Devenir perra. Itziar Ziga
también relata su tránsito por la masculinidad política con ironía: «Cuando entré en la universidad y empecé a estudiar teoría feminista, llegó una fase de mucho enfado en mi vida, de enfado por las injusticias, en especial las que sufrimos las mujeres. En ese momento, la feminidad en la que siempre me había sentido cómoda empezó a darme asco. Me rapé la cabeza, me dejé crecer los pelos de todo el cuerpo, sentía que depilarme las cejas era un invento de los hombres. Por supuesto no me maquillaba, llevaba pantalones y camisetas muy anchas. Creo que no queda ninguna foto de aquella época, servirían para hacerme chantaje».
Si, hasta ese momento, el halago de su aspecto por parte de los chicos nunca había molestado a Laura, de pronto empezó a sentirlo como un ataque insoportable. (Creo que todas hemos pasado por esa época en la que un chico apenas te mira y tú ya estás preparada casi para tumbarlo al suelo de una patada.) «Adopté cierta masculinidad como reacción ante lo que entendí que era una imposición de los hombres. Recuerdo que veía chicas en minifalda y pensaba: pobres, todavía no han visto la luz. Creo que es un proceso que tienes que pasar para llegar a estar cómoda con cómo eres y cómo estás.»
Ésa no soy yo
En algún u otro momento, todas las perras de las que hablo hemos colgado nuestro disfraz de putillas en la pared y lo hemos escudriñado desconfiadas. ¿A que soy tan boba que me he puesto el uniforme de esclava sin darme cuenta? ¿A que me la han metido una vez más y yo creyéndome tan lista? Cuando una sale a la calle embutida en licra trepadora y ha mamado tanto de la teta del feminismo encarna una paradoja, vive en ella. Este libro pende de la misma cuerda floja político-estética. Pero es que yo no puedo con las certezas ni con los puertos seguros, desconfío ante tanta calma. Cuando me dan la razón demasiado, cuando se respira ese aire de consenso beatífico, ahí sí que temo que van a metérmela. Y yo sin lubricar.
No creo que nadie recree su identidad o performe su género sin cortocircuitos, sin extravíos, sin miedos, sin renuncias. Hasta el padre de familia, blanco y de clase media más autocomplacido anhela secretamente muchas noches mandarlo todo a la mierda. Probablemente, él más que nadie. La trabajadora sexual y activista italiana Carla Corso se manifiesta así en su autobiografía política Retrato en vivos colores: «No quiero ser coherente, porque algunas veces la coherencia es estupidez: prefiero estar en contradicción antes que ser tremendamente coherente, como si me cogieran y me pusieran ahí, estática y estúpida».
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