Paisaje con tumbas pintadas en rosa. José Ricardo Chaves

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Geranios?

      —Buena idea. El café nos calentará.

      —Hay cosas que calientan más que un café…

      Óscar se hizo el desentendido.

      San José, 4 de diciembre de 1982

      En el Teatro Nacional

      Señor Presidente Reagan:

      Como representante popular de la Asamblea Legislativa de Costa Rica, siento la obligación de decirle a usted unas pocas palabras: lo hago de esta forma porque desgraciadamente no hay oportunidad de hacerlo en otro momento.

      Señor Presidente Reagan, nuestra patria es un país pequeño y pobre, pero habemos aquí miles de ciudadanos que siguiendo las enseñanzas de nuestros próceres creemos que la dignidad y la soberanía no son negociables ni pueden ser menguadas a cambio de ninguna ayuda económica.

      Para salir de la profunda crisis económica que nos agobia hace falta corregir en lo interno muchas cosas, hay que sentar sobre nuevas bases nuestra República, de manera que superemos las limitaciones actuales y alcancemos un orden social más justo y una democracia más plena.

      También necesitamos créditos internacionales sin condicionamientos políticos, pero más que eso, necesitamos precios justos para nuestros productos y respeto al derecho inalienable de explotar en beneficio del pueblo las riquezas naturales que poseen nuestras tierras y mares.

      Señor Presidente Reagan, en Centroamérica la disyuntiva no está entre totalitarismo y democracia. No, aquí la disyuntiva está más bien entre la opresión y la sumisión por un lado, y la justicia social y el derecho al a autodeterminación de los pueblos por otro.

      Encontrar el ansiado camino de la paz y la verdadera democracia, paz en nuestras tierras por la negociación y el diálogo, no por la militarización y la guerra.

      Centroamérica requiere justica y libertad, respeto a los derechos de los pueblos. Más armas o fuerzas militares de intervención solo profundizarán los enfrentamientos y los padecimientos.

      Hoy, justamente al cumplirse un año más de la muerte del Padre de la República, Gregorio José Ramírez, los costarricenses que hacemos nuestro el legado de los próceres y que levantamos sus banderas de solidaridad y fraternidad, no nos cruzaríamos de brazos si fuerzas extranjeras invadieran, como ocurrió en 1856 y en otros momentos históricos en nuestras tierras.

      Señor Presidente Reagan, no he tenido al hablar el ánimo de mortificarlo a usted o al Presidente Monge. Al hacerlo recojo el deseo de miles de costarricenses que de otra manera no habrían tenido la oportunidad de dar a conocer directamente su sentimiento. Muchas gracias.

      S.E.A

      Óscar subió al carro en que lo esperaban Mario y David. Este último era quien conducía el cómodo y elegante automóvil. Dieron un paseo por las calles céntricas de San José mientras conversaban de temas del momento, como la pasada visita de Reagan y el escándalo que fue la lectura de la carta del diputado de izquierda delante del ‹‹huésped distinguido››, acción que la mayoría de los medios de comunicación calificó, cuando menos, de acción descortés y fuera de lugar. ¡Qué iba a pensar el star-waresco presidente con respecto a la Suiza de América!, país sin ejército, este régimen democráticotropical con más maestros que soldados y que, aunque venido a menos últimamente por La Crisis, cumplirá en unos pocos años un siglo de existencia civilizada, cosa que puede decirse de muy pocos países a lo largo y ancho de toda América Latina.

      —Pues yo debo decirles que me pareció muy bien la carta de Ardón, que le aclarara a Reagan que aquí no todos tienen bisagra por espalda.

      —De acuerdo –respondió David.

