Paisaje con tumbas pintadas en rosa. José Ricardo Chaves

Paisaje con tumbas pintadas en rosa - José Ricardo Chaves


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de veras.

      Y acotó con picardía: –No puedo despreciar la oportunidad. Es ahora o nunca.

      Mario sonrío del otro lado del teléfono.

      —En quince minutos estaré allá, quizás en veinte.

      —Hecho.

      Óscar colgó. Se apresuró a cambiarse de ropa y cepillarse los dientes. Se peinó. De su casa a La Copucha no se tardaba más de quince minutos a paso veloz. A la pasividad de unas horas antes siguió esa euforia por el encuentro con Mario. Fue así como, en una noche oscura, con ansias, en amores inflamado, oh dichosa ventura, Óscar salió sin ser notado, estando ya su barrio sosegado.

      Recorrió las calles de San José hacia La Copucha, con esa felicidad de quien piensa que al fin se le van a cumplir sus más ardientes deseos. La Copucha era uno de esos centros bohemios latinoamericanos y exiliosos, lleno de chilenos, argentinos, uruguayos, salvadoreños, peruanos… ¡hasta costarricenses había en ese aquelarre donde se brindaba, no por Satán, sino por Marx-Engels-Lenin! La Copucha está repleta. Desde la acera se oyen los cantos de un grupo folclórico argentino. Óscar tiene que casi reptar entre los cuerpos de hombres y mujeres para llegar a la barra. Un afiche del Che Guevara preside desde lo alto de la cantina rones, vodkas, aguardientes y tequilas. Un cartel de Martí está junto a las cajas de cervezas y otro más de Allende está cerca del orinal. Óscar observa a la gente en las mesas, en la escalera, arriba, en el pasillo, y no, no está, en dónde se habrá metido, saluda a algunos conocidos, pintores, actrices, hola, qué tal, hola, sí, qué hay, no, hola, si, nos estamos viendo, ¿dónde estará Mario?, qué raro. Qué habrá pasado. Pues ya que estoy aquí voy a tomarme una cerveza, aprovechar la salida, Martí, una Imperial por favor, esperaré un poco por si acaso, y esperó media hora y al fin Mario apareció, que perdoná, pero estaba colgando el teléfono público en Chelles cuando me encontré con unos amigos, que vamos al Key Largo, que tomate una copa con nosotros, que voy a otra parte, gracias, sólo uno, vení, vení, no te hagás de rogar, no, no es eso, es que tengo un compromiso, me esperan, ah, malvadillo, siempre con tus jugueteos románticos, bueno, solo uno, y cómo está David, bien, bien, está por regresar de un congreso de economía en Madrid, creo que llega mañana, cómo, ¿no sabés?, no, no sé, vaya, cómo son las cosas en estos tiempos modernos, qué parejas tan liberales, tan desapegadas, bueno, gracias por el trago, ya me tengo que ir, chao, gracias, sí, entiendo, así fue, Óscar, no importa, Mario, lo que cuenta es que estás aquí, adónde querés ir, a cuál bar, aquí está demasiado ruidoso, vamos a uno en barrio Amón, ¿qué te parece?... Bien, sí, lo conozco, está cerca de mi casa, ¿ah, sí?, sí, pues vamos, vamos.

      Ya en el bar Mario pidió una cuba y Óscar un vodka. Repitieron la orden. Otra más. La conversación recaía una y otra vez en libros, en novelas, en películas, en espectáculos de danza, en obras de teatro, pero no llegaba al punto donde Óscar quería: él, Mario, ellos mismos, esa atracción casi irresistible…

      —Ya es la una y media y mañana tengo que levantarme temprano. Ni modo, tengo examen a las dos de la tarde y aún me falta estudiar un poco.

      —Entiendo. Pues sí, vámonos. Me dijiste que vivías cerca.

      —Sí, a unas cuantas calles, muy cerca del parque Bolívar.

      —¿De veras?

      —Sí. A veces en las noches o en los ratos de silencio puedo oír cuando el león ruge o hace el amor.

      —¡Que excitante!

