Estás muy callada hoy. Ana Navajas

Estás muy callada hoy - Ana Navajas


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la farmacia de Tamy siempre había de todo, pero ya no existe más. En esa esquina ahora hay una heladería que se llama Duomo y, al lado, su casa de ladrillos está abandonada. Al final, a sus padres todo les salió mal. A Tamy la conocí en un cumpleaños. Tenía una media cola y el pelo negro luminoso, igual de brillante que sus zapatos de charol. Teníamos cinco años, fue amor a primera vista. Hicimos pareja en todos los juegos: comer la manzana sin manos, pescar con imanes en la pelopincho, explotar globos con la cola, bailar con los pies atados. Tamy iba a cumplir seis el 19 de junio, yo el 19 de abril. Daba igual. Desde ese día nos consideramos mellizas.

      Un mes más tarde empezamos primer grado en la misma escuela. Mi abuelo me vino a buscar en saco blanco, en su auto blanco. Nos sacaron una foto: yo sostengo un portafolio de cuero azul en mi mano derecha. Cuando volvimos a casa, le dije a papá: todavía no aprendí a leer, pero apenas me enseñen te aviso. Como el día de aquel cumpleaños, Tamy estaba vestida de fiesta. Su delantal blanco era el único que tenía unas puntillas bordadas alrededor del cuello, sus medias tenían volados. Lo mío, en cambio, era todo liso. Mamá decía que simple era mejor. Yo no estaba nada convencida; le decía que sí pero en secreto, todo lo de Tamy me parecía preferible a lo mío. En su casa comían con jugo, en la mía con agua. A ella la bañaban a la tarde, después de la siesta, y le ponían vestidos y mucho perfume. A mí me bañaban a la noche, rápido, y me ponían el pijama y unas pantuflas peludas de Jujuy que, aunque al principio me emocionaron, después del primer lavado quedaron rígidas y perdieron la gracia. En Navidad, el árbol de lo de Tamy era mil veces mejor que el de casa: era tupido, altísimo, falso. Las bolas eran enormes y multicolores, y además tenían nieve. El nuestro era un pino natural que Don Vantaggio cortaba del jardín y que nunca era lo suficientemente fuerte como para sostenerse erguido con los adornos. La casa de Tamy era en el pueblo, en el medio de todo, y tenía una pileta riñón. Mi casa, en cambio, estaba aislada entre dos lagunas enormes con carpinchos y siete yacarés que habíamos llevado de pichones con papá en una bolsa de arpillera, un día que salimos en bote. Desde que los soltamos, nunca más me quise meter, pero no me importó porque el barro que se colaba entre los dedos de mis pies siempre me dio escalofríos en la nuca. Prefería la pulcritud de la pileta riñón, toda la vida.

      Hasta su nombre era mil veces mejor que el mío; nadie que yo conociera se llamaba Tamy. Ana, en cambio, siempre me pareció demasiado común; era igual al derecho y al revés, no tenía nada de misterio, ni siquiera una y griega. Pero lo mejor de Tamy era el trabajo de sus padres. No era en una oficina aburrida con planillas llenas de números, como el de mi papá. De ahí, lo único que me divertía era borrar con saliva las cuentas que papá hacía con un lápiz de mina sobre su escritorio de fórmica blanca. Marta y Ramón, en cambio, eran dueños de la Farmacia San Martín. A la hora de la siesta, cuando se iban a descansar a su cuarto en la casa de ladrillos, Tamy y yo entrábamos a ese mundo en penumbras, lleno de reservas mágicas y secretas. Los remedios se ordenaban de piso a techo en estantes de madera oscura. Nuestros preferidos eran los Mejoralitos, por el color y por el sabor. Pero nos fascinaban los artículos de perfumería, que se guardaban en vitrinas de vidrio detrás del mostrador. Nos pintábamos los labios, los párpados, las mejillas. Mis primeras sesiones intensas de maquillaje fueron durante esas siestas de calor en la penumbra de la farmacia. Una tarde descubrimos unos sobrecitos plateados y, adentro, unos plastiquitos patinosos de colores. Nos pusimos un forro en cada dedo y nos los pasamos por las caras. Repetimos el ritual muchas veces, hasta que un día entró Marta. Nos miró. Estábamos arrodilladas. Escondimos las manos, pero no los sobrecitos que habíamos dejado en el piso como restos de golosinas. No nos dijo nada. Pero los cambió de lugar y nunca más los encontramos.

      Desde que no están más Tamy ni la farmacia, perdí interés en el pueblo. Trato de ir lo menos posible. Nos subimos al auto y el aire acondicionado a tope tarda en responder. Papá se mete en todos los baches, agarra calles a contramano y pasa semáforos en rojo. Cambiaron todo, se excusa, todo. Qué gente horrible hay ahora, dice mirando por la ventana. Fijate que cuanto más fea la gente más tatuajes y aros tiene. Qué primitivismo. Mirá esa gorda.

