Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson
nadie podría estar tan tranquilo bajo el escrutinio avasallador de veinte pares de ojos—. La verdad es que no soy modelo al natural. Aún.
Me pregunté si a la señora Faraci le estaba costando hablar porque la interrupción la había descolocado y estaba intentando recordar de lo que hablaba o porque también se estaba imaginando a Diego desnudo. Finalmente, salió deprisa de detrás de su escritorio y sacó a Diego al pasillo. Yo intenté escucharlos, pero no oía nada debido al escándalo de las muchas conversaciones.
Unos momentos después, la señora Faraci se asomó por la puerta y dijo:
—Henry, ¿puedes venir? Trae tus cosas. —Recogí mis libros deseando, no por primera vez, poder volverme invisible. La señora Faraci me dio unas palmaditas cuando llegué a la puerta y dijo—: Henry es uno de mis mejores alumnos. Él te llevará a tu clase.
—Ah, ¿sí?
—Diego es nuevo. —La señora Faraci me dio un impreso arrugado—. Se ha perdido un poco.
A nuestras espaldas, en la clase sin supervisión se estaba desatando el caos.
—Lo llevaré a la cam… —farfullé—. ¡A la clase! Llevaré a Diego a su clase.
En ese momento, deseé ser un alienígena sin polla para poder hablar de forma normal, pero mi diarrea verbal solo hizo que Diego sonriera. Era una sonrisa mona, torcida y encantadora.
La señora Faraci articuló un «gracias» y entró a toda prisa en la clase, justo cuando Dustin Collier se caía de su pupitre y se estampaba contra el armarito que contenía las sustancias químicas volátiles.
Me puse la mochila al hombro y llevé a Diego hacia la salida.
—Se supone que a esta hora tienes clase de Historia con la señora Parker. Tienes que ir al edificio de sociales; está al otro lado del campus.
Diego le echó un vistazo a su horario, lo dobló con cuidado y se lo metió en el bolsillo trasero de su pantalón:
—Guíame, Sacajawea.[2]
—¿Qué?
—Hombre, eres mi guía, ¿no? Y vamos a clase de Historia… Bah, da igual. —Diego tenía una voz profunda que resonaba como la vibración constante de la nave de los limacos.
Un aire húmedo nos golpeó en cuanto salimos del edificio de ciencias y dejamos atrás su aire acondicionado, pero agradecí igualmente tener una excusa para escapar del aula. Tomé el camino largo para ir al edificio de sociales.
—Tu profesora de ciencias es un poco rara, ¿no?
—Sí.
—Pero parece buena tía.
La confianza que Diego había exudado cuando entró en mi clase parecía estar menguando: jugueteaba con los dedos, se metía las manos en los bolsillos, luego se cruzaba de brazos, después se volvía a meter las manos en los bolsillos… A mí nunca se me han dado bien lo de charlar así porque sí, y prefería quedarme callado. Hablando es como pasan cosas malas. Pero Diego parecía incómodo con el silencio, así que lo intenté:
—Las asignaturas de ciencias son mis favoritas. La ciencia es precisa y todo tiene una explicación. Además, a veces podemos hacer explotar cosas.
—Entiendo el atractivo, sí.
—Es superraro. —Una vez que empezaba a hablar, ya no podía parar—. Cuanto más pequeño es algo, más loca se vuelve la ciencia, ¿sabes? Cuando empiezas a hablar de p-branas y de inmortalidad cuántica y de entrelazamiento… Bueno, que mola.
Diego me miró con sus ojos de rayos X. Era como si pudiera ver a través de la ropa y de la piel; como si viera directamente mi carne. Cambié de tema enseguida:
—¿Acabas de mudarte aquí o algo?
—O algo.
Diego aceleró el paso. La manera en la que evitaba mirarme me recordó a Jesse en sus últimos días; la vacilación extraña antes de cada sonrisa, los silencios repentinos que surgían entre nosotros… En su momento, no le di muchas vueltas a esas señales, pero eso es lo que hace que entender las cosas a toro pasado sea una puta mierda.
—No era mi intención fisgonear.
—No es culpa tuya —dijo Diego—, es solo un reflejo. Vengo de Colorado.
Lo primero que me vino a la cabeza fue:
—Jack Swigert era de Colorado.
—¿Quién?
—Jack Swigert, el astronauta del Apolo 13. ¿El que casi murió en el espacio intentando llegar a la luna? —Me metí las manos en los bolsillos cuando Diego negó con la cabeza—. Leo mucho.
—Los libros son para los feos.
—Y para las viejas. Mi abuela se lee un libro cada día, pero claro, como tiene Alzheimer, podría leerse el mismo libro una y otra vez y a ella le daría igual. Antes escribía cada día en un diario, y yo al final cogí la misma costumbre.
—¿Entonces eres escritor?
—A veces escribo, pero sobre todo acerca de cosas que me pasan y, a veces, sobre distintas formas en las que podría acabarse el mundo… pero no soy escritor.
Diego se rio. El sonido generoso y sincero que emitió me hizo sonreír.
—Eso suena… rarito. Yo pinto.
—¿Paisajes?
—De muchos tipos.
—Yo no sé ni dibujar un monigote. Hace unos años, me sentaba al lado de un niño que era especialista en convertir las ilustraciones de los libros de texto en penes y vaginas. Dudo que eso tenga alguna aplicación en el mundo real. —No podía dejar de hablar, así que me mordí el labio por dentro para callarme.
Llegamos al edificio de sociales: era un edificio de mierda de dos plantas que pedía a gritos una demolición. La pintura estaba desconchada y las aulas olían a moho y humedad.
—Es aquí. La clase 219 está en la segunda planta.
—Gracias por hacerme de guía.
—De nada. Ah, por cierto, deberías evitar sentarte en la primera fila; la señora Parker es de las que escupen.
Diego se dio unos golpecitos en la sien.
—Lo recordaré. Ya nos veremos, Henry…
—Denton.
—Diego Vega. —Él subió las escaleras y yo caminé en dirección al campo de fútbol—. ¡Oye, Henry! —Me detuve y me giré; Diego estaba inclinado en la barandilla del segundo piso y tuve que alargar el cuello para verle—. ¿Crees que algún día tú irás al espacio?
—Diría que es bastante probable.
Veinte minutos después, Marcus me estaba sobando debajo de las gradas mientras yo vigilaba que no hubiera arañas e intentaba no sentirme un estereotipo andante. Ni siquiera me dijo «hola» cuando me vio porque estaba demasiado ocupado metiéndome la lengua en la boca y las manos en los pantalones. Habría sido bonito si pensara que de verdad se alegraba de verme, y no que simplemente estaba cachondo.
Se me revolvió el estómago y aparté a Marcus para no eructarle en la boca.
—Lo siento, es que no he desayunado.
Marcus se agarró la entrepierna:
—Aquí tengo algo que podrías…
—He cambiado de idea sobre lo de este finde —dije, interrumpiéndole antes de que echara a perder el momento.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Mi madre estará liada con el trabajo, y Charlie puede cuidar de la abuela.
Marcus