Por la vida con Séneca. Antonio Herrero Serrano
SU PROVIDENCIA
Lo que se ha expuesto hasta ahora sobre el destino y la fortuna está exigiendo dejar en claro el papel de la divinidad en toda esta travesía de la vida.
A. DIOSES Y DESTINO
El destino —o los fata, sobre todo en la acepción de acontecimientos posibles—, la fortuna ¿se escapan a la mano de la divinidad?, ¿son un misterio incluso para los dioses, hasta el punto de estar sobre ellos como dioses sobre los dioses? ¿O equivalen a la divinidad? ¿No hay una mente previsora y ordenadora que dirija de alguna manera el fatum, sobre todo para apartárnoslo cuando va a ser negativo y dañino? Son preguntas que ya aparecían en el párrafo primero de este capítulo.
Se dan ciertas oscilaciones en el pensamiento de Séneca al abordar estas inquietudes, incluso en una misma página. No es de extrañar, pues el filósofo se encuentra con las solas armas de su razón ante un enigma intrincado que, como apuntábamos, recorre la literatura y teología antiguas. Con todo, hay un intento de conciliación.
El siguiente texto, tras la zozobra inicial del mismo, se acerca al punto de llegada del pensamiento de Séneca en esta problemática: «Una carrera irrevocable transporta lo humano igual que lo divino: el mismo fundador y conductor de todo escribió de cierto el destino, pero lo sigue; siempre le obedece, solo una vez ordenó» (Sobre la providencia, V, 8).
Con las primeras palabras de ese fragmento, el filósofo no se separa mucho de la ineluctabilidad del destino para los hombres y hasta para los dioses. Séneca parece aún anclado en el pensamiento de la antigua Stóa o incluso de la teología homérica ya recordada. Pero luego —¡esa agilidad de la mente del pensador andaluz!—parece que ha reflexionado en su interior: «¿Dónde se me queda el poder de los dioses, si ellos mismos deben sujetarse a los hados? O dioses o destino». Y ha rectificado inmediatamente en la siguiente línea: si hay un dios que es omnium conditor et rector, debe tener bajo su dominio el destino. De otro modo, sale sobrando en la frase el adjetivo omnium. Así que ha terminado por identificar los hados con la voluntad o querer del creador y rector de todo.
En esos dos renglones paradigmáticos ha quedado recogida, en mi opinión, casi toda la evolución de la Antigüedad en el tema vidrioso del destino y de la divinidad. Hay, en conclusión, armonía y concierto entre la divinidad y su querer o voluntad, que es el fatum o lo ordenado y dicho —fari—30 por la divinidad.
B. DIOS Y SU PROVIDENCIA
Y ahora, tras esa conciliación, se pasa al terreno práctico de cómo le llega al hombre ese fatum o expresión de la voluntad divina, sobre todo cuando es, a los ojos humanos, nociva. Estamos metidos de lleno en el problema del mal. En otras palabras, inquirimos si existe una providencia divina que permite y rige cuanto existe; y si, en caso de respuesta positiva, esa mente divina puede querer, o al menos permitir el mal. Aparece enfrente una de las inquietudes existenciales que más ha sentido el hombre de todos los tiempos y que se ha reflejado sobre todo en la teología, en la filosofía y en la literatura.
Por lo pronto, el filósofo nos presenta en el tratado Sobre la providentia un intento de respuesta a estos interrogantes. Esas páginas a Lucilio, destinatario también de otros diálogos y de las llamadas Epístolas Morales, se abren in medias res desde la primera línea: «Me preguntaste, Lucilio, por qué, si el mundo está dirigido por una providencia, les suceden tantas desgracias a los hombres de bien» (Sobre la providencia, I, 1). Pregunta por la justicia divina, que parece o fallar o, simplemente, no seguir los paradigmas humanos que piden, por ejemplo, que un amigo nunca haga mal a sus amigos. Ese enigmático proceder divino es lo que desconcierta al hombre no solo del paganismo, sino de las religiones monoteístas. Ahí está el judaísmo y el cristianismo, que repetidas veces se dirigen a Dios para emplazarle por la existencia del mal31 y por los sufrimientos de los buenos frente a la dicha de los malos. La respuesta de Séneca es casi tan directa como la pregunta del remitente de la carta. De modo positivo, le señala que una providencia lo preside todo —praeesse universis providentiam— y que Dios se interesa por nosotros —interesse nobis Deum— (cf. Sobre la providencia, I, 1). Y de manera negativa: la fábrica —rescatemos la acepción antigua y clásica de este vocablo—del mundo no está a merced del azar, sino que tiene un guardián: «Por el momento es inútil exponer que una fábrica tan grande no se mantiene en pie sin ningún guardián» (Sobre la providencia, I, 2).
