Un café al amanecer. Farid Numa

Un café al amanecer - Farid Numa


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nacional, y se creara una nueva república. Una compañía americana continuaría los trabajos iniciados y concluiría la gran obra de ingeniería, con la condición de administrar el Canal por un lapso de noventa y nueve años.

      Baldomero Grávino, en medio de la confusión, comprendió que la avalancha de sucesos imprevistos obedecía a un plan de mayor envergadura. Se unió a las fuerzas que luchaban contra los separatistas y los invasores, y fue acusado de infiltrado, de agitador profesional, de ser un anarquista napolitano enviado por el comunismo internacional para crear el caos y el desorden en América Latina. Huyó finalmente de la región, en compañía del negro Manuel Saturio Valencia, un gigante de casi dos metros de estatura, después de una gresca que se armó una noche en un bar de Puerto Colón. La gresca arrojó un saldo de siete heridos y tres muertos, todos con arma blanca, dos de ellos marineros de la armada americana.

      Fue entonces cuando le pusieran precio a su cabeza. El indio Victoriano Lorenzo, que se destacaba por su gran intuición para conjurar el peligro, quien había sido casi la sombra protectora de Grávino durante la etapa del campamento y contaba con gran destreza para sobrevivir en la selva, no logró, sin embargo, huir con ellos. Acusado de pertenecer a las fuerzas liberales que enfrentaron al Gobierno conservador, Victoriano Lorenzo fue condenado en un consejo verbal de guerra y fusilado en menos de 24 horas, el 15 de mayo de 1903, en la plaza de Chiriquí, en Ciudad de Panamá.

      Baldomero huyó, atravesó las selvas del Darién y se internó en el Chocó. Allí se separó del fuerte negro Saturio, para despistar a sus perseguidores. Agotado y enfermo por la larga travesía, al borde de la muerte, atacado por una fiebre rompehuesos, llegó a Purembará, asiento de la comunidad indígena chamí. Allí fue acogido hospitalariamente por el jaibaná Delfín Guatiqui, que, con yerbas y conjuros de indios, lo curó y lo puso al cuidado de su familia. Baldomero, por su parte, les enseñó a los indios a trazar atajos; les diseñó puentes colgantes, y aplicó sus conocimientos de geometría y topografía para construir tambos más estables utilizando la resistencia y la flexibilidad de la guadua amarrada con bejuco. Frecuentemente, al volcán del Cumanday le daba por eructar. Los indígenas decían que “el tambo se bambolea cuando a la Madre Tierra le da por bailar, o cuando se enoja con el indio, porque este se portó mal con ella”. Con el ingenio de los indios inventaron nuevas trampas para cazar animales, fabricaron utensilios y herramientas para el hogar, el cultivo y la caza.

      La alargada estructura ósea de Baldomero recuperó las carnes perdidas. Su blanca tez adquirió un leve color cobrizo que hacía resaltar el azul de sus ojos y el abundante vello que cubría sus largos brazos, de suerte que de su piel refulgían destellos dorados que acentuaban su fino perfil italiano, para asombro y veneración de los indígenas chamí. Con renovadas fuerzas, quiso salir de Purembará, para volver a su tierra, pero se enteró de que el general Cocobolo, que participó en la guerra del Istmo, ahora era el presidente del Gobierno nacional. Como retaliación, el general Cocobolo mandó a detener a todos los sospechosos que se opusieron a la separación, así como también entregó los extranjeros rebeldes al gobierno americano. Entonces el jaibaná le dijo:

      —La madre tierra también protege al hombre blanco que se porta bien. Solo hay que esperar varias lunas y que el tiempo sea propicio para ir de viaje.

      Baldomero, agradecido por la generosa hospitalidad de los indígenas chamí y, sin tener ningún afán por irse, aceptó el consejo y se quedó. Participaba en las fiestas y juegos de la comunidad, a tal punto que en la Fiesta del Sol se vio en el centro de la rueda, bailando con Kirame Guatiqui, la hija menor de Delfín Guatiqui. Esta era una jovencita de tan solo quince años, cuyas redondas caderas insinuaban una pronta maternidad. Sus contorneadas y cobrizas piernas denotaban el vigor de su raza; sus ebúrneos dientes adornaban la sonrisa que se dibujaba en sus mejillas, entre las que surgía una graciosa nariz. La cabellera, amarrada en una larga trenza, saltaba por los aires, cuando corría y danzaba haciendo cabriolas que la hacían ver como una gacela.

