Paisaje con tumbas pintadas en rosa. José Ricardo Chaves
es. Él es muy sociable.
—Sí, me agrada mucho. Vos también, claro. Pues qué lástima que no podás ir. En todo caso, si te decidieras, llamame. Yo estaré saliendo a eso de las nueve y media o diez. Te repito va estar de película.
—Gracias, pero lo veo difícil. Será para la próxima.
—Okey, chao.
Ernesto se alejó rumbo a su departamento, ubicado en un viejo y misterioso edificio contiguo a la Casa Amarilla –el Ministerio de Asuntos Exteriores–. Era un músico más amigo de Miguel que de Óscar.
«Yo también debo irme. Al menos debo darle una ojeada completa a la materia; vamos, Osquitar, hacé un esfuerzo».
Con la determinación, Óscar se levantó del poyo y continuó hacia su casa. Ya iban a ser las siete de la noche y el examen sería al día siguiente a las dos de la tarde.
San José, 6 de julio de 1982
Querido A.:
Recibí tu hermosa tarjeta y para compensar tanta arquitectura que me enviaste te mando una foto de algo ligeramente más vivo y lleno de carne. ¿No creés? ¿No está para comérselo a mordisquitos, poco a poco? Esta foto te la había traído de Nueva York pero no pude dártela personalmente como quería, me tardé más de lo pensado y cuando regresé ya vos te habías ido. Hiciste bien. ¡El mundo es ancho y nuestro! Me alegra saber que estás pura vida, como diría más pachucamente cierto conocido común de cuyo vocabulario no quiero acordarme. Me gustaría conocer más de tu nueva vida, aunque entiendo que no escribas mucho. Mejor vivir intensamente y luego, traguito en mano y con un buen purito, me contarás las peripecias de tu vida. Aquí todo va como siempre. Desde hace un mes estoy saliendo con L., un muchacho muy buena gente de 28 años, un ingeniero, dulce, tímido e inteligente. Su apariencia es fuerte, tiene algo de leñador de bosque, pero más bien es suave y complaciente. Nos fuimos un fin de semana a la montaña, los dos solos y el hacha de mi leñador dio cuenta de este palo de hombre. ¡Ah…! Fue un lindo viaje. Nos vemos regularmente y creo que he empezado a quererlo. Él seguro que irá a un congreso a tu nuevo país en dos meses, más o menos, así que le daré tu teléfono para que te llame y así podás conocerlo y, de paso para que me lo cuidés un poco mientras esté por aquellos rumbos. Yo pensaba ir con él, pero creo que será imposible porque quiero cambiar de carro y necesito todo el dinero para poder hacerlo. Mientras nos volvemos a ver, recibí un abrazote de mi parte.
Z.
Óscar estudió de ocho a once ininterrumpidamente, incluso con buena concentración. Le hizo bien su paseo por las calles estrechas y lluviosas de San José, el zoológico brumoso, los parques que circundan el Templo de la Música. Como ya antes había hecho otras dos jornadas de estudió, apenas con un poco de tiempo más lograría una visión general de los temas del examen. Le faltaban algunos detalles, trucos a la hora de resolver los problemas de fórmulas y nomenclatura. En eso sonó el teléfono.
—Bueno.
—¿Óscar?
—Sí.
—Hola, habla Mario Rosales.
Óscar no lo podía creer. ¡Mario llamándolo después de que se había escabullido por tanto tiempo! Se conocieron en julio de 1981, durante los festejos del aniversario de la revolución sandinista: Managua hirviendo de banderas, vítores y gente. Los hasta entonces desconocidos coincidieron en un viejo galerón que les sirvió de albergue, junto con una docena más de visitantes. Todos los hoteles estaban llenos, hasta el tope. Sin comodidades, tendrían que dormir en el suelo, sobre colchones viejos y manchados, pero nada de esto importaba, lo valioso era estar ahí, apoyando la revolución en carne y hueso. Mario se había acercado a Óscar, se presentó y conversaron. Resultó que Mario era historiador. Daba clases en la universidad. A Óscar también le gustaba la historia, aunque como carrera había preferido la sociología. Le faltaban dos años para acabar la licenciatura.
