Un café al amanecer. Farid Numa

Un café al amanecer - Farid Numa


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que el tiempo ha borrado,

      que juntos un día nos viste pasar,

      he venido por última vez,

      he venido a contarte mi mal.

      —¡Calla, mujer! —exclamó Antonio.

      Pero María Isleña estaba ya en la calle.

      “¿Será posible?”, pensó Antonio, con los ojos exorbitados, mientras sorbía el último trago de café. Ese era el mismo tango que tarareó el Guatín cuando salió para su rancho, hace treinta y cinco días, dos días antes de su muerte.

      El Guatín, así era como todo el mundo lo conocía. Nadie sabía su verdadero nombre. Se había ido convirtiendo en un personaje legendario de la región. Era un hombre de cuerpo musculoso, tallado en el arduo trabajo del campo, coronado por su cuadrada cabeza, donde emergía una crespa mata de pelo adornada por bucles descuidados y rebeldes. En su cara sobresalía la nariz de sabueso, de anchas aletas, vigilada por profundos y escrutadores ojos azabache, que, junto con los poderosos brazos quemados por el sol, le daban la estirpe de un gladiador de la antigua Roma.

      Nadie supo de dónde llegó, y se rumoraba que venía huyendo de los chulavitas que habían incendiado y arrasado con su pueblo en la cordillera adentro, donde pasaron a degüello a todos los liberales. Él fue el único sobreviviente de su familia. Algunos decían que tenía poderes sobrenaturales y que por eso la muerte no lo sorprendía; otros contaban la leyenda del cementerio, cuando apenas tenía quince años y se enfrentó él solo al mismísimo Putas. El caso era que sus dos compañeros de farra y aventuras salieron despavoridos cuando sintieron la presencia de Satanás en persona, y al otro día amanecieron con el cuerpo y la cara arañada y con el pelo arrancado a pedazos. Dicen que esa noche el Guatín, cuando se encontró con Lucifer, sin saludarlo siquiera y sin demostrarle el menor respeto, le dijo que cuál era la vaina de estar molestando todas las noches a los muertos que ningún mal le hacían a nadie y que por qué mejor no se iba a los condenados infiernos, donde sí podía joder al que le diera la gana.

      —Me voy, pero te vienes conmigo.

      —Así tan fácil no es la cosa; primero me debes ganar una apuesta —le replicó el Guatín, con pasmosa firmeza.

      —La que tú quieras. Soy un jugador empedernido y, como Jalisco, cuando no gano arrebato.

      —Muy sencillo —le dijo el Guatín—. Como a ti te gusta molestar tanto a mis amigos los muertos, te voy a demostrar que no es nada bueno estar sufriendo y chupando frío en una oscura fosa de estas, y que un desalmado, que se cree el más berraco, les venga a joder la paciencia. ¿Ves esas dos tumbas allí desocupadas? Te reto a que nos acostemos cada uno en una de ellas. El que menos aguante y se salga antes que el otro, pues ese pierde.

      —Convenido —dijo el diablo, muerto de risa, y pensó: “Este me cree a mí bobo; tengo la eternidad para hacer lo que me dé la gana, pero a este pollo me lo llevo”.

      —¿Estás bien acomodado y muy contento de estar en una tumba tan abrigada? —le preguntó en voz alta el Guatín, acostado en su fosa—. Yo estoy que no puedo más. La verdad es que esto es muy arrecho.

      Y el diablo apenas se reía: “Pobre huevón. ¡Pruebitas a mí! De estos gallos que me los echen cuando quieran; por eso es que tengo la mejor colección de hombres duros que no me dieron un brinco”, pensaba, cuando oyó que el Guatín le decía:

      —¡Me ganaste!, me mamé; yo no puedo más con ese temor tan grande que me da estar dentro de esa fosa.

      —Ya te lo decía, ¡pendejo! —dijo Lucifer, y soltó una carcajada—. Pero ¡ey!, ¿qué pasa? ¿Por qué estás parado encima de la losa de mi tumba? ¡Anda, muévete!, para poder salir de aquí.

      —Espera un momento que arregle este asunto —le respondió el Guatín, mientras organizaba sobre la loza una cruz con su peinilla y su puñal, y en el centro le colocaba el escapulario de Jesús Nazareno, que llevaba siempre colgado en el cuello—. Ahora sí puedes salir cuando gustes.

