Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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la nieve derretida y se nos enfriaron los pies. La jefa de mi tía, la señora Koch, le había pedido que me invitase a la cena de Nochebuena, que ellos celebraban unos días después del 24 de diciembre.

      Durante el camino mamá me había dado toda una lista de normas de educación que ya conocía y que repetía vez tras vez. Sé educada. No montes un pie encima del otro cuando estés de pie. No toques los muebles. No te sirvas tú misma. No mastiques con la boca abierta. No entres en una habitación en la que no has sido invitada. No apoyes la cabeza sobre el codo en la mesa. No juegues con el pelo. No balancees las piernas cuando estés sentada. ¡No, no, no…!

      La enorme mansión con escalones de mármol, espejos de cristal y la vistosa alfombra me azoraron. El olor a pino, las velas, el chocolate y el pastel; la estrepitosa risa de los tres hijos y sus primos; el pino que llegaba al techo con aquella montaña de paquetes multicolores bajo sus ramas… casi me hacen huir.

      —Ven Simone. No seas tímida. Los niños no te van a hacer daño.

      Tía Eugenie me presentó a los tres niños y a sus primos, quienes, obviamente, no tenían ningún interés en conocer a una niña. Los chicos eran todos iguales. Todos eran como los del colegio que nos tiraban las castañas. No me gustan los chicos, pensé.

      Me senté en una silla tan alta que no me tocaban los pies al suelo. El pelo me molestaba. Mi tía sonrió, y suavemente, pero con firmeza, posó su mano sobre mi rodilla para que no balanceara las piernas. También me apartó la mano del pelo. Me puse colorada. ¿Lo habría visto alguien más?

      La señora Koch, que llevaba un precioso vestido de encaje y un larguísimo collar de tres vueltas, se sentó a mi lado. En francés me dijo:

      —Simone, Papá Noel te ha traído un regalo. —Y cogiéndome de la mano me llevó hacia el pino tan maravillosamente adornado enfrente de una gran mesa cubierta de encaje. Las copas de cristal y la plata reflejaban la luz de las muchas velas del árbol. Me entusiasmó más esta imagen que buscar mi regalo entre todos los paquetes que había bajo el árbol.

      Mi tía acudió en mi ayuda.

      —Simone, busca tu nombre.

      Bajo el árbol había un belén como el que teníamos en la iglesia en Navidad, pero ya no era Navidad. ¿Por qué estaba allí el belén entonces? Mi regalo era una pequeña caja que contenía un muñeco de madera de 20 centímetros de alto con una ranura en la espalda.

      —Es una hucha. Tienes que introducir tus ahorros por la ranura de la espalda. —Abrí la hucha. Estaba vacía.

      Volví a la silla sujetando con fuerza mi regalo. La criada vestida de negro y con delantal blanco me ofreció algunos dulces. Mi tía me animó a coger uno. Me sentía muy incómoda.

      Por fin, la señora Koch dijo:

      —Eugenie, el tranvía hacia Dornach sale en diez minutos. Puedes acompañar a la joven señorita.

      ¡Qué alivio! La criada trajo mi abrigo de invierno, mi pequeña piel de marta y mi sombrero de fieltro. Quiso ayudarme a ponérmelo.

      —No, gracias. Ya soy mayor. Puedo hacerlo sola. —Todos sonrieron.

      —Una auténtica señorita —dijo la señora Koch.

      Nos acompañó hasta la puerta. A través de una de las puertas laterales que estaba abierta, el señor Koch se despidió de mí con un movimiento de su cabeza cana. Detrás de él, vi una mesa con cajones y patas doradas y una librería que llegaba al techo. ¿Qué clase de habitación sería esa?, me pregunté.

      Había nevado otra vez. La luz amarilla que brillaba a través de todas las ventanas hacía que la casa de los Koch pareciese una casa de cuento de hadas.

      Camino de casa le pregunté a la tía Eugenie por qué los Koch llamaban al Niño Jesús Papá Noel, por qué me había traído un regalo a casa de los Koch en vez de a la mía y por qué había venido en un día completamente diferente. Las respuestas de la tía no me resultaron convincentes. Me sentía muy confusa.