      —Ya lo creo. Deberías oírlo alguna vez. ¿Qué tal ahora? Vamos a mi casa, te tomás otro trago y tal vez oigamos al león.

      —Me gusta la idea. Vamos al auto.

      —Okey.

      Mario pagó la cuenta. Llegaron al apartamento de Óscar.

      —¿Vivís solo?

      —No, con un primo, pero ahora no está. Se fue de vacaciones a México.

      —¡Dichoso!

      —Sí. Aquí están las llaves.

      —¡Qué ritual para abrir la puerta! ¡Cuántos cerrojos! La cueva del mago…

      —Ni modo, los ladrones. Hay que prevenir.

      —Claro, y vivir tras las rejas como si uno fuera el criminal, como un león de ciudad.

      Entraron.

      —Ponete cómodo. ¿Qué querés tomar?

      —Lo mismo, otra cuba.

      —Bien. Voy a preparártela.

      Mientras lo hacía, Mario se acercó a Óscar por detrás y lo tomó por la cintura. Dejo caer un cubo de hielo fuera del vaso. Mario lo beso en la nuca.

      —Me encanta tu cuello, largo, blanco…

      —Aquí tenés tu cuba –dijo Óscar.

      —Gracias. Vení, sentémonos acá, en este sillón. Se ve cómodo.

      —Lo es.

      Pusieron los tragos sobre una mesita de vidrio. Entonces, en el sofá, Mario arremetió de nuevo y besó a Óscar, que esta vez no quiso controlarse y correspondió con un beso apasionado. No podía creer que estuviera ahí, con Mario, abrazados, besándose, y estaba tan excitado que oía los latidos de su propio corazón. Las manos le temblaban. Su cuerpo se estremecía. Se separaron. Luego fue Óscar quien besó con ansias a Mario, con sus manos le acarició el rostro, sus dedos se deslizaban sobre las mejillas, la nariz recta, la frente. Quería apoderarse de la geografía de ese rostro al que por fin podía tocar sin tapujos: que sus dedos se hundieran en la cabeza rizada de Mario. Se volvieron a separar. Sonrieron. A la tensión erótica de tan solo unos minutos antes seguía esa confiada relajación de saberse correspondido en el deseo.

      Óscar casi no podía hablar. Se sentía tan feliz, tan contento. Ya nada importaba: ni el examen que tendría que presentar en unas horas más ni todo lo que había tenido que esperar para por fin abrazar a Mario. Nada. Nada. Solo ese estar juntos, así, para siempre, ¿siempre? No pudo evitar decirle a Mario:

      —Te quiero.

      —¿No te parece que es un poco rápido para eso? ¿Cómo es eso de querer a la primera cita?

      —Tal vez vaya muy rápido, pero es lo que siento en estos momentos. No puedo ni quiero evitarlo.

      Mario lo besó entonces, con ternura, como consolando a ese principiante de los sentimientos adultos.

      —Pues no oigo al león. ¿Se habrá cansado de coger?

      —Quizás. Mientras tanto, ¿te gustaría oír algo de música?

      —Claro, ¿qué tenés?

      —Pues hay de todo, como en botica: clásica, salsa, rock… A Miguel y a mí nos gusta mucho la música.

      —¿Miguel es tu primo?

      —Sí.

      —¿Y te llevás bien con él?

      —En general sí. Nunca falta un motivo de discusión, pero a la larga terminamos por resolver el conflicto amigablemente.

      —¡Qué civilizados! –exclamó Mario con algo de sorna.

      Óscar puso un concierto de Vivaldi. Quiso acariciar de nuevo el cabello de Mario, quien es esos momentos, acostado, tenía la cabeza apoyada en el brazo del sofá, sobre un cojín púrpura. Mario cerró sus ojos mientras Óscar jugaba dalilescamente con sus rizos.

      —Me voy a dormir si seguís así.

      —Me encantaría. Así me acurrucaría junto a vos y me dormiría abrazándote.

      Tras unos segundos, Mario exclamó al tiempo que se ponía de pie:

      —Bueno, chavalo, yo creo que ya va siendo hora de irme. Mañana vos tenés tu examen y yo estoy un poco cansado.

      —¿No


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