      Cuando llegamos al cementerio, las rosas que papá cortó y apoyó en el asiento de atrás del auto están totalmente marchitas. Qué desastre, dice. Él también está mustio y agobiado. Nos sentamos un rato en el banco de madera que mandó poner frente a la tumba de mamá. Es un cementerio selva. Tiene todos los tonos de verde, todos los tamaños de hojas. Hasta los troncos de los árboles parecen vestidos de fiesta, cubiertos de helechos, de orquídeas, de enredaderas. Güembé, icypó, caraguatá. No se me ocurre un lugar más excesivo y vital que este. El pasto es tupido y despide vapor, los pájaros se van acomodando en las copas de los árboles para pasar la noche. Acá todo crece demasiado, es lo único que dice papá.

      Los floreros habían quedado vacíos del día anterior, aunque por lo general tienen una combinación de yerberas, rosas y agapantus mezclados sin otro criterio que la ofrenda desmedida. Siempre pienso que a mamá no le gustaría. Cuando me ocupo de las flores trato de armarle ramos más sobrios, a su gusto. El problema es que en enero languidecen rápido.

      No te preocupes, mañana traemos unas lindas, le digo a papá. Hoy hace demasiado calor.

      6

      Francisca no es mala, sufrió mucho, me decía mamá para convencerme de que Francisca no era mala. Recién cuando tuve una hija me di cuenta de que, en el fondo, era buena. Es lo que les pasa a muchas mujeres. Cuando paren a sus hijos es cuando entienden a sus madres. Yo, cuando parí a mi hija, entendí a Francisca, mi niñera. Cuando parí a mi primera hija de todas maneras le puse Rosa, el nombre de mi otra niñera, la buena, aunque tengo que decir que Francisca, el de la mala, también fue un nombre que consideramos.

      Francisca llegó un día a casa desde lejos, sola y a pie. Era huérfana. Se había ido de la estancia en donde trabajaba, cansada de que abusaran de ella. Su patrón la había violado y la había dejado embarazada. Después le sacó el bebé y lo crió como a un patroncito. A mí me encantaba escabullirme al cuarto de Francisca y espiar la foto del niño vestido de chaleco y pantalón marrón haciendo juego, camisa celeste y un bonete de cumpleaños que se parecía a los de mis libros de cuentos. Estaba parado en una silla, solo, frente a una torta con una vela que decía “2”. Yo siempre le preguntaba a Francisca, ¿quién es? A veces ella no contestaba, a veces decía “nadie” y a veces decía “mi hijo”. Mamá no necesitaba otra empleada pero estaba en el final de su quinto embarazo, el último, así que la contrató. Además mi mamá siempre fue defensora de las madres solteras, de las mujeres golpeadas, de los ex combatientes, de los que no podían estudiar y de los que no tenían padres. Francisca reunía varias de esas condiciones. Era huérfana de padres, huérfana de hijo y quería hacer la primaria. Mientras trabajó en casa fue a la escuela nocturna. También a catequesis. Tomó la primera comunión el mismo día que yo, al fondo de la fila.

      Según me cuentan, yo tenía cuatro años cuando llegó y apenas la vi me fui corriendo. Por eso no te quiere, decían mis hermanos grandes cuando venían de visita de Buenos Aires. No te quiere porque vos tampoco la querés. A mí me gustaba estar con Rosa. Rosa me apañaba, me hablaba con dulzura, me dejaba hacerle peinados y ayudar en la cocina. Me daba una tablita, un cuchillo y me dejaba picar carne, pelar papas y zanahorias. Francisca, en cambio, me retaba siempre. No me dejaba pisar cuando pasaba el trapo y si por casualidad me veía caminando por el pasillo, me corría con el escurridor. Mamá no nos dejaba estar adentro de la casa durante el día. No podía quedarme sentada leyendo cuando afuera había sol; le parecía inútil. Y Francisca lo aplicaba a rajatabla. A mi hermana menor, en cambio, le decía mi bebé porque la había visto nacer, la dejaba hacer cualquier cosa. Ella no tuvo la oportunidad de salir corriendo. Era la única que la hacía reír.

      Francisca tenía un lunar enorme en la cara, marrón, arrugado, con pelos, igual al de la madrastra de Blancanieves cuando se convertía en bruja. Cada vez que mamá y papá viajaban a Buenos Aires a visitar a mis hermanos, que se habían ido a vivir con mi abuela para hacer el secundario, Francisca se convertía en mi madrastra. O en mi bruja, que para las niñas que leían cuentos como yo era lo mismo. Se apropiaba de la casa, ponía chamamé a todo volumen y silbaba las melodías. No me permitía dejar ni un solo bocado en el plato y no le importaba obligarme a comer las comidas


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