocina! ¡Ah, y los mejores perfumes de Francia, y los únicos, los genuinos anillos, collares, prendedores y aretes de oro de California, con piedras preciosas traídas del Brasil! ¡Y estos adornos tallados en marfil del corazón de África! ¡Vea usted estas magnificas joyas, aprécielas con sus propios ojos, pero no las toque mucho, porque me las empaña!
Y a los ocho días volvían cargados con artículos para el hogar, que anunciaban con una retahíla semejante. Era la época del ruido en la que todo lo nuevo sonaba bien; tiempos de bonanza en que todo lo que brillaba deslumbraba y encantaba hasta a los más remisos. “Hasta que cayó la roya”, como solían decir en el pueblo.
Toña Conde, la ‘Condesa’, como le decían en la región, sabía cómo agradar y hacer que los visitantes se amañaran en su casa. Pero pudieron más el hambre y la tristeza en el pueblo, causados por tantas muertes inútiles, sin nombre y sin ley. La miseria terminó por ahuyentar a los últimos clientes ilustres, hasta a los mercachifles y culebreros. La Condesa cerró el hotel y se dedicó a atender a su voluminosa hermana, que se fue quedando ciega, por haber sufrido, según ella, una visión divina en el Nevado de las Nieves Perpetuas. Su alma se había purificado para la eternidad; por eso el Espíritu Santo la había privado de la visión de este mundo pecador y corrompido que no tendría arreglo sino el Día del Juicio Final.
La asistencia cotidiana a la iglesia y su mojigatería les fueron estrechando los vínculos con el padre Cándido Sánchez, quien había llegado al pueblo hacía ocho años predicando la paz y la concordia entre los hermanos en Cristo. Detrás de él, venía una gran procesión. Era el Día de la Virgen de Fátima, y la imagen la traían en el centro, cargada en una parihuela. Era la Virgen de la paz, de la esperanza, que venía cruzando bosques y montañas, cordilleras