Diario de Nantes. José Emilio Burucúa
el rechazo de la figura de este filósofo que sienten los poscolonialistas. Me bastaría el último detalle para defender a Hegel hasta la última gota de sangre. Pero nuestro anfitrión recalca que toda Asia, en bloque, fue descartada por el prusiano. Los griegos instalaron el pensamiento en Europa y el desarrollo de la filosofía nunca más salió de este continente hasta el propio sistema hegeliano, coronamiento del edificio. Sudhir cree que tales argumentos, sumados a la celebración de la conquista inglesa de la India por parte de Marx (el imperialismo británico habría sido el instrumento necesario de la historia para incorporar a la India a la dialéctica del capitalismo mundial), brindaron una justificación ideológica muy fuerte al sojuzgamiento colonial de Asia y África por parte de las naciones europeas a finales del siglo XIX. La defensa de Hegel quedará para otro momento. Pasamos al tema del nacionalismo indio, que Sudhir condena en los términos más enérgicos. Pero tanto él como Geetanjali aceptan la existencia de una civilización india unificadora de millones de hombres en el subcontinente, por lo menos desde el siglo VII d.C. De esta época datan los primeros informes acerca de las peregrinaciones masivas, de gentes de toda la India, que visitaban cuatro santuarios hinduistas en cada punto cardinal del país, separados entre sí por miles de kilómetros. Tal sería, según los Chandra, el testimonio más antiguo de un sentimiento generalizado de pertenencia a la civilización indostánica, no exclusivamente religioso, porque familias enteras se desplazaban durante años, compartían trabajo, vidas y costumbres con otros peregrinos o con los residentes en las regiones que atravesaban. Hoy, se mantiene la práctica: Sudhir mismo viajó a pie a campo traviesa, cientos de millas, y visitó Badrinath, uno de los cuatro lugares al pie del Himalaya. Los santuarios son Dwarka en el Oeste (estado de Gujarat), Jagannath Puri en el Este (estado de Odisha), Rameshawaram en el Sur (estado de Tamil Nadu) y Badrinath en el Norte (estado de Uttarakhand).
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31 de octubre
Leo mucho para el proyecto macarrónico. Entre las cuatro y las nueve y media, voy al cine Gaumont a ver la transmisión en directo de Tannhäuser desde el Metropolitan de Nueva York. Treinta y cuatro euros que valieron la pena. Director musical: el genio wagneriano de nuestra generación, James Levine, a quien mis nietos conocen muy bien porque fue el director de Fantasía 2000. Régisseur: Otto Schenk, estupendo; cada escena se remitía a una pintura: la del Venusberg, yo diría que se parece al cuadro de un pompier, Gérôme, Bouguereau, con algunos trazos de Gustave Moreau; la del reencuentro en el bosque del Wartburg, a uno de esos bocetos majestuosos de atmósfera ocre que pintó Constable; la del concurso de menestrales en la sala del castillo del conde de Turingia, a una ilustración de Moritz von Schwind o a un fresco de Ferdinand von Piloty el Joven; la del regreso de los peregrinos y la muerte cristiana del héroe, a una obra de Caspar David Friedrich. Los cantantes, fuera de serie, casi todos próximos al physique du rôle: Peter Mattei en el papel de Wolfram von Eschenbach; Günther Groissböck como el landgrave; Eva-Maria Westbroek en el papel de Elisabeth; incluso la Michelle DeYoung que hace de Venus, algo excedida de peso, pero seductora y propietaria de unas piernas fenomenales (mostradas generosamente por la vestuarista, después de todo la diosa es el símbolo del erotismo corporal). Y el Tannhäuser, el tenor Johan Botha, sudafricano (ya lo vi en una versión de Los maestros cantores... en el Met), tiene una voz a la altura de la de Wolfgang Windgassen pero su físico deja mucho que desear, es un gordo al que, cuando se arrodilla o desmaya por las emociones sufridas, le cuesta luego un triunfo incorporarse. En los intervalos, la encantadora Susan Graham hizo los reportajes habituales. Preguntó a Botha cómo solía prepararse antes de un estreno, y el caradura dijo que cantaba con el estómago vacío desde la noche anterior. Entonces, viejo, no quiero imaginarme los litros de Coca-Cola que te tomás en el in-between y el jabalí que te comés al terminar la función. Tu canto es maravilloso, pero bajate unos kilos. Susan, please, cambiá un poco las preguntas. Siempre pedís al cantante entrevistado que compare al personaje de esa noche con otro que interpretó allí mismo pocas funciones antes. Los artistas quedan algo perplejos y sus respuestas suenan extravagantes. Ocurrió con Mattei, quien se vio obligado a explicar qué veía de común entre el Anfortas del Parsifal y el Wolfram del Tannhäuser. “The composer, I think”, contestó el barítono, aunque enseguida agregó que se trataba de dos papeles “very emotional” (¿cuál no lo es en la ópera?, hubiese retrucado mi suegra). Con la soprano Westbroek fue peor porque, unas semanas atrás, había interpretado a Santuzza. Frente a la pregunta sobre cuál sería el parentesco entre la muchacha siciliana y la Elisabeth del Wartburg, Eva-Maria dijo: “Bueno, que las dos son mujeres, supongo”. Fuera de chiste y, a pesar de que la ópera puede orillar siempre el ridículo en nuestros tiempos, la música del tándem Wagner-Levine sonó de modo sublime. Otra vez la paradoja. Dos judíos, Barenboim y Levine, se encuentran entre los mayores intérpretes de la música compuesta por el autor de un libro antisemita radical, El judaísmo y la música, que haya habido en la historia.
