Por la vida con Séneca. Antonio Herrero Serrano
vez reflexivo, hace que sus ensayos, o Diálogos nos resulten como cartas; y, por su parte, las Epístolas Morales en ocasiones den la impresión de sencillos, pero valiosos ensayos.
Acercarse al concepto filosófico que Séneca presenta sobre la vida, el tiempo, la muerte y la inmortalidad es, por lo tanto, introducirse no solo en una teoría mental, sino principalmente en una realidad existencial; es meter la mano en la vida caliente del filósofo estoico hispanorromano. La vida en su fluir, en su acabamiento en este mundo y en su pervivencia es para él el escenario en que se desarrolla su filosofía. Para Séneca, la filosofía es la vida misma.
Sobre esas tablas cada hombre —pensamos en el romano de entonces, pero también en el hombre de hoy— puede hacer lo mismo: poner en acción la propia existencia para ver cómo la lleva a cabo y cómo debe vivirla. La ciencia del bien vivir puede tomar lecciones del filósofo. Se trata de una filosofía vital y de una vida filosófica.
Por eso la filosofía senequista es ante todo de carácter moral. Y lo teórico que pueda darse en ella es ante todo el andamiaje elemental, pero imprescindible, para sostener el bien obrar, para llevar una vida conforme a la sabiduría, a la filosofía o recta razón humana.
Los nervios esenciales de sus planteamientos los extrae Séneca de la Stoá antigua: Zenón, Cleantes, Crisipo... Sin embargo, el filósofo cordobés no se olvida de que ese modo de pensar y de vivir del siglo III a. C. ha tenido ya una traducción y acogida romanas, un siglo más tarde, en el círculo de los Escipiones. En efecto, ellos son los forjadores del ideal romano del vir y de la virtus, que se inspiran en el estoicismo antiguo griego, pero a la vez lo hacen más aguerrido y práctico en el suelo romano. Las costumbres de los antepasados, los mores maiorum, que crearon la grandeza de Roma, coincidían casi espontáneamente con el cuadro doctrinal y moral del estoicismo. Séneca, depositario de esa tradición grecorromana, quiso fijarse en un estoicismo orientado a la vida. Prefirió no recalcar tanto la filosofía del conocimiento o la lógica, cuanto la ética. Así, por expresarlo gráficamente, se pasaba de la Stoá griega al forum; del pórtico, algo protegido aún, a la plaza abierta, que es a la vez confluencia y cruce de caminos de la vida de cada día, llena de situaciones y problemas concretos.
Ante este maestro de la vida y del pensamiento quiere detenerse este trabajo para seguir «el mismo verso» y retenerlo en el alma; y para sorber algo de la «distinta agua».
Salamanca, 4 de septiembre de 2017
I. El inicio de la travesía
El concepto de vida arranca para Séneca de un punto a quo, o inicio, ya dado: nos encontramos en la vida por querer de la naturaleza —natura—, no por méritos nuestros, totalmente inexistentes como es obvio, antes de nuestro nacimiento; ni siquiera por mérito de nuestros padres. «La naturaleza nos ha engendrado», confesará en el tratado Sobre el ocio (V, 3), hablando del hombre como ser abierto a la belleza y al afán de saber.
1. LA VIDA, DON Y PRÉSTAMO
La vida es un don, un préstamo de la naturaleza, no una propiedad que se tiene como derecho. Escribe así a Polibio, aludiendo a su hermano difunto: «La naturaleza no te lo dio en propiedad, como tampoco a los demás hermanos suyos, sino que te lo prestó» (Consolación a Polibio, X, 4).2 Somos, pues, administradores de nuestra propio existir, no dueños.
Esa condición de préstamo de la naturaleza marca desde el inicio la precariedad de la vida y la indeterminación del tiempo de la muerte. La fecha de caducidad de cada uno la tiene escrita la naturaleza en el código de cada vida. Ella, por lo tanto, puede exigir pronto la deuda o restitución del préstamo, sin que nadie pueda culparla: «La naturaleza le dio la vida a tu hermano, te la dio también a ti. Si ella, haciendo uso de su derecho, ha reclamado más pronto su deuda a quien quiso no es culpable ella, cuyas condiciones estaban bien claras, sino la codiciosa esperanza del espíritu mortal, que tantas veces olvida qué es la naturaleza y nunca se acuerda de su destino más que cuando recibe una advertencia» (Consolación a Polibio, X, 5).
