Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas - Shaun David Hutchinson


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necesito que hoy vengas directo a casa después de clase —dijo mi madre.

      —¿Por qué? —Detuve mi salida de la cocina extremadamente lenta, aunque sabía que tenía que irme y ducharme si no quería llegar tarde.

      —Hoy haré dos turnos en el restaurante, así que esta noche tendrás que cuidar de la abuela.

      Charlie me hizo burla a espaldas de mi madre y deseé borrar esa expresión de superioridad a puñetazos.

      —¿Y si tengo planes? —No, no los tenía, pero el lamentable estado de mi vida social no era asunto suyo.

      Ella dio una calada al cigarrillo y la punta se iluminó:

      —Mira, vuelve directo del instituto y ya, ¿vale? ¿No puedes hacer ni una puta cosa que te pido sin protestar?

      —Esa boca, jovencita —pio la abuela desde los fogones—. Cuidadito o te irás directa a tu cuarto sin cenar.

      —Vale —dije—, lo que tú digas.

       stars

      El día en que nací, fotones de la estrella Gliese 832 empezaron su viaje hacia la Tierra. Yo era poco más que un monstruito arrugado, cagón y chillón cuando esa luz empezó su viaje de dieciséis años por el vacío del espacio para llegar al vacío de Calypso, Florida, donde he pasado todos los años de mi vida vacía. Desde el punto de vista de Gliese 832, sigo siendo un monstruito arrugado, cagón y chillón recién nacido. Cuanto más lejos estamos los unos de los otros, más lejos vivimos en los pasados de cada uno.

      Cinco años atrás, mi padre solía llevarnos a Charlie y a mí a pescar al océano los fines de semana. Nos despertaba horas antes de que saliera el sol y nos invitaba a desayunar en un restaurante grasiento llamado Spooners. Yo me ponía hasta arriba de gachas y huevos con queso. A veces, me daba el gusto de pedirme una montaña de tortitas con trocitos de chocolate. Después de desayunar, íbamos al muelle donde Dwight, un amigo de mi padre, tenía su barco, y zarpábamos hacia el gran azul.

      Yo siempre me sentaba en la proa, con los pies colgando por fuera, para que el agua me hiciera cosquillas en los dedos mientras nos alejábamos de la costa y salíamos a mar abierto. Me encantaba cómo el sol y la sal que llegaba del agua me bañaban la piel. El recuerdo es dorado, luminoso. Seguramente, Dios había tenido la intención de que los humanos viviéramos así, y no que nos marchitáramos hasta convertirnos en cáscaras disecadas delante de pantallas que devoran nuestros días de verano a base de memes.

      Los días de pesca empezaron bastante bien. Contábamos chistes guarros por los que mi madre nos habría matado; Dwight echaba el ancla en algún buen sitio; mi padre ponía el cebo en mi anzuelo y me explicaba pacientemente lo que hacía mientras clavaba el calamar o el pececillo; y después lanzábamos nuestros sedales y esperábamos a que los peces picaran. Ni siquiera los constantes puñetazos en los huevos y los pellizcos en los pezones de Charlie conseguían estropear el ambiente. Esos momentos fueron de los más perfectos que he vivido, pero los buenos tiempos nunca duran.

      Mi médico me contó una vez que tenía un problema en el oído interno, algo que tenía que ver con el equilibrio y que afectaba a mi orientación espacial. La verdad, no entiendo cómo el oído afectó a mi estómago, pero le creo. Yo estaba allí, riéndome, sonriendo y disfrutando del día con la caña entre las manos y los pies descalzos apoyados en la barandilla, y entonces comenzaron a llegar las náuseas. El barco se ladeó, la cubierta se fundió bajo mis pies y sentí que me escurría hacia el agua. La piel me quemaba y tenía la boca llena de saliva. Intentaba respirar con normalidad, pero me faltaba el oxígeno.

      Me encontraba en un barco que naufragaba en medio de un océano enorme, y yo estaba aterrorizado, malísimo y no podía hacer absolutamente nada al respecto. El barco se mecía arriba y abajo con las olas, y yo luchaba contra el mareo. Negocié con Dios. Le recé a cualquiera, ángel o demonio, para que hiciera desaparecer ese malestar, pero nadie me escuchó o, si lo hizo, le daba igual. Acababa vomitando en el agua (todavía se podían reconocer trozos de mi desayuno). Alguien, normalmente Charlie, hacía un chiste sobre cebos, y yo me metía en la cabina y me hacía un ovillo en el banco durante el resto de la expedición de pesca.

