Entre dos ríos. Romina Zanellato
pero me resisto, estoy en la eterna lucha por bajar la panza. Solo me llevo agua y una banana.
Pasan algunos autos, despacio. Todos llevan las ventanas bajas y noto que hay como un canal abierto entre el afuera y el adentro. En el asiento de atrás suelen ir más de tres personas, varios niños. Me miran mientras camino hacia el río. Al principio les devolvía la mirada, ahora ya no. Parece que todos estuvieran yendo a un asado familiar.
Tengo en mi bolso un libro de poemas, un cuaderno, mi malla enteriza color ladrillo y un protector solar. No sé qué hacer con todo eso, así que no hago nada.
La playa da a un brazo del río Uruguay. La tierra es de arena, no de piedras trituradas como la de los ríos neuquinos. Sin embargo, estoy a la sombra del mismo sauce que está a orillas del Limay. Enfrente hay una isla y la vegetación frondosa parece impenetrable, aunque a lo lejos veo un puente alto y pienso atravesarlo.
El cielo es igual en todos lados fuera de la ciudad: se te cae encima.
Desde una casona abandonada escucho cumbia santafesina, muy fuerte y distorsionada. Es un misterio cómo obtienen electricidad. Nadie parece estar escuchando. No hay nadie cerca. Solo estoy yo, alejada de esa casa, y un poco más allá hay un par de familias en reposeras puestas en círculo, bajo la sombra de algunos árboles. Hay niños en la orilla.
El mismo color está en el agua y en la tierra, que luce como tiene que lucir, marrón. Meto los pies en el río y casi no siento cambio de temperatura entre el afuera y el adentro. Dejo de ver mis dedos cuando el agua llega a los tobillos.
Se acercan hasta donde estoy cuatro niños, tres son primos. Los oigo conversar.
—Miren, miren cómo nado. ¿Ustedes saben nadar? Yo sí, miren cómo nado.
—Vos sos un charlatán.
—¿Un qué?
—¿Sabés hacerte el que te ahogás?
Cada uno clavaba su palo en la arena húmeda que bordeaba el río, sobre la huella negra de la tierra empetrolada. En los primeros metros teníamos que buscar y resolver el tema del bastón natural, las ramas tenían que ser largas y firmes, para que nos ayudaran a seguir la caminata. Eso era difícil de encontrar en una vegetación de desierto, rala. Pero lo lográbamos. Solíamos dejar todos los palos en un lugar secreto para buscarlos al día siguiente. En el camino había claros y otras veces nos teníamos que meter entre las varillas peludas para avanzar por la barda, sobre el borde del agua.
Hay partes en el río donde lo húmedo y lo seco se separan abruptamente en poco espacio, como dos ecosistemas que conviven de manera artificial en un mismo lugar.
Por las mañanas salíamos con Santo y la perra, a veces venía alguno de mis primos, muy pocas veces mi abuela. Íbamos en fila india, manteníamos una conversación enciclopédica: yo le preguntaba qué era eso o cómo surgía tal planta y él me contaba. Mi abuelo parecía saberlo todo.
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