Entre dos ríos. Romina Zanellato
>
Zanellato, Romina
Entre dos ríos / Romina Zanellato. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Rosa Iceberg, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-46474-7-4
1. Novela. I. Título.
CDD A863
Dirección editorial: Emilia Erbetta, Marina Yuszczuk y Tamara Tenenbaum
Diseño y maquetación: Matías Duarte
Foto de cubierta: Catalina Bartolomé
© Romina Zanellato
© 2018, 2020, Rosa Iceberg
Rosa Iceberg, Buenos Aires, Argentina
ISBN 978-987-46474-7-4
Edición en formato digital: junio de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sin permiso por escrito de la autora y/o editorial.
Romina Zanellato
Entre dos ríos
A Gloria y Luis
Estaba deseosa de permanencia, supongo que necesitaba que algo me recordara lo efímera que es la permanencia.
Patti Smith, M Train
Un ceibo solo en el campo. Al rato aparece un grupo más y después una hilera de ceibos silvestres acompaña la ruta. Acá adentro hace frío pero estoy segura de que afuera hay humedad y treinta grados. Acabamos de cruzar un río ancho y manso desde un puente naranja, de esos elevados como los que hay en las películas. Parece una imagen de otro país. El campo se ve infinito con manchas de pasto amarillo, arboladas de copas como nubes verdes y lagunas de lluvia marrón. Al lado mío, una chica llora en silencio.
La había visto en Retiro, con su enterito negro de lunares blancos como los que yo usaba de nena en Neuquén. Desde que se sentó en su butaca está hecha un ovillo, cerrada. Nos deja a todos afuera, aunque soy la única pasajera que lo nota. Tiene la frente pegada a la ventana, solo puedo ver cómo le caen las lágrimas al brazo y se deslizan por los pelos hasta aterrizar en su ropa. Gotas gordas. No emite sonido ni queja. Me parece un llanto de resignación. No le digo nada, capaz no lo haga nunca. Que en este viaje, al lado mío, ocurra este cuadro mudo, no puedo más que tomarlo como un presagio.
Los ceibos siguen corriendo a ambos lados del micro. En la casa neuquina de mi abuela había uno, protagonista en el medio del patio, a modo de premio y manifiesto. Notable. Las señoras del barrio se frenaban para preguntarle cómo era posible que creciera ahí, con el frío y el desierto. Aurora, si estaba de mal humor, usaba su cinismo para contestarles que con amor alcanzaba. Si estaba en un buen día respondía la verdad: requería cubrir el tronco con nailon en invierno para protegerlo de las heladas, apuntalar las ramas grandes, podarlo con cuidado y, sobre todo, sostener la estricta prohibición a los nietos de treparlo. De lo que no se hablaba era del agua, bien preciado y ausente en ese suelo. Había que regarlo demasiado.
La flor del ceibo es de terciopelo rojo, y sale del árbol en forma de ramillete desbocado, exuberante de color y textura. Parece una lengua como la de los Rolling Stones pero por la velocidad de este micro se transforma en rayas coloradas sobre el pasto quemado del litoral. Se me aparece una imagen deforme y lejana en la memoria, siento la flor sin aroma sobre mis dedos. Soy esa niña que las junta del suelo -jamás las arranca- y las destroza de a poco en pasos estrictos: primero le saca el tallo y la vaina, que también es roja y al abrirla tiene como una baba de flor que amaso entre mis yemas hasta que desaparece. Después el pétalo, lo froto con el dedo, tanto que el terciopelo se trasluce. Va y viene el dedo, sintiéndose flor, haciendo del contacto una única sensación, textura. Sin color, la estructura carnosa se disuelve completamente. Se termina el erotismo.
Recién, cuando el micro se acercó al río, que me lleva a Concepción del Uruguay por primera vez, me di cuenta de que también luce así de carnoso. Un río marrón como un pétalo rojo. Un río turbio de sedimentos, como un recuerdo.
