Por la vida con Séneca. Antonio Herrero Serrano
es obligatorio pagarles el tributo de aceptar su llegada. No caben ante ellos el soborno sentimental —ha aludido al llanto: fletu—ni las protestas callejeras estruendosas o el alboroto —convicio—. Simplemente, hay que sacar la bolsa del dinero y pagar el peaje que señalen, sin quejas ni protestas: «Paguemos sin quejas los tributos de nuestra condición mortal» (Epístolas, lib. XVII, 107, 6).
No obstante ese rostro duro de los hados, no por eso son injustos, aunque los hombres los tildemos de tales. El filósofo puntualiza que, si los recibimos mal, es por nuestra culpa, pues no tomamos conciencia de nuestra precariedad. Serán implacables, pero avisan: diariamente nos advierten del destino de la muerte, cuando —según visualiza Séneca— pasan ante nosotros los funerales de amigos y conocidos (cf. Consolación a Polibio, XI, 1), pero no siempre recogemos esa notificación de nuestra caducidad.
B. ACTITUD ANTE EL DESTINO
Precisamente el conocimiento de lo que somos es la postura primera y esencial ante el fatum. Ese realismo existencial es un presupuesto indispensable. Con él, aunque ya se esté viviendo, se ve la existencia como un camino más bien arduo, porque «vivir no es cosa deliciosa» (Epístolas, lib. XVII, 107, 2). La navegación del mare nostrum de nuestra vida va a ser agitada. No será, las más de las veces, un viaje de placer: «No será llano el camino; es preciso que vaya arriba y abajo, que quede a merced de las olas y guíe su navío entre remolinos» (Sobre la providencia, V, 9). Esa precariedad nuestra nos hace prever para la travesía golpes, heridas, pérdida de amigos, traiciones... Pero no hay senda distinta ni atajos: «A través de semejantes contrariedades deberás recorrer esta ruta escabrosa» (Epístolas, lib. XVII, 107, 2). En la vida se está instalado en un tendejón provisional, lleno de riesgos y de rayos. Y cada quien debe saberlo: «Sepa que ha llegado adonde retumba el rayo» (Epístolas, lib. XVII, 107, 3). Nuestros compañeros de morada terrena son las aflicciones, las enfermedades y la vejez. «Entre estos camaradas hay que pasar la vida» (ib.), concluye Séneca con epifonema sapiencial y una pizca de ironía.
Se trata de estar prevenido, como el soldado que vigila, sabiendo que el enemigo atacará, pero ignorando la hora. Prevención que no es sinónimo de miedo. A eso llama Séneca, con lenguaje militar, estar in procinctu: bien ceñido y aprestado, dispuesto a la re-acción en cuanto se divise la acción del adversario: «Permanezca en guardia el espíritu y no sienta nunca temor por lo que es inevitable; que aguarde siempre lo que es inseguro» (Consolación a Polibio, XI, 3). Se requiere preparación constante y diligente ante el fatum: «Así debemos vivir, así debemos hablar. Que el destino nos encuentre dispuestos y diligentes» (Epístolas, lib. XVII, 107, 12).
Aun con ese requisito psicológico imprescindible de la meditación previa de lo que pueda sobrevenir, ¿cómo se reacciona cuando ya están delante las dificultades de rostro real, no meramente imaginario? El filósofo hispanorromano va dejándonos unas pautas concretas de reacción hic et nunc.
Es imprescindible padecer lo que nos sobrevenga de adverso, considerando que no lo podemos enmendar o desviar. Rehusar aceptarlo es inservible: los hados terminan por llevar a rastras en pos de sí al que se les opone y no los recibe: «Los hados guían al que los quiere; al que los rechaza lo arrastran» (Epístolas, lib. XVII, 107, 11),23 comenta Séneca. Por lo que hace al caso, ahora solo interesa la segunda parte de esta sentencia. Ocasión habrá más adelante de recalcar la primera.