      —¡Sí, malparido! —le dijo el diablo—. Pero ¿qué hiciste? Quita esa vaina que pusiste allí encima, si no, cuando salga, te voy a cocinar el culo.

      —Pues, anda, sal de ahí; hazlo si eres tan berraquito. Ahí te voy a dejar, para que no andes jodiendo a la gente.

      —Yo te puedo dar lo que quieras; pero apúrate, que me estoy asfixiando.

      —Pues te vas a tener que esperar mientras me fumo este tabaquito. Yo sé que todo el mundo te tiene miedo y te rinde pleitesía, pero yo estoy muy orondo aquí afuera.

      —Está bien —le dijo Lucifer—. Yo sé que tú no quieres plata ni mujeres, porque esas cosas las consigues fácilmente. Te ofrezco entonces mi protección permanente.

      —Eso te lo acepto, pues no me querrás perder; pero lo que yo quiero es que me des el poder de leer el pensamiento.

      —¡Ah!, eso sí no te lo puedo dar; ¿no ves que yo no tengo esa capacidad? Eso ni siquiera yo lo he logrado. Aquel no me deja; no te lo puedo conceder. ¡Apúrate!, que ya me estoy mamando de esta farsa. ¡Mueve esa maldita loza que me tiene encerrado en este hueco!

      —Así que no puedes… —le respondió el Guatín—. Entonces dame el don de la ubicuidad, de estar en cualquier parte y no estar en ninguna; estar y no estar al mismo tiempo en cualquier lugar.

      —Pero ¡coño!, este hombre se volvió loco. ¿Cómo te voy a dar yo eso? Tú crees que los ángeles son y no son. Eso es puro cuento. Yo soy como tú me ves y ¡sanseacabó! ¡Mira, no joda! Lo único que te puedo dar es este colmillo de buey; te lo cuelgas en el cuello, en vez de ese colgandejo de escapulario que traías puesto, y cuando quieras hacerte invisible, te lo quitas, y listo.

      Contento de haberle sacado algún provecho a Satanás, el Guatín aceptó.

      —Bueno, pásamelo primero por esta rendija, no sea que después te arrepientas y no te pueda alcanzar. Recuerda que a mí me llaman el Guatín porque soy más rápido que un ratón para roer lo que se me atraviesa.

      A partir de esa leyenda, la gente le tomó un inmenso respeto, que más bien era un gran temor, como si fuese el mismo Lucifer. Sus enemigos no se atrevían a atacarlo de frente, y, en más de una ocasión, contaron que las balas que le disparaban por la espalda le quemaban la camisa de dril que siempre usaba, y el plomo se derretía en el cuerpo, por lo que se le formaba una costra de la cual manaban unas pocas gotas de sangre que rápidamente se estancaban. El Guatín se reía de estas historias y decía que eran visiones de los cobardes y traidores que solo en gavilla se sienten hombres. “¡Maricones!; así serán con sus mujeres”. Lo cierto es que su nombre encabezaba la lista que traían los camanduleros que llegaron con la Virgen de Fátima. Decían que era la encarnación de Satanás y lo acusaban de ser el azote de la región. Lo culpaban de cualquier muerte violenta.

      El Guatín, con sus compañeros, recorría los campos visitando a los campesinos, enseñándoles a defenderse de los ataques de los pájaros que ocurrían cada noche. En una de esas jornadas le contaron que Ramón Giraldo, su mujer, sus cuatro hijos y dos hermanos gemelos más murieron quemados. Que la chusma llegó a las once de la noche, los agarró a tiros y les prendió el rancho. Ellos pidieron clemencia para los cuatro niños, de apenas cuatro, seis, ocho y nueve años, y cuando salieron al patio fueron atravesados uno por uno con las peinillas de los asaltantes. Que a su compadre Adolfo Criado lo cogieron con su mujer cuando regresaban del pueblo. A él lo torturaron con el corte de franela, le cortaron el miembro, le sacaron la lengua por el cuello; y a ella, después de violarla ante los ojos de su marido, le abrieron el vientre, donde llevaba una criatura de seis meses.

      Así se iba enterando de todas las novedades de la región, y entonces su venganza no se hacía esperar. Con su olfato de sabueso detectaba fácilmente quién había dado la orden, y esa era su presa. No importaba quién lo estuviera protegiendo ni qué medidas hubiera tomado para repeler el castigo. Él sabía que el hacendado don Ruperto Castaño era el que había amenazado a su compadre Adolfo Criado. La noche que fue


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