Entre dos ríos. Romina Zanellato
solo naranjas y una despensa con cervezas Santa Fe. Me compro una y también unos maníes salados que empiezo a comer durante la caminata. Los entrerrianos miran a los ojos y circulan. No hay más ruido que el de las bicicletas en el asfalto o la cumbia de los autos que pasan. Me quedan cinco cuadras hasta el hotel. Anoto todo con la mirada. Sigo el olor a río.
Es como si el río flotara y tocara todas las cosas. A mí, y a todos los que están alrededor. El viento lo levanta y lo hace volar hacia los árboles que lo atrapan, es una lucha, un combate de supervivencia entre las hojas y la corriente, entre el olvido y los recuerdos.
Desnuda en el baño del hotel me miro a los ojos. Desde una ventana que da al cielo claro, que está manso ahí afuera, entra una luz clara, natural y pareja. Soy yo, la de hombros firmes con pechos pequeños que caen como dos ciruelas sobre una cintura exagerada, oculta, un secreto sobre la panza ancha, base de operaciones de todo lo que siento. Soy yo esta mujer del espejo que está sola en un hotel, en un pueblo desconocido.
La habitación es blanca impoluta, los pisos antiguos de madera. Afuera me espera la plaza donde se conocieron Aurora y Santo hace sesenta años. Ella iba charlando con Julia sobre una película de Hollywood que habían visto en el cine, iban a la matinée todos los sábados a la tarde. Caminaban separadas de las demás compañeras del grupo, un poco más atrás. Iban con los brazos sellados entre sí. Y ahí, hablando tonterías con su amiga, apareció un petiso de cara cuadrada y ojos rasgados, brillantes, un negro como el primer carbón que se enciende para hacer el asado. Su mirada era curiosa y su cuerpo mostraba cierta timidez. Algo pasó en esa escena, en él acercándose a ellas.
Esa fue la primera vez que se vieron. No tengo idea de lo que sucedió pero sé que huyeron de Entre Ríos ni bien se casaron. Muchos años después, mi abuela me dio una pista: hay que amar con locura o estar sola, y no hay que dejar que nadie se meta. Es la única forma de que valga la pena durante sesenta años.
Ahora, en esta habitación de hotel solo tengo preguntas y una lata de té con un montón de cartas que él le envió. ¿Los reconoceré? ¿Mis abuelos son mi memoria? La cadera ancha, el vientre generoso, suave. Me veo hermosa esta mañana. ¿Soy de donde vengo? La cara redonda de tortafrita, los ojos de india, la nariz de ñato, el sonido apagado, la vista atrofiada. ¿Fueron ellos para que yo sea?
Nena mía: allí te mando la inseparable pareja, y junto a ella va un montoncito de besos para mi nena, que siempre está en mí presente con una sonrisa dulce que parece que sigue pidiéndome las tiernas palabras de amor, o mejor dicho, que despacito me dice, ámame, adórame, que yo también lo mismo haré, ¿verdad que sí…?
Desayuné en silencio y esperé la señal de la señora de la recepción. Mi habitación estaba lista, esperándome. Saqué de la mochila la lata de té dorada, conté lo que había: cuarenta y siete cartas y nueve postales. Las desparramé sobre la cama. Las leí una por una. Todas escritas por mi abuelo Santo.
Las hojas, grandes como de inventario, tienen el papel finito de hostia. Algunas están dobladas por la mitad, haciéndose libro, aunque solo están escritas en una carilla. Hay otras cartas que están plegadas como secretos diminutos, parecen machetes de escuela. Las leo despacio, en un trance de imágenes inventadas. En las últimas cartas me encuentro en mi mente con la figura de mi abuela y su pelo fino de gringa o sus manos grandes con dedos que se mueven como pinzas. Desarma el origami, lo lee, siente yo qué sé, capaz ese desasosiego por la incertidumbre, la angustia que le crecía hasta agobiarla, agobiarnos a todos los que la rodeábamos cuando ella ya no podía sostenerla, y desplegaba su desesperación como una manguera prendida que se zafó de la canilla y baila, mojando a todos, autómata, serpenteante. Esa congoja que le venía del desconocimiento. ¿Qué se hace con el amor? Nunca es como una espera. Una noche la vi tirar una postal de cumpleaños que le escribió mi abuelo. Se desprendió de ese papel como de las servilletas usadas o los restos de comida de la cena.