      Mario observaba con disimulo hasta los mínimos detalles de sus compañeros, cómo hablaba David, el énfasis que ponía a cada frase, cómo respondía David, cómo sonreía cada uno. ¿Por qué David había aceptado conocer a Óscar? Hasta ahora, nunca se había dado el caso de que David se interesara por los ligues de Mario. ¿Y entonces? ¿Qué mosca lo habría picado? El hecho es que ahí iban los tres, conversando alegremente, mientras el auto se desplazaba entre las calles estrechas y con mucha gente, anuncios comerciales refulgentes, tiendas, almacenes, jardines descuidados, plazas a medio alumbrar, cementerios olorosos a azucena y cadáver, hospitales, bares, restaurantes, salones de baile, cantinas, moteles, hombre y mujeres que salen en la noche dispuestos al baile, a la bebida, al cachondeo, al acostón, a la náusea, al dolor de cabeza… a la fiesta.

      Tomaron rumbo a La Sabana, luego más allá, hacia Escazú. En el camino Óscar recordó la estrofa de un poema de Brenes Mesén. En medio de la conversación, lo recitó con cierto aire bromista:

      Enfrente de Escazú

      colinas de esmeralda,

      y entre ellas, escondida,

      la aldea de Quizur

      —¿De dónde salió ese versito tan naif?

      —Es Rasur, de Brenes Mesén. Es un poema interesante si se lo lee de una manera distinta, con más malicia, dándole solo su justo lugar a la aureola mística con que tantos lo han rodeado y de la que él mismo hizo gala.

      —¿Y desde cuándo vos tan enterado de esas cosas literarias? –preguntó burlonamente Mario.

      A lo que, con una sonrisa, Óscar respondió: –Ya ves, hay bichos raros que leemos literatura costarricense.

      —¿Pero esa cosa existe? –intervino David, medio en broma, medio en serio.

      —Solo cuando la leemos –respondió Óscar con cierta contundencia sibilina.

      —¿Adónde vamos a cenar? –preguntó Mario desviando la conversación.

      —Conozco un buen restaurante de carnes por aquí –contestó David, fuerte en su conocimiento del mundo real, no ese de pamplinas literarias.

      Luego de dejar el carro en el pequeño estacionamiento, los tres hombres ingresaron al restaurante. No había mucha clientela. Para empezar tomaron unas cervezas y luego cenaron copiosamente, como leones hambrientos. Esa carne cocida a término medio, aun sanguinolenta, tenía sabor delicioso. La cerveza refrescaba el paladar, lo limpiaba, solo para que otro trozo de carne llegara al momento, listo para ser masticado y engullido.

      La plática se desarrolló entre chistes y comentarios sobre Nicaragua (los tres, en distinto grado, apoyaban a los sandinistas), sobre Reagan, Monge y Ardón, sobre la próxima visita del Papa Juan Pablo II; hicieron bromas sobre el pontífice, Óscar y Mario dijeron cabrón papa reaccionario, un postre delicioso, un café bien cargado (David no, él no quiere café, prefiere té).

      —Con que Rasur… –dijo, entre evocativo y burlón, David.

      —¿Qué pasa con Rasur?

      —Nada especial, que me despertaste la curiosidad. Nunca había oído nombrar ese poema.

      —Es un libro que se conoce poco y que, a decir verdad, es de lo que menos me gusta de Brenes Mesén. Es una especie de testamento espiritual, con niños y niñas que cantan, hombres y fuerzas de la naturaleza. A estas alturas del siglo parece más bien algo ingenuo. Eso sí, suena bien, se oye bien, como ocurre con esa musiquita modernista a la Rubén Darío y compañía.

      —Por eso debe ser un buen poeta –agregó David.

      —No sé, a veces no basta con que los poemas suenen bien. De alguna manera casi siempre esperamos algo más, algo que involucre todos los sentidos, no solo uno, el oído. ¿No les pasa esto?

      —Pues la verdad –intervino David – es que yo casi no leo poesía. Es más, no la leo del todo. Si de leer literatura se trata, yo prefiero las novelas… con tal de que no sean muy largas.

      —Y vos, Mario, ¿qué pensás? –dijo Óscar.

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