Por qué de entrada sacaron a relucir sus calidades académicas fue algo tal vez extraño, pero así fue. En la noche, a la hora de acostarse, buscaron la manera de quedar uno al lado del otro. Era excitante esa cercanía de ascética lujuria, sobre piso de tierra, entre los ronquidos de los «compañeros», compas durmientes, y mientras Óscar fingía estar dormido, la mano de Mario se deslizó y acarició su brazo desnudo, tibiamente húmedo por el calor tropical de la noche de Managua. Óscar sintió la caricia filosa de un ángel.
Anunciación…
Durante las dos semanas que pasaron en Nicaragua casi no se separaron. Recorrieron las calles del aguerrido Monimbó, conocieron el escenario de la batalla de Rivas, ¿te acordás, verdad?, aquella contra William Walker y sus filibusteros, no, no es conjunto de salsa, la guerra de 1856, sí, contra los esclavistas gringos. Óscar y Mario sintieron la desolación asoleada de Managua, vieron profusión de iglesias en Granada, navegaron por el gran lago, y mientras el bote de motor se deslizaba entre las aguas, Óscar y Mario observaron los restos de una barca encallada, en gran parte invadida ya por la exuberante vegetación.
Regresaron a San José y se intercambiaron los teléfonos. Óscar estaba tan entusiasmado con su nuevo amigo que no tardó en llamarlo, pero fue imposible localizarlo. Nunca estaba o nunca quiso responder el teléfono. Le dejó recados en la grabadora que nunca fueron contestados. Desilusionado Óscar terminó resignándose a la idea de que no lo vería más.
«Hasta cuando el azar nos alcance».
Y los alcanzó bajo la forma de un curso de historia que ese primer semestre del 82 Mario debía impartir y Óscar recibir. Cuando Óscar entró tarde al aula y vio quién era el profesor, se turbó en un primer momento, en todo caso más que Mario, quien se limitó a mirarlo unos instantes y, con gran dominio de la situación, dijo cortésmente «Adelante, buenos días». Ya en su pupitre, Óscar pudo asimilar la sorpresa. Mario comenzó a copiar en la pizarra algunos títulos que debían agregarse a la bibliografía del curso y, mientras lo hacía, Óscar no dejó de observar, como embobado, sus piernas, su espalda de nadador, pero sobre todo las manos de dedos largos del profesor. Recordó la caricia de Managua y sintió de nuevo aquel placer casi eléctrico.
Terminó la clase y Óscar dejó que los demás alumnos se alejaran. Solo quedaban dos muchachas que le hacían la plática a Mario con mucha coquetería. Las sonrisas de Mario son realmente cautivadoras, pensó Óscar, seductor que sos. Los cuatro caminaron por el corredor. Luego las muchachas se metieron a otro salón y solo quedaron ellos dos.
—¿Cómo vas? –preguntó Mario sin dejar de sonreír.
—Bien. Todavía algo sorprendido. Lo que menos esperaba es que te tendría de profesor. ¡Lo que son las cosas! Caras vemos, profesores no sabemos.
—¿Estás seguro? ¿No habrás buscado mi nombre en la guía de cursos? –preguntó Mario con malicia.
—¡Por favor!, ¡no seas tan creído! ¡Qué te estás imaginando! –contestó Óscar también sonriente–. Por supuesto que no. Solo me fijé en el horario que mejor me convenía.
Tomaron un café en la soda Guevara y luego se despidieron. Se volverían a ver en clases, los dos muy formales, uno como maestro y otro como alumno, en un curso que entusiasmaba a Óscar tanto por lo que aprendía como por quien lo enseñaba. Una excelente combinación pedagógica, sin duda. Así es fácil estudiar, no como le pasaba con la estadística, en que ni la materia ni el profesor le son simpáticos, y helo ahí estudiando un viernes en la noche, mientras sus amigos se divierten y bailan y beben y ligan y fuman y él ahí, pobre Óscar, como un león entre barrotes de fórmulas y números, cárcel estadística, ahí, hasta que el teléfono suena y es Mario quien habla.
—¿Qué estás haciendo?
—Estudiando. Mañana tengo examen.
—Qué lástima.
—¿Por qué?
—Pues porque estoy aquí, en La Copucha, y quería ir a tomar un trago a otro lado y pensé que me agradaría que me acompañaras.
—La