      Según la tradición indígena, ese encuentro era obra del dios Unza. El napolitano sintió que el temblor del amor le aflojó los huesos y le erizó los músculos, y se convenció de que Kirame le aplacaría el deseo. En los tres días de celebración del matrimonio, la comunidad no durmió, porque estaba dispuesto que la sangre del jaibaná se uniría con la del hermano blanco que el sol había mandado a través de la selva. Durante la fiesta, consumieron cuatrocientos cincuenta y tres racimos de plátano, doscientas veinticinco totumadas de fríjol, trescientos quince kilos de chontaduro, doscientos ochenta gajos de ají y treinta y tres tinajas de chicha de maíz.

      Vinieron los músicos de chirimías de San Antonio del Chamí, de Canchibare y Chorro Seco. La música no paró. La danza se prolongó por horas y por días. La catarsis colectiva obnubiló las mentes, de forma que todos perdieron el sentido del espacio y del tiempo. Los coros cantaban una y otra vez los siguientes versos:

      Eskareda baside Delfín

      ebera jaibaná mukira

      michia bo abu.

      Mande chi kaua

      ubea irabos abu.

      El canto anterior, traducido al castellano, sería algo como “érase una vez un jaibaná llamado Delfín, que vivía en el sitio gete, un jaibaná muy poderoso que tenía tres hijas”.

      A los nueve meses y trece días, el 16 de diciembre, nació la primogénita.

      —Es un regalo de la Virgen —les dijo el misionero que insistía en casarlos por la iglesia, para que dejaran de vivir como los perros, sin Dios y sin ley.

       Contra la voluntad del misionero, la pareja optó por no bautizar a su hija en el credo cristiano. No obstante, la llamaron Paulina.

      —¿Y cuál es el problema, padre?, si ella será también una santa —le dijo Baldomero, refiriéndose a la hermana Paulina del Corazón Agonizante de Jesús, nacida, a su vez, un 16 de diciembre.

      La niña se criaría con los otros niños de la comunidad, aprendería su lengua y sus costumbres, mientras que su padre la educaba con los cánones de la cultura occidental, y los misioneros le enseñaban los dogmas de la fe cristiana. Baldomero los aceptaba, pues ellos habían guardado silencio sobre su presencia en la comunidad chamí.

      La madre de Paulina, Kirame Guatiqui, se vino a vivir a Marsalia, después de que Baldomero Grávino se fugó de las autoridades que habían dado con su paradero. Ocurrió cuando él organizó la protesta de los indígenas para oponerse a la apertura de la carretera que comunicaría la capital con el mar. A la comunidad chamí se la desplazaría de las tierras de sus ancestros, sin consideración alguna y sin respetar la Ley Indígena de 1890, que protegía ya los derechos de las comunidades aborígenes.

       Los misioneros capuchinos, no afectos al Gobierno, que educaron al negro Manuel Saturio, compañero de fuga del napolitano, y que no pudieron hacer nada para evitar su fusilamiento bajo la ceiba grande del cementerio de Quibdó, aceptaron las explicaciones que Baldomero les dio sobre la muerte de los dos americanos en Puerto Colón. Según él, habían agredido al grupo de franceses, italianos y españoles en el cual él se hallaba. Los habían llamado anarquistas, filibusteros y comunistas. Confesó, sin embargo, que no intervino en la pelea, pues él no era diestro en el manejo del puñal; pero huyó como los demás por la persecución desatada.

      Disfrazado de monje capuchino y amparado por el Concordato del Gobierno con la Santa Sede, obtuvo un falso pasaporte que le permitió salir en un barco para Italia. La niña Paulina, como siempre llamaron a la hija de Baldomero Grávino y Kirame Guatiqui, heredó la elegancia de su padre, la verdura de sus ojos, la aguileña nariz y la fina línea de sus labios; y de su madre indígena, la cobriza piel, el castaño de su pelo y la redondez de sus formas. Los jóvenes del pueblo se desconcertaban con su exótica figura, fruto del cruce de la sangre europea con los genes indoamericanos.

       El refinado sastre del pueblo, Danuil Rincón, de delgado cuerpo, cabello ondulado y fino bigote negro, recurrió a todas las galanterías y argucias románticas posibles para conquistarla. Le ofreció ternura, amor y seguridad, en los tiempos en que incluso se pensaba que era normal que las mujeres fuesen víctimas de abusos y atropellos permanentes.


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