Un café al amanecer. Farid Numa

Un café al amanecer - Farid Numa


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que, para su dicha, fueron seis varones y tres mujeres.

      Andrés fue el quinto de esos hijos. Tal vez por haberse demorado en nacer, o también por ser el más parecido a su abuelo, Baldomero Grávino, fue el preferido de su abuela, Kirame, quien le enseñó la lengua chamí y toda la sabiduría aprendida de su padre, el jaibaná de la comunidad. Los trabalenguas y los dichos que su abuela le enseñaba hicieron de Andrés un niño vivaz, de mente rápida y lengua ágil en los juegos de palabras y en las discusiones con sus compañeros.

      —Dáma ubea bóro michiabú, ambacháke embéra kachirúa ubea ojo sína, káre dóy itúa —les decía a sus amigos en lengua chamí.

      Traducido, el enunciado diría algo tan simple e inofensivo como “la culebra tiene la cabeza grande, el tío tacaño tiene un ojo de marrano y la lora verde toma chicha”. En cualquier caso, sus amigos no lo podían entender, lo que le dio fama de tener el don de lenguas y de ser capaz de comunicarse con los muertos.

      —¡Andrés! —llamó ña Paulina, angustiada, a su hijo de nueve años—. Ve y llévale este café con leche a ese pobre hombre, que debe de estar muerto de frío, a ver si se reanima y se levanta; no sea que se nos vaya a morir allí, y nosotros aquí, como si tal, sin poderlo socorrer. ¡Por amor a Dios, muchacho! Ponte los zapatos, que la vida no espera, se nos escapa, se nos escurre por entre los dedos sin darnos cuenta, y cuando menos lo creemos, ya no somos nosotros. ¡Ay, Virgen del Carmen! Y pensar que hoy es el Día de las Santas Ánimas del Purgatorio, y uno con esta falta de fe. En Marsalia las cosas se están poniendo muy malucas. Yo no sé, pero aquí está ocurriendo algo raro, y pareciera que algo muy feo va a suceder, porque cómo es posible que, desde el día de la muerte de ese hombre, el Guatín, todo el mundo se mira con una desconfianza a más no poder. Se les ve el odio, se siente un rencor muy grande que no se puede soportar. ¡Apúrate, muchacho!, que una obra de misericordia no se hace de mala gana. El día de mañana, ¡Dios nos ampare!, cualquiera de mis hijos necesite la misericordia de Dios.

      Andrés estaba medio dormido todavía. Atravesaba la calle cuidando que el pocillo de café con leche tapado por su plato no se le fuera a derramar. Caminaba despacio, con sumo cuidado. El frío le congelaba todo su cuerpo, y el pantalón corto que le había hecho su padre Danuil, el día de su santo, le dejaba ver sus piernas lampiñas y delgadas. No sospechaba que iba a encontrarse con la vida, con un hombre que, desde el otro lado de su existencia, desde su silencio infinito, observaba el paso del tiempo, el recorrido monótono de nuestras vidas vanas y vacías. Andrés respiraba despacio. No miraba la calle, no veía su camino. Solo observaba el pocillo cubierto por el plato que llevaba en sus manos. Caminaba a tientas, cuidando de no tropezarse, de no caerse. Solo el reflejo lo acercaba lentamente al bulto recostado en el alto sardinel de la casa de don Nacianceno Castro. No pensaba en nada importante, salvo en entregarle el café con leche que su madre le mandaba al señor de corbata y medias rojas que no se había despertado todavía, quién sabe por qué cosas del destino.

      Argemiro, quieto en su sitio, percibía apenas el movimiento del mundo. Sentía cada uno de los pasos de Andrés, cuya respiración ahora se aceleraba, a causa de la tensión y el intenso frío matinal. Percibió el calor y el suave aroma del humeante café con leche que, según ña Paulina, lo volvería de inmediato a la vida.

      —¡Como si todo fuera tan fácil! Un trago de café y ya está, un poco de voluntad de su parte, y listo. Qué bueno sería que de verdad las cosas de la vida fueran así; pero no, ¡qué carajo!, es más fácil morirse en cualquier momento y en cualquier lado que vivir esta condenada vida, llena de suspenso y de tragedia, esta vida que a veces nos sonríe, pero que siempre termina imponiéndonos sus caprichos. La vida que tanto queremos y por la que nos hacemos matar.

       En esas reflexiones estaba Argemiro cuando vio pasar al Guatín, que iba por la Calle del Torito que conduce al matadero municipal.

      —¿Para dónde irá tan solo, y a estas horas, tan de mañana? Si pudiera oírme, le pediría que le cuente a Antonio en dónde le dejé la carta.

