Devenir perra. Itziar Ziga
las miradas ajenas —incluso las de sus compañeras, ellas más que nadie— la resituasen continuamente como transexual. Que lo primero que aclarasen de ella es que no nació con lo que se supone que tiene que nacer una mujer. Que esta circunstancia de su trayectoria vital se anticipara a todas las demás y eclipsara otras luchas que ella considera más suyas.
Sin embargo, por convención social a Majo, otra de mis perras, la identidad de mujer le corresponde legítimamente por diagnóstico médico, por tener entre las piernas exactamente lo que debe tener una hembra humana. Pero ella asegura que en su adolescencia comenzó a transexualizarse como mujer porque eligió voluntariamente representar la feminidad impuesta, aunque en versión pervertida, socavando toda la decencia y la sumisión que nos cuelan con el lote de la feminidad.
Por tanto, mis perras son mujeres trans y bio; son bolleras, heteras insumisas, omnívoras; son chicas todo el rato, travestis, maricas; la más joven tiene veinte años y la mayor sesenta y tres; son trabajadoras sexuales, estudiantes, jubiladas, camareras, profesoras, supervagas… Y yo, a cada rato, tengo más ganas de ponerme en manada a ladrar con ellas por las esquinas.
Aclaro que no estoy hablando de comunidad perra alguna, compartimos espacios y afectos pero no estamos ni deseamos estar aglutinadas en torno a nuestra hiperfeminidad. En nuestro zoológico hay otros muchos animalillos de distinto pelaje con los que jugar. Tampoco ninguna de nosotras va día y noche por ahí eternamente maquillada y divina. Aquel espacio fantasmal que hace diez años me parecía inhabitable hoy es mi hermosa pecera en Barcelona.
Aquí y ahora
El pasado 23 de mayo estuvo la teórica y activista drag king Judith Halberstam en el macba para presentar la edición castellana de Masculinidad femenina. Yo no pude asistir porque a las camareras tienen la mala costumbre de hacernos trabajar los viernes por la noche. De eso hablaré más tarde, de la construcción de nuestras feminidades espectaculares desde la precariedad. Cuando terminé mi trabajo, corrí a La bata de Boatiné —nuestro antro de perversión— a encontrarme con mis amigas para escuchar sus relatos. Estaban sobreexcitadas, fuera de sí. De lo que no pude oír de Halberstam pero me contaron me emocionan muchas cosas. Una de ellas es la certeza de pertenecer a una comunidad de extraviadas que ayer y hoy nos hemos hecho, no sólo posibles sino hasta felices, a pesar de toda la represión, toda la violencia, todo el ocultamiento que el orden heteropatriarcal nos viene dispensando. En esa comunidad me siento aquí y ahora.
Algo debe de quedar en Barcelona de tanta insurgencia anticlerical, obrera, anarquista y cabaretera impregnado en sus calles, latente. Aquí nos hemos encontrado las perras (excepto Begoña que es mi amiga y hermana desde los trece años y que vive ahora en Madrid). A pesar de que esta ciudad cada día se parece más a un gran parque de atracciones panóptico para turistas y gente fashion, a pesar de que las que no encajamos en ese modelo de consumidoras de elite lo tenemos cada vez más crudo para vivir aquí. Algo debe de prevalecer de la Barcelona rebelde, porque en sus antros y arrabales hemos fundado nuestra manada. Algunas de mis perras son catalanas, otras llegamos aquí desde Argentina, Canadá, Portugal, Galicia, Madrid y Navarra con parecidas ansias emancipatorias.
Clase y género
Me sitúo deliberadamente desde el género y desde la clase, las dos rebeliones que me atraviesan. Tan sólo dos veces me ha sucedido adentrarme en una sala y escuchar allí algo que consiguiera anclar mi vida en una encrucijada política sin marcha atrás. La primera ocurrió durante mi carrera de periodismo, tenía diecinueve años y acudía sin excepción a las clases de un profesor de economía marxista e incendiario que mantuvo nuestras mentes espongiarias cautivadas durante todo el curso. Aquella mañana, Antxon Mendizabal desentrañó en una sola hora los entresijos del perverso imperialismo de la estructura económica mundial ante mis ojos.