Hay que recibir el destino, con la capacidad y actitud de padecerlo —patientia—, cuando es exigente, opuesto a lo que pensábamos o doloroso. Esa patientia no se compagina ni deja espacio a la rabieta ni a la pataleta que, al final, va a tener que aceptarlo, porque ante el fatum no hay más remedio. En efecto, hay que soportar el destino con fortitudo, virtud que hace de quicio —cardo—, por lo que atinadamente la llamamos cardinal, y que es esencial en el catálogo moral estoico y romano: «Hay que sufrir cualquier cosa esforzadamente, porque todas ellas no se precipitan, como pensamos, sino que van llegando» (Sobre la providencia, V, 7). Dado que no podemos rechazar ni modificar lo que nos sobreviene, particularmente cuando es adverso, lo menos que podemos hacer es aguantarlo. El paso siguiente es sobrellevarlo como venido de la providencia divina: «Lo mejor es soportar lo que no puedas enmendar, y acompañar sin quejas a Dios, por cuya acción todo se produce» (Epístolas, lib. XVII, 107, 9). Se ha avanzado algo, pero estamos aún entre las fronteras del sustine —o «tienes que aguantar»— y del abstine, que exige no caer en el nolle —o mala voluntad— que reniega ante los fata. Como se percibe, estos son linderos muy estoicos.
Pero ¿no habrá una respuesta que no se quede en la re-acción del aguante, sino que pase a la acción positiva o, si se permite, a la pro-acción, que sepa ofrecer lo propio y lo apropiado al movimiento de respuesta? Es la pregunta por la libertad. Veremos en el párrafo conclusivo de este capítulo cómo la afronta Séneca y, en realidad, con él, el estoicismo, que es como decir el hombre guiado por la ratio. Pero antes conviene dejar terminado el universo de los que aparecían en el título del capítulo como imponderables o fenómenos que en el viaje a la Siracusa de la felicidad no está en nuestras manos doblegar.
2. LA FORTUNA
La fortuna o fors, considerada de modo abstracto, no difiere mucho del concepto de los fata o del destino tal como se ha analizado hasta ahora en Séneca. Cicerón traza el puente de las sinonimias entre estos vocablos y otros como casus y eventus. Conviene tener en cuenta su reflexión. La vierte él en una sintaxis, esta vez algo accidentada y apretada, que trata de respetar esta traducción: «¿Qué otra cosa son el azar, o qué la fortuna, la casualidad, el acontecer, sino cuando algo de tal manera cae, de tal manera sucede, de tal manera se presenta que podría por lo menos caer y suceder de otro modo? ¿Cómo puede presentirse y predecirse lo que sucede temerariamente por la ciega casualidad y volubilidad de la fortuna?».24
A. IDENTIDAD
Séneca la compara con un gladiador que busca rivales aguerridos, dignos de él (cf. Sobre la providencia, III, 4). También la presenta con la prosopopeya de una flechadora o lanzadora de dardos —al ejemplo de la diosa Diana cazadora— que mata a sus presas. Uno de ellos ha sido el hijo de Marcia, y lo ha elegido como víctima, objeta esta matrona romana (cf. Consolación a Marcia, XVI, 5-6.
En efecto, la fortuna, en el panteón romano, recibe culto de diosa.
Como el fatum, no respeta a nadie, sobre todo a la hora de la muerte. Es arrolladora y atrevida: «Así ha sido la fortuna en los asuntos humanos. Así será. Nada ha dejado sin intentar, nada dejará sin tocar. Marchará arrebatada por todas partes, tal como ha acostumbrado siempre» (Consolación a Polibio, XVI, 5).
Con frecuencia se la representa como ciega, pues parece que reparte sus dones sin ver a quién los da, y los retira del mismo modo: sin saber a quién se los sustrae. Séneca también se sirve de ese mismo icono de la Fortuna invidente que ofrece asuntos y regalos tan ciegos como ella: «La fortuna esparce sin ningún orden las cosas humanas y fomenta asuntos ciegos aún peores» (Fedra, vv. 978-980).25
Y aparece también dibujada en las páginas del cordobés como la perturbadora de todo, como la borrasca que suscita tempestades por doquier. No es de extrañar que se muestre esquiva e intratable con casi todos: «¿No sabes con qué violentos temporales la suerte lo perturba todo, cómo a nadie se le ha mostrado favorable y accesible sino a quienes han tenido con ella poquísimo trato?» (Consolación a Marcia, XXVI, 2).
Puede aplicarse a la fortuna, como al fatum, el verso de Publilio Siro, comediógrafo del siglo I a. C.: «A cualquiera puede sucederle lo que a uno le puede pasar». Séneca lo cita, aunque reconoce que la valía de este poeta es intermitente (Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 8 [7 en algunas ediciones]).
Por ese atrevimiento de la fortuna y por su ceguera, nos resulta con frecuencia difícil de enmarcar en nuestras categorías racionales, porque o las sobrepasa o las contradice. Cicerón, con cierta razón, la