      Me alegró volver al colegio tras las vacaciones. Sin embargo, hacía frío en clase. No fue hasta después de un buen rato que el fuego recién encendido comenzó a dar un poco de calor. Madeleine, Andrée, Blanche y Frida no habían tenido árbol de Navidad. Solo habían recibido una naranja, una manzana y unas cuantas nueces “porque —según me explicó mamá— eran pobres”.

      Esa noche, bajo las sábanas, reprendí al Niño Jesús.

      —¿Por qué tratas a los ricos y a los pobres de manera diferente? ¿Por qué les diste a los niños de los Koch trenes, libros, juegos y coches? Tenían tantos regalos que seguro que se cansaron de abrir los paquetes, y ¿por qué no les trajiste nada, ni un solo juguete, a la mayoría de mis compañeras? ¡Eso es injusto, sí, una injusticia! —Al fin y al cabo, ¿no era, según papá, una injusticia favorecer a los ricos frente a los pobres?

      Decidí corregir esa terrible injusticia. Así que todos los días compraba chocolate o galletas para repartirlas en el colegio. Cierto día, al pasar al lado de una tienda de juguetes, vi una pequeña muñeca sentada en un carrito de bebés. Decidí comprársela a Frida. Se habían olvidado por completo de ella en Navidades. Entré y pregunté el precio: cinco francos.

      —Por favor, resérvemela. Vendré esta tarde a por ella.

      Fui a casa a comer. Después de comer, Madeleine vino a buscarme para volver juntas a clase. Pero mamá le pidió que subiera.

      —Madeleine —dijo mirándome—, ¿tú tendrías a una ladrona como amiga? Por favor, dile a Mademoiselle que Simone irá a clase más tarde.

      Estaba claro que Madeleine no había entendido nada. ¡Yo tampoco! Se marchó sin mí.

      —Devuelve el dinero que has robado.

      —Pero mamá, ¡yo no he robado nada!

      —No lo empeores mintiendo.

      —No estoy mintiendo. No he robado nada.

      Rápidamente metió la mano en mi bolsillo y sacó una moneda de cinco francos.

      —Y esto, ¿qué es?

      —La cogí, pero ¡no la he robado!

      —¿Puedes explicarme eso?

      —¡Sí! Yo sólo quería corregir la terrible injusticia que había cometido el Niño Jesús con Frida. Quería comprarle una muñeca.

      Para mi sorpresa, mamá compró la muñeca y la puso sobre mi estantería al lado de la hucha que me había regalado la señora Koch.

      —Pequeña, robar es coger algo que no es tuyo, sin importar lo que hagas con ello. Esta muñeca servirá para recordártelo. La pondremos aquí y, ¡ni se te ocurra quitarla! Mientras permanezca ahí y tú no vuelvas a robar, yo no se lo diré a papá. Sabes que él tiene que trabajar muchas horas, incluso días enteros para ganar cinco francos. Este va a ser un secreto entre tú y yo. Ya sabes cuánto le gusta a tu padre la honradez. Así que cuidado. Papá nunca te ha zurrado antes, pero ten por seguro que lo hará si se entera. ¡Si no quieres tener problemas, nunca quites esa muñeca de ahí!

      Los jueves no teníamos clase, así que, a veces, venía mi prima Angele con su muñeca mientras yo daba clases a Claudine. Me tomaba tan en serio esta labor que les repetía las lecciones de educación cívica de Mademoiselle. Pero tenía dificultades para explicarles a las muñecas la idea de una conciencia. No entendía exactamente lo que era, cómo funcionaba, cómo podía perderla una persona o incluso si podía darse el caso de que ni siquiera la tuviera.

      Cierto día decidí preguntarle a papá qué era la conciencia.

      —Es una voz dentro de ti que te dice lo que es bueno y lo que es malo.

      —Papá, la profesora dijo que cada noche deberíamos reflexionar sobre lo que habíamos hecho durante el día.

      —Eso —dijo papá— se llama hacer examen de conciencia. Cuando crezcas, tú también


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