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1º de noviembre
Hace apenas un mes que desembarqué y ya estoy enajenado con este diario. No puedo parar. Duermo mal porque no quiero olvidar un solo detalle de todo cuanto aprendo, minuto a minuto. La transmisión de ese saber del mundo –África, que me sorbe el seso desde los cuatro años y no conozco, la India, los países árabes del Mediterráneo, la frontera México-Estados Unidos– es oral y, por ello, me siento en el deber de registrar, poner por escrito lo aprendido, como si me fuera la vida en el asunto. La paradoja es que, para no verme arrastrado a un trabajo imposible que me fatiga, empiezo a rehuir la oferta de actividades y reuniones ofrecidas por el Instituto. Claro que me vence la tentación de escuchar y escuchar a mis colegas de las cuatro partes del mundo. De transcribir in continenti lo que me cuentan. Y la premura, la obsesión, me impiden ser crítico, permanecer algo incrédulo, según correspondería a un historiador. Deberé esforzarme por imitar a Heródoto y decir como él. “Cuentan los senegaleses...; afirman los brahmanes que consulté...; dicen quienes hablan en árabe...; tienen por divinidad a Hermes y a Cristo, si bien les dan otros nombres, Gautama, Majavira, Gurú Nanak, Malik ibn Anas, Al-Ghazali, y los ubican en épocas diferentes respecto de la que nosotros, los herederos de judíos y griegos, asignamos al gran Trismegisto y a Jesús.” (Perdón, Kapuściński, fuiste un grande y no te merecés estas pavadas de mi magín enloquecido.)
Para no caer en un sincretismo de billar, acepto la invitación que Françoise Rubellin hizo a todos los fellows y me voy al teatro de la ópera de la Place Graslin, de buen talante, junto con mis colegas del IEA. Vemos El emperador de la Atlántida o El rechazo de la muerte, cuya música compuso Viktor Ullmann y cuyo libreto escribió Peter Kien en 1943, cuando ambos eran prisioneros en el campo de Theresienstadt. Ensayaron la obra bajo esas condiciones. Las autoridades del Lager prohibieron la representación. Ullmann y Kien murieron en Auschwitz. El músico había entregado los manuscritos al doctor Emil Utitz, un filósofo que sobrevivió a la Shoah. La ópera se dio a conocer en Ámsterdam en diciembre de 1975. Aurora y yo la vimos en el Colón durante la temporada de verano de 2003. Éramos muy pocos en el teatro. La ejecución musical, la régie (de Marcelo Lombardero, ¡cuánto debemos los porteños a este artista!), la escenografía, el vestuario, excelentes. El Emperador llevaba un traje azul estrafalario, mezcla de figurín de Oskar Schlemmer y un personaje malvado de Star Wars. Decidido a iniciar una guerra total, el monarca convoca a la Muerte en su ayuda. Pero la Enemiga de los hombres no está dispuesta a servir los propósitos de un tirano. El diálogo del Emperador y la Muerte en la boca del escenario se desarrollaba con el contrapunto de documentales de los campos, proyectados sobre el fondo del decorado. Quedamos muy conmovidos y me dije que había allí una representación del Holocausto en curso, realizada en el interior mismo del proceso, que contradecía las tesis de la irrepresentabilidad del genocidio. La versión nantesa, al lado de la del Colón, fue una verdadera lágrima, salvo el coral conclusivo, donde se destacaron las voces femeninas en un contrapunto sobre la frase: “No invocarás a la muerte en vano”, a la manera de Juan Sebastián Bach. Fui a tomar una cerveza con los fellows de habla inglesa y dije varias pavadas.
El señor Jean-Joseph-Louis Graslin, fermier del rey en la ciudad, es decir, recaudador de los impuestos de Su Majestad, planeó la construcción de un barrio nuevo hacia el oeste de la Place Royale, en los años setenta y ochenta del siglo XVIII. En 1780, Graslin confió al arquitecto Mathurin Crucy la construcción de una gran sala de espectáculos. Era esa una época en la que los teatros