Estás muy callada hoy. Ana Navajas

Estás muy callada hoy - Ana Navajas


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trenzadas. Me las imaginé blancas, con lazos que subirían por mis tobillos, llenas de adornos, y flores, y cascabeles. Mi decepción al recibirlas fue similar a la que había tenido un año antes, cuando después de su primer viaje a Europa me trajo una lámina de una virgen de Leonardo da Vinci para decorar mi cuarto, que objeté con tristeza diciéndole que me había imaginado algo más navideño. Una decepción enorme a la que me fui acostumbrando y que fui aprendiendo a controlar. A las sandalias las usé sin decir ni mu, hasta que me quedaron chicas. Por otra parte, no tenía otras.

      El día de Reyes también es el día del cumpleaños de papá. ¿Cuántos cumple?, pensé a la mañana. Setenta y cinco, setenta y seis, no estoy segura. Pero allá vamos, todos, como siempre, la hipermaternidad al revés: somos hiperhijos, hipernietos. Lo llamo antes de subirme al avión que me va a llevar de vuelta a mi casa natal para decirle feliz cumpleaños y para que se acuerde de mandar a alguien a buscarnos cuando lleguemos al aeropuerto. Me nefrega mi cumpleaños, dice él por teléfono, desde su trono. Me nefrega igual que la Navidad y el Año Nuevo. Le digo que estamos yendo todos para allá por su cumple. ¿Desde cuándo no te importa, papá? Ah, que vengan sí me gusta, dice él.

      En el avión le pregunto a Pedro, ¿querés jugar al iPad? No. ¿Dibujar? Tampoco. ¿Escribir? No. ¿Pensar? Sí, y mirar por la ventana. Le volvió la costumbre de agarrarme la mano mientras estamos comiendo, de apoyarse en mis piernas cuando me agacho, de interponerse mientras camino, y cuando le digo ay, Pedro, correte, me dice: es que te quiero.

      Cuando papá era chico, su padre, el dueño de todo, había dispuesto que él tenía que repartir los regalos a los hijos del personal en el jardín de la casa grande, un jardín espeso de árboles anchos con monos y tucanes, que a papá le gustaba cazar con honda. De grande se arrepintió. Era un pequeño Rey Mago en el día de su cumpleaños: él mismo distribuía los paquetes a los niños que hacían fila. Una imagen feudal. O peronista. Papá es, por mucha diferencia, el menor de cuatro hermanos y esa tradición se inauguró con su nacimiento. Me lo imagino a los cinco o seis años, malcriado y vestido de blanco, con mocasines de cuero sin medias, como en algunas fotos. De repente no se si lo inventé. Por las dudas después le pregunto: ¿es cierto que repartías regalos? ¿Fue una vez o lo hacías siempre? ¡Por supuesto que es cierto!, contesta. Y dice que también es cierto que siempre se quedaban cortos y él tenía que regalar de sus propios juguetes. Se lo podemos contar al terapeuta, agrega, porque sabe que nunca más va a volver al psicoanalista vincular al que intenté arrastrarlo después de la muerte de mamá. La última vez, apenas salimos a la vereda, le reprochó a mi hermana mayor: ¿cómo se te ocurre contarle eso a un desconocido? Duramos cinco sesiones.

      Cuando llegamos con mis hijos a mi casa natal con el chofer que papá mandó a buscarnos al aeropuerto, no encontramos a nadie. Solo a los perros. Es porque ya no está mamá. Ella hubiera cocinado. No hay olor a cumpleaños. Papá llega al rato y vamos a llevarle flores a mamá al cementerio. Su tumba parece el altar de Gilda; ya estuvieron todos mis hermanos antes que yo. El cumpleaños de papá dejó de ser el evento tenso en el que se había transformado cuando vivía mamá. Ella quería homenajearlo y ya no sabía cómo porque papá siempre tuvo la vara alta y es difícil de complacer. Mamá nos torturaba con ideas para la cena, con los preparativos, con su regalo.

      En mi familia circula una frase machista que a mi hermana machista le encanta, y dice así: las mujeres pueden ser lápida o pedestal de sus maridos. Mamá era sin duda del segundo grupo pero ahora se sumó al primero: ese pedestal se convirtió en la lápida que corona su tumba, dejando a papá pequeño, mucho más pequeño de lo que creíamos.

      Le traje de regalo una novela policial que seguro tire a la basura si no lo atrapa en las primeras páginas. Si le parece pésima, es probable que la despedace. Nuestras primas, en cambio, vinieron con ofrendas: una le trajo un paté hecho con el hígado de sus propios patos, otra un aceite de oliva y la tercera creo que nada pero si le trajo algo, seguro fue algo de comer. Ahora vamos a comer todos un chancho que encargamos. Por suerte ya lo cortaron y no tiene más forma de animal. La cabeza quedó en la cocina. Cuando Pedro se asoma y ve los dientes del chancho, ayuna. Papá dice estoy harto de comer chancho. Pero no nos importa.