Por lo pronto, la naturaleza regala la vida. Y lo hace con el gozo de que indaguemos sus porqués, a la par, admiremos su belleza. Y no se muestra celosa de que nuestra indagación le quite resultados o provecho: «La naturaleza nos ha dado un carácter curioso y, sabedora de su destreza y de su hermosura, nos ha engendrado como admiradores de tan magníficos espectáculos, pues echaría a perder el disfrute de sí misma si cosas tan grandes, tan radiantes, tan delicadamente trazadas, tan espléndidas y bellas no de una sola forma las hubiera mostrado en un desierto» (Sobre el ocio, V, 3).
Un retrato amable de la naturaleza, que es también un canto a la vida para el que la estrena. La llamada a investigarla tendrá una primera etapa —πάθoς, la llama Platón— en el asombro o estupor, espanto incluso —τὸ θαυμάζειv—, y posteriormente en la reflexión filosófica —τὸ φιλoσoφεῖν— y en el quehacer científico.3 Filosofía y ciencias naturales tomadas en sentido amplio —la physica— no se distanciaban como hoy, sino que eran aliadas de trabajo y de resultados. El mismo Séneca, en sus Libros sobre las cuestiones naturales, cumplirá con esa vocación admiradora e investigadora, filosófica y científica, que le empalmará con la filosofía griega. Los pensadores de entonces, sobre todo Platón y Aristóteles, ávidos de saber, daban a su filosofía amplio cauce, para que llegara a cuanto se pudiera conocer: física —ciencias naturales, biología, astronomía...—, metafísica, ética, política... Un saber pluripotencial o, si se prefiere, humanista, que se mantendrá en Occidente hasta la caída del Imperio romano, menguará en la Edad Media y se recuperará en el Renacimiento. Por desgracia, se volverá a perder en la Edad Contemporánea con la tal vez excesiva y reductiva especialización.
El hombre es por naturaleza indagador, «curioso», ávido de hallar el cur, de dar con la causa de las cosas. «La naturaleza nos ha dado un ingenio curioso». Con esa afirmación que ya hemos destacado hace unas líneas, Séneca se sitúa en la misma línea de salida de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los hombres, por su propia naturaleza, desean saber». En esa dimensión de querer saber —εἰδέvαι, scire—la razón de lo que existe, el hombre es ya scientificus: iniciador de la ciencia —scientia—, porque está ávido de saber.
Pero esa consideración tan positiva de la vida, que la naturaleza abre pluripotencialmente, queda entenebrecida por una constatación: el hombre tiene un margen de libertad para aceptar o no esa llamada esperanzada de la naturaleza y para obrar en consecuencia. Se espera la respuesta positiva, desde luego. Pero cuando es negativa, puede parecer que la conducta de los hombres se asemeja a la condición natural y que, por lo tanto, la naturaleza tiene buenos y malos partos. Está claro que ella es, por definición, engendradora —natura: la que va a hacer nacer o engendrar—. Pero es verdad que en la vida hay seres pendencieros; otros, ingratos; algunos son avaros; incluso se encuentran los impíos: «La naturaleza humana produce espíritus insidiosos; los produce también ingratos, avaros, impíos» (Sobre la ira, lib. II, XXXI, 5). Un teclado variopinto. Así los produce y presenta la naturaleza humana —fert humana natura—. Con todo, esa diversificación en el mal cuenta ya con la colaboración del hombre, y, por ende, no se identifica con el proyecto de la naturaleza, que es tan generoso y que ella nos presenta con bondad. En todo caso, parece que la naturaleza tiene que soportar —la otra acepción del verbo latino fert— esas manifestaciones negativas que tergiversan su designio.
Hablar de la natura como origen de la vida introduce forzosamente en la pregunta de si para Séneca son sinónimos Dios y la Naturaleza —escrita también con mayúscula—. Sabemos que Baruc Espinoza (1632-1677) tendió el puente entre ambos con su sentencia «Deus sive Natura», con la implicación panteísta que en su filosofía acarrea esa igualdad. En Séneca no se traza plenamente esa equivalencia. Más bien, aun con ciertos titubeos,4 las páginas del filósofo reconocen a Dios como hacedor de la naturaleza o del universo —formator universi—,