Todo lo que alcanzo a entender de la destrucción y el genocidio permanentes en que está sumido este planeta se lo debo a la claridad y la rabia de aquel agitador en aquella hora. Desde entonces, cuando me hablan de hambre, de emigración, de narcotráfico, de prostitución, de lo que sea, reconozco el marco de relaciones de poder económicas en el que debo encajarlo para no caer en las trampas de los discursos hegemónicos. Sé situar las controversias feministas en un lugar que no sólo atienda al género y condene mi análisis a un cómodo callejón sin salida. Y discrimino mis alianzas políticas. Sin esta furia de clase, el aguerrido activista marica Eugeni Rodríguez no sería mi imprescindible compañero de lucha.
La otra hora bruja en la que sufrí una revelación se la debo a Beatriz Preciado. La primera vez que escuché su arrebatado discurso dinamitando todas las verdades del sexo y del género, me sentí explotar por dentro. Casi todo lo que siempre había aceptado como bueno, reventó. Fui más allá de donde el feminismo mamado hasta entonces me había llevado nunca. Ya no podía creer que existiesen ni mujeres ni hombres, ni xx, ni xy, ni pollas, ni coños, ni naturaleza, ni ciencia. Fue un exorcismo: me liberé de seguir asumiendo todos los discursos que me habían domesticado por ser identificada como ejemplar del sexo femenino. Desde entonces, ya sólo afirmo que soy mujer por diagnóstico médico y por estrategia política.
El feminismo sin perspectiva de clase es blanco y burgués (sólo omiten los referentes materiales aquellas que ya están situadas en una posición cómoda, las pobres no olvidamos ni por un instante lo que nos cuesta mantener nuestra escasez). Y sin noción crítica del sexo y del género el feminismo es esencialista y tránsfobo, comulga de alguna manera con toda la violencia a través de la que se nos sigue tratando de moldear como hombres o mujeres.
Puta (y) feminista
De cualquier manera, y aunque me partiría la cara con muchas mujeres que han terminado hallando su cota de poder dentro del feminismo institucionalizado a costa de las desheredadas (entre las que me encuentro), siempre me definiré como feminista. Me da mucho morbo porque tiene tan mala fama como llamarse a una misma puta. Y hace ya años me cansé de discutir la validez del feminismo con gente que no tiene la más mínima idea del tema. Es demasiado común y baldío.
No quiero recordar qué impresentable novio de una amiga mía empezó una apacible tarde con la dichosa cantinela: «El feminismo es como el machismo pero al revés». Lo juro, nunca me han propuesto un argumento más complejo ni documentado, ni siquiera distinto, para emprender este debate. Incluso muchos compañeros de la Facultad de Periodismo no eran capaces de darle ni media vuelta más al asunto, así está el patio informativo. Son como clones. De paso apunto que a estos soporíferos interlocutores —aquí el masculino es eso, masculino— en ninguna otra ocasión se les suele escuchar queja alguna sobre ese machismo que sólo parecen rechazar para atacarnos a las feministas.
Aquella lejana tarde estival, mi amiga y yo charlábamos de forma distendida sobre mil y una cosas. El deseo de continuar disfrutando sin sobresaltos debió agudizarme el ingenio. Para neutralizar la intentona de boicot de su pesado novio, ideé una respuesta que nunca más me ha fallado. (Hay demasiadas tardes encantadoras, demasiadas amigas inteligentes y demasiados consortes gilipollas). Sólo tenéis que dirigirle a él estas preguntas:
—¿Conoces las actividades y el discurso de algún grupo feminista?, ¿has leído alguna vez un libro de teoría feminista?, ¿tienes la más mínima idea de cuántos distintos colectivos feministas hay en esta ciudad y de a qué se dedican?
Os aseguro que la respuesta va a ser un no muy bajito, casi imperceptible. Entonces continuáis:
—Sabes qué pasa, como yo sí que tengo mucha información sobre este tema, la conversación sería tan desigual y poco enriquecedora para mí que mejor ni lo intentamos.
Total, las feministas ya tenemos fama de bordes. Por qué no utilizarla a nuestro favor.
Pero hay algo que siempre me ha incomodado mucho en el movimiento de mujeres, un cierto pacto interno que desaconseja exteriorizar nuestras autocríticas. La excusa siempre es la misma: bastante nos atacan desde fuera, como para ponérselo en bandeja. (Todo esto, a pesar de que, como en cualquier otro colectivo de extrema izquierda, pon a cuatro feministas a organizar algo y estarán divididas antes de terminarlo. Así somos la gente rebelde, no paramos nunca de escindirnos.) Supongo que muchas compañeras de lucha se enfadarán conmigo por atacar de una forma tan feroz a las abolicionistas de