      Lo miro sentado en su cabecera. Una torta, cinco hijos y trece nietos me parece un festejo más que suficiente. Desde el otro extremo de la mesa, en el lugar que era de mamá y ahora es mío, saco fotos con el celular. Todos cantamos que los cumplas feliz, pero yo pienso: pobre papá. Cada día que pasa es un poco menos Rey Mago.

      5

      En el jardín todo creció sin control, verde y desordenado. Papá mandó llamar a un ejército de jardineros para poner en caja la brotación repentina. Ahora que se apagaron los motores de las cortadoras de pasto solo se oyen las chicharras, que se superponen en un canon que me perturba. Como el calor. Siempre digo que prefiero el calor, pero el de acá es un sopapo en el medio de la cara.

      Mi casa natal me recuerda a muchas cosas que no me gustan de mí; por eso, desde que vivo en Buenos Aires, necesito irme, venir por un tiempo corto y después irme. La primera vez que invité a una amiga teníamos dieciocho y transcurría lento el enero de 1992. Paca llegó muy temprano en el micro desde Retiro, miró las lagunas que se veían desde la ventana de mi cuarto y dijo: es un paraíso. Yo me quedé tan sorprendida como cuando, a mis ocho años, la maestra de catequesis me dijo que mamá era muy linda.

      ¿Linda? ¿Paraíso? Nunca me había dado cuenta: la vida no era solo lo que veía a través de mis ojos.

      Mucho tiempo después, cuando me reeduqué a mí misma, cuando me fui y volví, pude empezar a entender. Cuando era chica sabía correr descalza por los caminos de tierra. Después perdí el talento. O el callo. Ahora camino con cuidado, busco con mis pies la frescura amable de las lajas del piso de afuera.

      Papá dice que quiere mudarse al desierto de Atacama, que no soporta más la humedad. Habla poco y en general se queja. Dice que necesita ir al pueblo, y después pasar por el cementerio. Todos los días vamos al cementerio. A la gente le parece raro. A nosotros, normal.

      Quiere sacarse una foto carnet para renovar su licencia de conducir. Pregunta varias veces: ¿quién había dicho que necesitaba ir a la farmacia? Podríamos ir juntos, así de paso me saco la foto. A papá le encanta necesitar cosas o que las necesite otro; eso le permite irse. Irse a comprar, a retirar, a encargar. Irse. En eso también nos parecemos. Yo no, digo. Yo no, dice mi hermana menor. Yo no, dice Rosa. Está bien, te acompaño, digo. Hubiera preferido salir a pasear en bici, no digo. A papá le cuesta andar solo. En realidad, ya que van, quiero unas ojotas número 37, alcohol boricado y Corteroid en gotas, dice mi hermana. Qué paja, ¿y entonces por qué no vas vos?, tampoco digo.

      Apenas nos subimos al auto, papá lo desvía del camino hacia el pasto. Me dice que tiene unas plantaciones secretas de rosas al fondo del jardín, casi llegando al arroyo. Le pregunto por qué están escondidas atrás de los árboles de naranjas; nunca las había visto, son muchísimas. Me contesta que de ahora en más, nunca se va a quedar sin rosas. Se baja y elige cinco. Yo lo miro desde el asiento del acompañante.

      Cuando llegamos al pueblo, el aire está tan denso que se hace difícil respirar. En Rolando Fotografía, además de las fotos carnet, papá hace copias de dos fotos de mamá: mirá, ¿te gustan? Las dos son fotos sacadas con celular, en baja definición, no valen nada, pero digo: buenísimas. Hacer copias en papel es una de sus últimas debilidades. Casi siempre son fotos de personas muertas o a punto de morir.

      En Rolando Fotografía, como en todo el pueblo, las cosas se hacen lentísimo. Estamos todos sumergidos, en cámara lenta, moviéndonos con esfuerzo. Perdón, me dice papá desde el mostrador, y se acerca arrastrando los pies por las baldosas de barro, tardaron muchísimo. No te preocupes, le digo desde un sillón bordó, con la cuerina adherida a mis piernas desnudas y el celular en la mano; aprovecho para leer mensajes. Acá, en el pueblo, todas las chicas usamos poca ropa, y nuestra piel se pega a la de los otros cuando nos saludamos con dos besos, cuando nos sentamos, cuando nos rozamos transpirados, cuando el calor nos va haciendo perder el pudor.

      En la farmacia tenemos otra larga espera frente a un ventilador de pie que desparrama apatía y polvo en partes iguales. Hay una sola cosa de


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