Respuesta filosófica desde el paganismo. Pero como la ratio humana es la que ampara a Séneca o a los cristianos al filosofar, esa vía de asegurar que tiene que haber un guardián del universo es también una vía —en el lenguaje escolástico— o prueba de la existencia de Dios —podemos escribirlo ya con mayúscula— o de una providencia divina. Séneca, con este filosofar, se ha puesto en la plataforma de la teodicea. En efecto, ese camino no va a diferir esencialmente de la quinta vía de santo Tomás de Aquino para probar la existencia de Dios, la vía ex gubernatione rerum o a partir del ordenamiento o gobierno de cuanto existe.32
Deja pues asentado el filósofo cordobés que los fenómenos del universo, sean atmosféricos, geográficos, etc. (cf. Sobre la providencia, I, 3), se rigen por una mente previsora —una Providencia—. No están, por lo tanto, a merced de otras potencias como los fata o la fortuna.
Que estas afirmaciones las recoja en el diálogo De Providentia es muy significativo. La mayoría de los críticos suelen afirmar que la fecha de elaboración de ese ensayo es de las más tardías y que hay que fijarla hacia la última década de su vida. Alguno lo data en la época del destierro en Córcega. Comoquiera, marca, a mi modo de ver, el punto de llegada de una evolución del pensamiento senequista. Y suele pensarse que, en ese destierro, Séneca empezó a virar de una concepción demasiado racionalista de la divinidad hacia un dios más cercano. Aquellos parajes poco civilizados supusieron para él una etapa de purificación, a la par que de meditación sobre la vida, la muerte y la eternidad, como se aprecia en las Consolaciones. La etapa final de su vida coincide también con la redacción del epistolario: años 62 a 64. Tanto en el referido diálogo como en las Cartas o Epístolas, la teodicea, la teología y la antropología senequistas se han depurado. De considerar los fata como «dura et inexorabilia» (Consolación a Polibio, III, 3) y al hombre como sujeto esclavo a ellos —«fatis agimur» (Edipo, v. 980)—, asistimos a un pensamiento que admite una ordenación divina de la fábrica del universo. Ya se ha citado cómo sostiene el filósofo que hay un «configurador del universo, bien sea él un dios omnipotente, bien una inteligencia corpórea creadora de obras inmensas» (Consolación a su madre Helvia, VIII, 3). En consecuencia, no es de la idea de un origen de la materia en elementos autónomos de la naturaleza, como los cuatro elementos de la filosofía presocrática, sino que ve como artífice y ordenador de todo a una ratio o λόγoς espiritual. Ella es, a su vez, el custos o guardián de lo que ha puesto en marcha. Luego el concierto y el movimiento de los astros no es fruto de un impulso al azar —«toda esta reunión y agitación de los astros no son propias de un ímpetu casual» (Sobre la providencia, I, 2)—, pues lo que el casus o casualidad agita siempre termina en desorden y caos: casus como equivalente a chaos. Así que ni a esa ratio o deus —insiste Séneca en el singular—, ni siquiera al hombre, lo zarandean ya los fata a su arbitrio, dado que, como anuncia el vestíbulo mismo del diálogo Sobre la providencia (cf. I, 1-12), hay una mente divina, una providentia, un dios, que preside el universo. Por lo tanto, incluso el porqué de las cosas tiene su razón en este custos o mente pensadora y rectora de los sucesos. Él ha fijado unas leyes a cuanto existe, y luego todo tendrá que ajustarse a esas normas o causas, sin que al dios le convenga alterarlas caprichosamente, pues se contradiría. Esto es lo que parece reflejar el principio del coro del Edipo: «Al dios no le es lícito cambiar todo aquello que consistentemente se desarrolla según sus causas» (v. 980).
Se trata de la Πρόvoια de los antiguos estoicos. En el vocablo griego se recalca la mente —voῦς— divina que piensa y dispone anticipadamente lo que va a acontecer, no simplemente la pro-videntia