      Al final, mi padre se cansó y empezaron a irse de pesca sin mí. Un sábado por la mañana, me levanté y vi que el coche no estaba y que la cama de Charlie estaba vacía. Después, Charlie empezó el instituto y era demasiado guay para ir a pescar. Era demasiado guay para todo. Dividía su tiempo entre ver porno, masturbarse y buscar la forma de conseguir alcohol para impresionar a los palurdos de sus amigos. Yo estaba convencido de que el instituto transformaba a los chicos en alcohólicos masturbadores crónicos adictos al porno.

      Me equivocaba. Los transforma en algo muchísimo peor.

      La mayor parte de Calypso es un paraíso, y aquí viven algunas de las familias más ricas del sur de Florida. Los adolescentes ricos también son alcohólicos masturbadores crónicos adictos al porno, pero tienen acceso a mejor porno y mejor alcohol. También tienen coches y dinero. Yo no tengo ni una cosa ni la otra, lo que significa que empecé en el Instituto Calypso con dos strikes en mi contra.

      El instituto es como esos días de pesca con mi padre: quiero estar allí, quiero divertirme como todos los demás, pero siempre acabo retorciéndome en el suelo y rezando para que se acabe.

      Una vez, Jesse me dijo que, si me concentraba en un punto fijo del horizonte, estaría bien. Pero Jesse se ahorcó en su habitación el año pasado, así que el valor de sus consejos es, como poco, dudoso.

      La señora Faraci estaba delante de la pizarra digital intentando explicarnos los enlaces covalentes, que en teoría debíamos haber repasado la noche anterior. A juzgar por los ojos caídos y las expresiones aburridas que tenían la mayoría de mis compañeros, yo era el único que sí lo había hecho.

      A la señora Faraci no le importan las convenciones sociales. Pocas veces se maquilla, suele presentarse en clase con zapatos que no casan y tienen una pasión casi obscena por la ciencia. Todo la emociona: el magnetismo, las dinámicas newtonianas, las partículas extrañas… Ella misma es una partícula bastante extraña, y nunca deja que nuestra apatía la desanime. Nos enseñaría química con grandes gestos de manos o con títeres de dedos si creyera que así nos podría inspirar. A veces, su entusiasmo me da un poco de vergüenza, pero sigue siendo mi profesora favorita. Hay días que su clase de Química es la única razón por la que soporto el instituto.

      —Eh, Chico Cósmico —me susurró Marcus McCoy desde la parte de atrás de la clase. Él tenía dinero y un coche. Yo pasé de él—. Tú, Chico Cósmico, ¿has hecho los ejercicios?

      Una risa ahogada siguió a la pregunta, de la que también pasé.

      Me quedé mirando las ilustraciones de moléculas en mi libro, admirando cómo encajaban. Tenían un objetivo, un destino que cumplir. Yo tenía un botón. Me desconcentré y fantaseé con el fin de todo, con ver a todos los Marcus McCoys del mundo sufrir unas muertes sangrientas y horribles. No mentiré: me dieron hasta ganas de masturbarme.

      —Chico Cósmico… Chico Cósmico… —Sus risitas sádicas me irritaban casi tanto como el mote.

      A mi izquierda, Audrey Dorn estaba sentada en su pupitre y me observaba fijamente. Ella era de sonrisa sureña fácil, ojos calculadores y normalmente vestía como si fuera a una reunión de negocios. Es el tipo de chica a la que no le vale que una cosa sea «más o menos buena». Una vez fuimos amigos. Cuando se dio cuenta de que la había pillado mirándome, se encogió de hombros y volvió a escuchar a la señora Faraci.

      —Venga, Chico Cósmico, solo necesito un par de respuestas.

      Miré hacia atrás por encima del hombro. Marcus McCoy estaba inclinado hacia adelante, apoyándose sobre los codos para que sus bíceps destacaran bajo su polo ajustado y todo el mundo pudiera admirarlos. Llevaba su abundante pelo moreno peinado hacia la izquierda


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