Son las ocho y afuera recién atardece. La del asiento de al lado no llora más, parece dormida. Por su ventana veo la tierra opaca y el degradé pastel del cielo. De vez en cuando irrumpen en mi campo visual unos árboles apretados, fugaces. Acá se escuchan los tiros de una película de acción, los mocos del nene de adelante y el berrinche sostenido hace media hora de un bebé en el último asiento. Del otro lado está el sol, yéndose con dos rayos rosados que se clavan como flechas a unas nubes sobre el horizonte, pompones teñidos de violeta. Ni siquiera intento dormir.
Se sacude el micro en la ruta pero yo estoy quieta en mi asiento, mirando para afuera. Sospecho de mi calma. Voy al lugar del cual mis abuelos escaparon, sin saber para qué. No sé mucho de la historia ni cómo se fueron. Se me ocurre que siempre la mejor forma de huir es en tren. Al recorrido hay que vivirlo a una velocidad en que la mente pueda asimilar el trayecto. Como ahora, que estoy amasando la posibilidad sobre un Chevallier.
Los ceibos pasan y yo sigo de cuerpo inmóvil pero con la mirada movediza, como un perro encandilado sobre la ruta. Se escucha el latir de su corazón.
Llegamos una hora y media tarde, aunque no había nada de tráfico en la ruta 12. Salgo del micro esquivando el cabezazo contra el techo del colectivo mientras recibo, de golpe, todo el olor a agua de río. Está cerca, lo reconozco, es el sauce que se deshace con la brisa, los peces que atraviesan la corriente.
El río, siempre es el río, se me escapa en voz baja sobre la plataforma de cemento. Una señora me oye, me mira de reojo y no digo nada. Inhalo ese olor, me lo meto más en el cuerpo, más. Vuelve mi esperanza. Todos los ríos son mi amuleto.
Está anocheciendo en Concepción del Uruguay, no queda luz en la superficie, pero persiste una luminosidad débil sobre el cielo despejado. Giro sobre mí misma. Alrededor de la terminal todas las casas son bajas con la pintura descascarada. Una nube de bichos gira y se electrocuta contra un farol de tungsteno hospitalario, debajo hay dos chicas trans tomando mate como si fuera una plaza. Me rodean unas personas quietas que están a la espera de que baje alguien o llegue algo del micro. La chica que lloraba en el asiento 23 desapareció en un instante. La vi buscar su bolso de la baulera y al parpadear ya no estaba más. No pude ver con quién se fue ni hacia dónde.
El hotel donde me voy a quedar está derecho por General Galarza. Voy despacio para asimilar todo, atenta por si siento algo parecido a una corazonada o tengo algún recuerdo falso. Voy tan lento que algunos vecinos me miran con ojos indagadores. Cruzo delante de un hombre y una mujer que charlan sentados en la vereda. Si fuera vieja también abriría todas las ventanas para que salga la humedad, me arremangaría la falda en la reposera verde, tomaría mate mientras pasa una chica con pinta de paisana de ciudad y le preguntaría al Negro quién será, qué busca y qué vino a hacer a este pueblo esa extraña. Qué quiere.
Avanzo. Dos casas más allá hay otra pareja de viejos con todo abierto de par en par. Espío todo lo que puedo mientras desacelero el paso. Veo un televisor prendido, una mesada con algo tejido al crochet, algunos portarretratos, el techo altísimo. Me miran con la misma mirada de los otros señores. No me conocen, no me saludan, quieren saber quién soy, qué busco, adónde voy. Nadie dice nada, yo menos.
Mis abuelos, cuando se sentaban en la vereda, también se preguntaban quién era la persona que pasaba, como si el mero hecho de circular frente a su casa produjera un nexo entre ellos, una información compartida que cada cual lleva y trae. De qué familia proviene, cómo estará su mamá, se habrá enfermado, se lo ve muy bien para ser hijo de tal. Recuerdo y sonrío, trato de comunicarles a estos viejos quién soy, que no sé qué vengo a buscar pero que acá estarían ellos,