Ella, que mil veces rechazó con groserías que la llamara “negrita linda” enfrente nuestro, mientras él se reía a carcajadas. ¿Cuándo cambió? Entre la carta que tiró y las que hoy leo pasaron treinta años. Un día dejó de guardar las palabras de Santo, y pasó a olvidárselas sobre la cómoda o el escritorio. ¿Cuántas cartas se perdieron? Debe ser que se acostumbró, que los años mataron la sorpresa o el misterio. Nunca sé qué vale la pena en la sociedad de la pareja.
Las que tengo fueron escritas antes de su casamiento. Habrán tenido veinticinco años. No hay pistas claras de los motivos de su huida. Aurora las guardaba en el primer cajón de su mesa de luz. La letra de mi abuelo es hermosa. Su lenguaje es formal y amoroso. Yo las tengo en el escritorio, al lado de mis herramientas, adentro de la misma lata.
La lata de té dorada tiene en la tapa una abuela rubia y una nieta colorada, ambas con trenzas y con pocillos de estilo alemán en sus manos. Sonríen, con una expresión calma y amable. Ni yo, ni mi mamá, ni mi abuela nos parecemos a esas mujeres. Nosotras somos una mezcla de indias y gringas, morochas, de ojos grandes y actitud desafiante. Heridas.
Terminé de leer todas las cartas menos la que está en italiano. El papel se me deshacía en las manos. La caligrafía de Santo se desvanece a cada minuto como si el oxígeno o el contacto de mis ojos la fuera gastando. Me siento una metida en la vida de otros, leyendo mensajes cotidianos de una pareja que no me incluye.
Esperé varios años para leerlas. No estaba preparada. No sé qué pensaba encontrarme. No sé qué me estoy encontrando. Mensajes de texto en papel. Tal vez quería descubrir cómo se hace una pareja, si eso es lo que quiero, si fallé o elegí ese motivo de vida.
Afuera el aire parece quieto y espeso, puedo sentir desde el borde de la cama el trayecto de un mosquito por la esquina del techo y la pared. Jamás había respirado la ausencia de viento, la pesadez de este río omnipresente, tan distinto al mío.
En la casa de Santo y Aurora había una taza para cada uno de los nietos. Todos los veranos discutíamos por la redistribución de los diseños pero a lo largo de las mañanas volvíamos siempre a las mismas: el que se levantaba primero elegía la suya. La mía era blanca y tenía unos dibujos de frutillas. Había una con un perro salchicha tan largo de cuerpo que daba toda la vuelta al pocillo, otra con varios niños disfrazados de payasos y la de mi prima que era de frambuesas.
No importaba cuán temprano saliéramos de la cama, Aurora y Santo siempre estaban despiertos hacía rato. Me asomaba al patio, aún con el pelo enmarañado, y mi abuelo dejaba lo que estuviera haciendo para desayunar —por segunda vez—conmigo. La abuela nos daba té o café con una cucharada de leche condensada y siempre tenía panes deformes, como galletas infladas. Hacía los dulces con los frutos de sus árboles: damascos, ciruelas o higos, y siempre quedaban masacotes imposibles de esparcir por algún carozo.
Nos despertábamos así, inmóviles a la sombra de la casa y del nogal, alrededor de la mesa de piedra, mientras mi abuela podaba los rosales, iba y venía de una punta a la otra, rezongaba, gritaba, agarraba la coupé Fuego, iba a la despensa, a lo de mi tía, qué se yo. Nunca sabíamos bien qué estaba haciendo porque hacía todo muy rápido. En cambio Santo leía el diario hoja por hoja y, cuando lo terminaba, lo enganchaba entre las tiras de la reposera, descolgaba su camisa de una rama y sin mediar palabras me invitaba a salir de excursión. En realidad solo se levantaba y yo corría hasta alcanzarlo. A los cien metros se daba vuelta y me decía: calzate Alina, y yo tenía que volver corriendo por unas chancletas. Se me había ocurrido ir hasta las islas del Limay descalza.
Sobre el papel de las cartas hay un logo de Té Sol, con leyendas distintas en cada faz de las hojas. Algunas de las que encontré: “Siempre puro, siempre fresco”, “Es el más acreditado porque es el mejor”, “Sus hojas son elegidas de lo mejor de cada cosecha”, “El té es una bebida sana siempre que la marca sea buena”.
Mi nena: hoy te mando este papelito para que me digas como te hayas de salud y muy creído que ya estás bien, me despido con la ilusión de tenerte entre mis brazos con tu bella sonrisa pidiéndome que te…
Voy a ir hasta el balneario del Uruguay. La chica de la recepción me dijo que es lindo porque la Municipalidad lo renovó hace unos años. Camino un rato, me desvío para pasar por la plaza