      Andrés, como una estatua, parado frente a Argemiro, con los brazos avanzados sosteniendo el pocillo tapado con el plato, no pronunciaba palabra. Miraba hacia atrás, y en la puerta de su casa, ña Paulina le hacía señas de que se lo entregara; pero Andrés volvía a mirar, asombrado, al señor recostado en el andén, y entonces, desconcertado, volvía a ver a ña Paulina al otro lado de la calle. El cuerpo de Argemiro se ladeó un poco, por su propio peso, y Andrés se sobresaltó a tal punto que se le derramó un poco de café. Era el primer momento de su vida en que se enfrentaba a un hombre, a la vida y a la muerte en el mismo instante. No podía retroceder ni correr para ningún lado. Se acordó de las enseñanzas de su abuela Kirame Guatiqui, aprendidas de su bisabuelo Delfín, el jaibaná. Por primera vez se sentía él, con conciencia de ser él mismo, el que podía ser. La mirada lejana de su madre apenas si le rozaba el rostro. Estaba solo en el mundo, y no había escapatoria, no había salida; tenía que darle la cara a la vida. El juego estaba planteado, y él no podía huir.

      Argemiro estaba muerto, pero, aun desde la otra vida, no se hallaba vencido.

      —¡Vamos, dame el café! —le decía, desde el otro lado del mundo—. ¡Ayúdame!, que esta lucha es también la tuya. ¡Vamos, muchacho, acércate! ¿No ves que el tiempo vuela, no te das cuenta de que la vida pasa? Ayúdame a levantarme, para liberarme de esta muerte letal que me aflige.

      —¡Señor!, ¡señor Argemiro!, mire, tómese el cafecito con leche que le manda mi mamá, para que se reanime. Tómeselo con calma, que yo espero el pocillo, y si le gusta, le traigo otro pocilladito. ¿Quiere?

      La niebla volvía a descender. Andrés miró hacia atrás, mas ya no pudo ver a su madre parada en la puerta de la casa. Un viento denso acariciaba sus rostros. El silencio se apoderó del ambiente. Andrés empezó a oír música de violines y coros de voces infantiles que se aproximaban cada vez más. Sintió que flotaba y que, mientras tanto, Argemiro se incorporaba con lentitud y se tomaba ávidamente el café con leche.

      “¡Andrés, Andrés!”, sentía que su madre lo llamaba desde la otra orilla del mundo. Se elevó mucho más y pudo ver de nuevo a la mujer canosa, de pañolón, que lo consentía cada día; pero que él no conocía en el fondo de su existencia verdadera. Pudo leer sus pensamientos y sentir sus deseos. Detrás de ella, como una sombra protectora, su abuela, Kirame Guatiqui, la india chamí que lo había criado, sonreía mostrando sus blancos y gastados dientes y su larga trenza recogida en una moña adornada con una rosa roja. Ella era su compañera y su cómplice inseparable, la que le había enseñado a enfrentar la vida y a comprender la muerte.

      III

      “¿Será posible que le haya ocurrido algo a Argemiro? El pueblo se está despertando, y la denuncia hay que hacerla; somos responsables de lo que aquí pueda ocurrir. Si nos siguen cogiendo ventaja, nadie va a parar a estos cabrones, y hasta serán capaces de cortar todas las cabezas que se les venga en gana”.

      En estas reflexiones estaba Antonio mientras trabajaba en el panfleto.

      —María Isleña, ¡levántate! Tienes que ir a buscar a Argemiro con cualquier pretexto. Dile que es de parte mía. Él sabe lo que me debe mandar, o que me avise algo. ¡Anda, mujer!, que tú puedes llegar a cualquier parte de este pueblo sin levantar sospecha, pasas como si tal por donde quieras. Él puede estar en aprietos, y yo aquí, sobándome las manos como un capellán. ¡No, qué vaina! ¡Por favor, hazlo ya!

      María Isleña Mancera sabía cómo meterse a cualquier sitio y desencamar al más remiso. Su imprudencia era conocida, y su profesión era hacerle soltar la lengua al más callado. Su desparpajo para decir las cosas provocaba fuertes reacciones en la gente, que le contaban, sin percatarse, lo que ella quería. De manera perezosa, se puso las pantaletas al revés, para darse valor, tal como se lo había enseñado su madre. Su cuerpo, bronceado por el sol que recibía en su trajinar en el cafetal, lo cubrió con un vestido de algodón crudo que le resaltaba su silueta. Sus guedejas castañas, revueltas y sueltas sobre su espalda evocaban un demonio encantador, y se agitaba inquieta cuando hablaba con su sonora voz y le cantaba las verdades a la gente, llena de euforia y alegría. Se fue vistiendo lentamente renegando por el intenso frío


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